––Te aseguro, Ana, que no hay nada más hermoso, más sublime en el mundo que esa mañana de abril, cuando con doce, trece años… sales a la calle y te encuentras a esas flores, a esos ramilletes de mujeres vestidas de negro, ofreciendo el canalillo, níveo y carnoso como los pétalos de una gardenia, incitando a que te mueras, a que bajes al abismo enredado en la red de sus mantillas… ¡Ay, cuanto amor, cuanta pasión!
No hay nada más espectacular en la tierra, Ana, ¡nada! Te lo aseguro.
Aunque también se me ocurre pensar que esto podría ser general; es decir, que ocurriese en cualquier país del mundo; quizá. Porque vosotros tenéis, por ejemplo, la fiesta de la cerveza en Alemania, ¿no? Y esos trajes regionales…
Pero no es lo mismo, Ana, no es lo mismo.
No hay nada más bello que la visión de toda una ciudad entregada, envuelta en su nube de azahar, donde centenares de mujeres caminan con sus vestidos ceñidos dibujando misterios, mil promesas, retahílas de deseos. Mujeres libres. Mujeres que, igual que las gacelas que sospechan del peligro, se mueven inquietas, altaneras, sabiendo que en cualquier momento puede aparecer algún intruso con instinto depredador. No, no hay nada equiparable, Ana, ¡nada!, a ese recorrer con la mirada adolescente, enfebrecida, los contornos que envuelven los vestidos vaporosos que llevan; vestidos que perfilan siluetas como si fuesen colinas de frondosa vegetación por las que las manos resbalan suavemente; vestidos que ciñen su cintura, los senos, y esa parte innombrable de su cuerpo, para rematar abrazados a los muslos, mientras dos medias transparentes de cristal, naciendo del abismo, acarician las columnas de alabastro, siempre salpicadas de sueños, hasta llegar a unos zapatos de aguja que dan vértigo donde, por fin, se anclan.
Y el colmo de esta historia, Ana, amiga mía, es cuando has perdido la inocencia, y tienes diecisiete años cumplidos, tal vez dieciocho, y arrebatado por esos aromas del azahar y del incienso que llevas respirando una semana, te escurres del tumulto, sin hacer ruido, hasta la casa que han dejado sola tus padres, o la de algún amigo, para subir a la gloria con tu novia. ¡Es la apoteosis! Y entonces sí, entonces sí que estoy seguro de que no hay ni habrá en la tierra otro lugar donde mejor, ni de mejor forma, pueda homenajearse a un líder… Un líder que, encima, lleva dos mil dieciocho años muerto. ¡El líder que cada año consigue que se eche a la calle la ciudad para honrarle de cuerpo presente un Jueves Santo!
¡Hacer el amor para festejarle es lo máximo, estimada Ana! ¡Lo máximo!
Pero, quizá, tú no entiendas muy bien estas cosas; quizá te choquen, ¿verdad? Eres alemana y allí sois más tristes, más sombríos; o al menos eso dicen. A nosotros la sangre nos hierve; fíjate yo: a los doce años ya me gritaba mi vecina, por el patio, que subiese a la azotea a ayudarle a tender unas sábanas. ¡Ay, qué recuerdos! Y allí, enredados por el viento y el fuego del verano, entre cestos de ropa limpia que olía sobre todo a prohibido, nos matábamos a besos.
¿Lo entiendes Ana, lo entiendes?
––¡Pues claro que lo entiendo! Fíjate si lo entiendo que después de hacer el Erasmus aquí, me fui… Pero he vuelto. Y ahora, ¿quieres que te cuente la historia de mi primer beso?
Y Ana comenzó a contar…
* * *
Volvíamos cabalgando sobre la cinta de asfalto, entre las adelfas florecidas y el amarillo chillón de la retama, de pasar un plácido día de montaña. En el horizonte, la campiña andaluza se extendía salpicada del ámbar del trigo, ya casi maduro, y del verde limón, amarillento, de los girasoles; el paisaje firmaba un cuadro de Mondrian.
Mientras tanto, Robert Louis Stevenson, uno de los mejores narradores que ha dado la literatura universal, se había reencarnado en Manolo. Manolo venía contándole a la joven alemana, con respeto y afecto, las muchas peripecias y misterios de esta tierra en la que él viera la luz un día, ya lejano. Una tormenta inesperada –extraña por sus formas, pues llovía entre los rayos del sol– estimuló aún más al Stevenson reencarnado, provocando el goce continuo (y a veces la risa) de los que le acompañábamos en el coche. Así, hasta que llegamos.
Antes, durante siete horas, habíamos caminado por el Llano de los Álamos, en el área de Los Lajares, en el entorno del parque natural Sierra de Grazalema. Exploramos un río seco, abrimos caminos, nos perdimos en los prados entre su pasto abundante, y rodeamos extensos campos de avena y trigo.
Ayer fue un día tranquilo; gateamos poco. Y eso a los correkas parece incomodarles; suele quedársele el cuerpo, se cuenta, con una cierta sensación de vacío. Menos mal que R L Stevenson acudió en nuestro auxilio, se encarnó en nuestro amigo, y nos deleitó con sus muchas andanzas y viajes por los mares del sur… Bueno, mares, mares, no; más bien nos habló de Andalucía, que, como todo el mundo sabe, es también puro mar… Mar y Sur.
¡Qué suerte tener estos amigos!
Que bonito relato, me encanta, gracias Joaquin
Bellas imágenes a través del río de las palabras!!!!!
Mejor el escrito que el cuento contado.
Gracias, compadre.
Jajaja muy diviertido 👍