El segundo día de marcha partimos de Espinaredo. Tenemos por delante 14 Km. de recorrido y un desnivel que salvar de 808 m. La etapa incluye la subida a los picos de la Ceniza y el Águila. El recorrido, siempre picando hacia arriba, es monótono, aunque la umbría del paisaje y el día luminoso hacen que caminar resulte una delicia, una experiencia feliz. Se suceden los bosques y los prados intercalados hasta llegar a la planicie del Sellón, un collado desde el que se asciende, girando a la derecha, al pico de la Ceniza. Pepe, el Azogue, no duda en subirlo; decido acompañarle. El resto del grupo continúa por el camino marcado en la ruta.
Pepe vuela por delante, abriéndose paso entre brezos; intento no quedarme a atrás. El sol, enredado con rachas de niebla, dibuja paisajes extraños, vestidos de contraluces y sombras. Tan pronto nos vemos flotando en la nada como caminando sobre un lienzo de colores. Avanzamos hacia la cumbre por una cresta irregular a lo largo de un kilómetro. Cuando se diluye la madeja de niebla –basta un instante– disfrutamos de vistas increíbles. Pero la neblina, pertinaz, retorna de nuevo y otra vez nos sentimos como seres sin forma, sumergidos en un magma lechoso en medio de una extraña irrealidad. En la cara norte, las nubes, agazapadas en el valle, se activan y gatean hasta nosotros. En un instante vuelve a envolvernos la niebla. Otra vez caemos en un charco turbio, lechoso, sin forma ni límites. Todo desaparece alrededor. Ya no hay montañas, ni valles, ni aliagas, ni flores, ni rocas, ni la cumbre sobre la que pretendemos hacernos una foto. Nada. Ni siquiera hay un sendero para volver. Bajamos a ciegas.
Regresamos al punto de partida en el collado del Sellón y nos encaminamos, girando al sur, al pico del Águila. El camino no está claro; de vez en cuando se pierde entre helechos y aliagas. Nos despistamos un par de veces y nos vemos atrapados en medio de un matorral que nos cubre hasta la cintura. Las aliagas nos torturan con sus pinchos como si fueran cilicios. Alcanzamos la cumbre del Águila, nos hacemos el selfi de rigor y regresamos al sendero principal. Contactamos con el grupo por teléfono –que se ha detenido a almorzar en un prado unos kilómetros más abajo– y aceleramos el paso para alcanzarles.

Cuando llegamos están ya en la siesta. Tras el consabido descenso y el juego habitual de las bromas, reiniciamos la marcha. A medida que el camino desciende, éste se inclina y, por momentos, se convierte en un intransitable barrizal. Así hasta llegar a Fresnedal.
A la entrada del pueblo hay un lavadero con fuente y pilón. Lavamos las botas y nos limpiamos las cascarrias que nos cubren las perneras más allá de las rodillas. Mientras llegan los taxis “exploramos” los rincones de la aldea y conversamos con un par de personas mayores que, por el entorno natural ¡tan hermoso! en el que habitan parecen salidos de otro mundo. Entre el racimo de casas aparecen varios hórreos –rehabilitados unos, otros en desuso–; todos rodeados de trastos y enseres, desechos y utensilios de labranza. Hay bancos y poyetes para sentarse a la entrada de los zaguanes y maceteros con flores en los alféizares.

Retornamos a Infiesto temprano; ésta será nuestra última noche en el pueblo de las tres programadas. No llueve. Al bajarnos del taxi descubrimos una tarde tranquila y un ambiente agradable en las calles. Será porque es viernes. Hay gente paseando y los establecimientos, hoy sí, están abiertos. Hemos reservado una mesa en la sidrería Oscar donde degustamos algunos de los platos que ofrece la carta, como el filete al quesu (espectacular), los chipirones angulados o las croquetas. De los postres (caseros) mejor no hablar. ¡Sublimes! Todo ha ido muy bien en la cena. Por supuesto, la hemos regado con sidra; escanciada, en esta ocasión, con la ayuda de un artilugio mecánico. La Avispa, Maruja, una méteme-en-todo ¡cómo no!, se entusiasma enseguida apretando la palanca del ingenio mientras se troncha de risa cuando logra una espicha perfecta. Al final, cuando concluimos la cena, Maruja es ya una experta, pues, mientras celebra con risas la maña que se da y la gracia que le hace este “oficio”, tanto un servidor como el Duende Mr. Bean, que la adora y al que mira y remira con ojitos de cordero degollado, apenas acabamos de escurrir el culín que queda en el vaso cuando nos lo quite de las manos, ¡otra vez! para volver a escanciar.
Como es lo habitual, en este grupo la puntualidad es un grado. A las siete en punto de la mañana estamos ya en pie, preparados para desayunar. La mermelada que traje pasó a mejor vida. Hoy al café lo vestimos con la consabida tostada de pan con aceite y jamón. A las nueve menos cuarto esperamos, con mochilas y equipajes, a que lleguen los taxis para trasladarnos otra vez a Fresnedal, donde comienza nuestro tercer día de marcha, que, después de 17 km y de salvar un desnivel positivo de 700 metros, concluirá en la aldea de Melendrero. Uno de los taxis continuará viaje hasta Pola de Laviana, donde tenemos reserva, en el hotel Canzana, para dos noches.

Como todos los días, la marcha comienza en lo profundo de un valle, en la plaza del pueblo. Siempre hay un puente que cruzar y un río a remontar al lado del cual, desde antiguo, los lugareños trazaron un sendero. En esta tercera jornada seguimos el curso del río Muriosa por una pista con buen firme que serpentea monte arriba con una inclinación aceptable –no más de un 10%– lo que nos permite conversar unos con otros sin asfixiarnos. El paisaje es igual de monótono, húmedo y frondoso. En el bosque se mezclan los fresnos de la ribera del río con los robles, avellanos y castaños. Aquí y allá aparecen, diseminados, encerraderos de animales y casas viejas, algunas ya rehabilitadas. Casas que no hace tanto tiempo fueron modestas moradas dela gene del campo o cabañas de pastores.
En el grupo, cada cual camina a su ritmo. Hay quien prefiere hacerlo en compañía y quien, en soledad, disfrutando de ese silencio que todo lo envuelve en el monte. Un silencio que se apodera de ti, que hace que olvides los males… o que, al menos, los integres y aceptes y superes la angustia. Porque caminar por el monte es terapéutico; la mejor medicina que nosotros conocemos. Luego están esas sensaciones provocadas por el rumor de las hojas acariciadas por el viento, por el canto que te llega de los pájaros, o por el lejano murmullo del río, que te arrulla al oído mientras viaja al mar por el fondo del barranco.
Y están los olores: aromas de plantas y flores silvestres desconocidas; el de la hierba que alguien acaba de segar en un prado oculto; o el extraño y profundo olor (y a veces hedor) de la huella que a su paso han ido dejando los distintos animales que habitan las montañas.

Con frecuencia camino solo; me gusta ir a mi aire, detenerme a observar una planta, la rugosidad y los componentes de una roca o el musgo que cubre los troncos. Me gusta pensar y perderme, dejarme atrapar por mis pensamientos. O hago fotos.
Pero es también placentero compartir, sin límite de espacio ni tiempo, una charla con un compañero o compañera de ruta. Porque en estas largas travesías tenemos tiempo para todo; para practicar el silencio o para intercambiar reflexiones sobre la vida y lo enloquecido que anda el mundo en estos tiempos de zozobra.
Hoy he caminado un par de horas al lado del Estoico; lo considero un hombre sabio. Además, ama los árboles y, por su condición de ingeniero agrónomo, me explica las cualidades de alguno de los que vamos encontrándonos. Siempre me pregunta… Sobre mi quehacer periodístico o sobre otras cuestiones de la vida. Quiere saber. Es ponderado al hablar de política y coincidimos en que la verdad, ni es axioma ni es absoluta; tampoco la razón es patrimonio de nadie. Pero los humanos somos así, ya se sabe: egoístas, desmesuradamente ambiciosos en lo que al poder se refiere y preferimos practicar la destrucción para lograrlo antes que colaborar con los que en ese momento lo ejercen.
En fin, llegando al paso de La Llama nos sorprende un bosque de robles gigantes. Nos detenemos a observarlos con calma, hacemos fotos. El Estoico me asegura que nunca había visto robles tan altos ni con tanto volumen en la copa. Y eso que él es –ha sido–, a sus setenta y muchos años, todavía un trotamundos.

Hacemos un alto en Les Praeras, un collado aplanado en el que confluyen varios caminos. Además de mosquil para vacas y caballos, es también aparcamiento de coches para excursionistas y domingueros que vienen a airearse o a comer en el restaurante del lugar con el nombre del topónimo. No sentamos a almorzar los bocatas en una mesa corrida delante del local. Pedimos unas cervezas y la Avispa, entusiasmada todavía por el éxito alcanzado la noche anterior como maestra escanciadora, pide una botella de sidra y 14 vasos ¡¡14! Y el dueño, Aladino, la mira con ojos de asombro y ganas de tirársele al cuello mientras le dice que con un vaso basta. ¡Basta! A lo sumo dos. La Avispa no entiende el motivo de tal regañina y protesta mientras regresa refunfuñando a la mesa. Le explicamos que la sidra se sirve de “culín” en “culín”, en un único vaso. “Ah, ya entiendo entonces… No sabía…”, se disculpa mientras se troncha de risa.
Y hablando de risas y regañinas. María Dolores, nuestra Regañona oficial por méritos propios según sus admiradores y amigos, cesó en su cargo por voluntad propia para la organización de este viaje, pasándole los “trastos” a la Feliz Mariposa. Y, la verdad, nunca estuvo María Dolores tan resplandeciente y feliz, sonriente y gozosa como en esta travesía, liberada ya de la responsabilidad de tener que amonestar y tratar con paños calientes a tanto inmaduro, cascarrabias, autista y caprichoso como hay en el grupo, dicho sin ánimo de molestar ni ofender. Tan feliz la hemos visto estos días, tras haber dejado el cargo, que algunos hemos pensado que estaba a punto de florecer como los cerezos de Neruda o, lo que es lo mismo, ante una nueva primavera. También creo que se merece, si así lo desea, que le cambiemos el nombre de guerra. Está en su derecho de reclamar este cambio. El mismo derecho que asiste, por ejemplo, a Cayetano Martínez de Irujo, que, habiéndose hartado de “eso”, la Iglesia, sin culpa ni perjuicio, le otorga una nueva virginidad para que vuelva a casarse. Y eso que el chulo lleva con la púber diez años amancebado y viviendo en pecado. Es decir, que nuestra querida MD bien se merece que el Papa de nuestra Iglesia le conceda la bula y el derecho de renuncia al nombre de la Regañona; el derecho a obtener un nuevo nombre y con él disfrutar de una nueva vida. ¡No va a ser menos que el Cayetano ese!

Por su parte, África ha cumplido con creces el cometido de CEO (Chief Executive Officer), incluso con sobresaliente. Ha llevado el negociado de estos incalificables viajeros como si de una empresa en proceso de reconversión se tratase, gestionándolo todo a la perfección. Ha propuesto, resuelto, echado cuentas, ejecutado… Y, con decisión, nos ha aclarado cualquier duda y cortado por lo sano cualquier protesta o amenaza de rebelión. Tan contenta y tan bien la hemos visto –volaba y revoloteaba mientras mandaba como la Feliz Mariposa que es–, que, por aclamación, la nombramos desde ya CEO vitalicia. ¡Que así sea! Y que los dioses nos la conserven salva e intacta; tan linda y tan lista, jacarandosa y jovial, tan generosa… Por muchos años.
O sea, que una porque deja los mandos y la otra por que asume galones, se han convertido en dos damas muy preciadas en el este club del Corro. Sentimos hacia ellas una profunda admiración y valoramos que, como el buen vino, cuanto más poso tienen, mucho mejor se conservan. Se les veía durante la travesía tan contentas a ambas que solo les faltó subirse a una escoba para echarse a volar cual hermosas Mari Popins cuando quedaba con su amigo del alma, el Limpiachimeneas, para folgar.
Pero volviendo a Les Praderes y al almuerzo campestre en el que nos habíamos quedado. Resulta que mientras dábamos cuenta del pertinente bocadillo y Maruja escanciaba embelesada y a su manera la botella de sidra… Ahora, sí, tirando de pulso a escasos centímetros del vaso, como si fuera un vulgar vino, se le acercó una cierva para reñirle ante el sacrílego escanceo que estaba practicando.

No vayáis a pensar que es magia o invención lo que acabo de contaros. La cierva existe. Se llama Bambi. ¡Y qué pesada se puso! Que no sacaba la cabeza de encima de la mesa para ver si alguien le daba algo de comer, ya fueran acelgas, unas hojas de lechuga… o un trozo de bocadillo, que uno no tiene ni idea lo qué comen estos bichos.
El ser tan singular hallado en estos pagos, es decir, Bambi, es una cierva feliz, a la que Aladino Montes halló recién nacida, por azar, un día de caza, salvándola, seguramente, de morir entre las garras de algún ave rapaz de las que habitan en Asturias. “Probablemente”, le comentó en su día a la prensa, el benefactor Aladino, “su madre habría muerto en el parto y yo tuve la fortuna de encontrármela”. Luego, el resto fue cosa hecha: Aladino se encariñó con ella, se la llevó a casa, la crió con mimo y biberón y ahora conviven, ambos, en el restaurante de Les Praderes, como si fueran familia.

Sea como fuere, la hermosa cervus elaphus husmea a todo el mundo que se acerca por sus pagos e, igual que convive con nosotros como el más cariñoso de los gatos, se deja acariciar por cualquier adulto o niño visitante. Bambi es la atracción del lugar. No hace asco a nada ni a nadie; se deja fotografiar. Todo el mundo la abraza. Y para que los cazadores no la maten, su protector ha pintado en sus lomos un disfraz: dos rayas blancas.
Tras el episodio de la cierva, la excursión exprés de Pepe al picu les Manos que hay detrás y el consabido descanso post almuerzo, remprendemos la marcha. Aún nos queda un buen tramo de subida hasta llegar al collado de Peñamayor, base del pico del mismo nombre y techo de la zona (1.140 m.) al que el Azogue sube, ¡cómo no!, casi corriendo. A partir de ahí todo es bajar y bajar hasta Melendreros.
Nos trasladamos en taxi a Pola de Laviana. El hotel Canzana está situado en lo alto de un cerro asomado sobre el valle del río Nalón. Las vistas son espectaculares.

Llevamos media travesía y, por ahora, todo marcha perfecto. Para la cena hemos acordado un menú con el hotel que incluye varios platos a escoger: sopa de marisco, ensalada templada, merluza al horno, cordero asado… Además de vino y postre. Cenamos bien; ni la cantidad ni la calidad de las viandas nos decepcionan.
A los entusiastas de cartas les falta tiempo para organizar la timba habitual. No lo hacen por dinero (que nunca lo hay por medio) sino por el placer de divertirse y discutir, enfrascarse en disquisiciones bizantinas sobre el juego o pelear hasta la extenuación por un naipe o unos puntos. El juego es, sin duda, una forma sana y feliz de ponerle colofón a una jornada rica en experiencias e intensa de andarines. Los que no estamos en eso del juego nos retiramos a los aposentos, como si fuéramos monjes. Algunos para hablar con sus nietos, con la esposa o la amante que, ¿quién sabe?, de todo tiene de haber en este mundo para que sea un mundo perfecto. Pensar, leer o ver la televisión también son opciones, una vez se echa la llave a la puerta.
(Continuará)