¡Nueve días ya sin ver el sol, atrapados en la niebla! Como si a la España vacía hubiese llegado una nueva maldición para cubrirla de sombras. Mas tiene sus ventajas… En momentos así, a mí lo que me atrae es perderme en el monte, sumergirme en ese territorio de duendes y magia que es el paisaje de mi infancia; caminar sin un rumbo fijo cual fantasma atrapado en una nube blanca mientras me empapo de silencio y quietud. Me gusta transitar por los viejos caminos que hollaron arrieros y monjes, vagar en medio del bosque milenario de encinas enraizadas entre masas graníticas y estratos de pizarra; divagar… Dejar que la mente se vaya muy lejos, a tiempos pretéritos, cuando el mundo era tan pequeño que cabía en un cascarón. Me gusta sentir cada paso que doy por el monte, ser consciente de ello, aferrarme a la compañía del vacío que me lleva, en la más absoluta soledad, de la mano… Una calma que ni siquiera los pájaros turban; quizá, porque esos tres grados bajo cero que hay en el aire les tienen ateridos, obligándolos a protegerse en el follaje, tiritando de frío.
Salgo a la calle pertrechado con mí forro polar y botas impermeables, el gorro de lana y los guantes. La cámara de fotos… A cada paso me asalta un recuerdo, una instantánea, un momento del gozo infantil que, como reflejo de un chispazo, revolotea entre los retazos de niebla que el aire, afilado por el hielo, zarandea. En mi mente reviven los juegos de infancia y las risas, los enredos. Es como si estuviese penetrando por el túnel del tiempo a la busca de aquel pasado gozoso.
Aunque no pasa nadie ni percibo el mínimo atisbo de vida, escucho aquellas voces, el jaleo del día a día cuando en Perniculás había medio centenar de niñas y otros tantos niños. Percibo los olores, el barro en la calle, las aguas estancadas en remansos trazados por las roderas de los carros; el olor a boñigas, el humo que, denso, huye por cien chimeneas para posarse después, condensado, en el suelo y dejar un regusto a los rachos(1) de encina quemada. Todo renace del pozo de la niebla como un ave fénix.
Paso por delante del frontón. Antaño era un lugar expuesto a los vientos; un centro de reunión donde los domingos por la tarde los mozos dirimían, en apasionados partidos de pelota, sus rencillas y celos. Allí, peleando cada punto como si en ello les fuera la vida, confrontaban preferencias por tal o cual moza al tiempo que mostraban su talento; el temple o la ira; o si, aun perdiendo, prevalecía la elegancia por encima del dulce regusto que otorga la victoria frente a los que, huraños, demostraban disgusto y ponían un rictus de amargura. Sin duda, el frontón era entonces escuela y un ágora, un perfecto escaparate para que cada mozo se mostrarse como era. Las mozas acudían, a veces, a ver los partidos y a saber…
El piso era de tierra. Cuando jugábamos los niños, si errábamos al golpear la pelota, esta volaba hacia el prado de Agapito y, ladera abajo, saltando como un galgo, llegaba hasta el muro de piedra que delimita las propiedades de Luján. ¡Ay, Julio Luján! Aquel señorito torero, de origen valenciano, que dio un braguetazo al casarse con Maruja, heredera y señora de fincas y predios. Propietaria, entre otras, de la cortina(2) adyacente al prado de Agapito, conocida como el Manzanal.
Hoy el frontón es una jaula metálica, amurallada como un campo de concentración, con el piso de cemento e iluminación artificial. Siempre está vacío.
Al otro lado del muro han habilitado un parque infantil y colocado algunos aparatos para hacer ejercicio. También hay una tirolina. Lo que no hay son niñas ni niños… Bueno, hay una niña en el pueblo. ¡Una niña! Personas mayores sí que hay. Muchas. Prácticamente todos los que viven aquí… Pero la gente prefiere caminar a enredarse con esos aparatos extraños. “Ya trabajamos bastante durante toda su vida”, suelen decir.
Paso por delante del caserón de El palacio (que tiene su historia) y de la iglesia, que permanece asentada desde hace varios siglos en sus muros perfectos de granito, construidos en impecable sillería.
Y detrás del campanario, mirando hacia el norte, a mitad de la cuesta, está el cementerio. Y más lejos… esos bosques de encinas que son un tesoro; encinas centenarias (alguna milenaria, quizá) cargadas de historia y de vida, gracias a la radioactividad y al uranio que esconde esta tierra.
El cementerio, sin embargo, es un extraño pastiche a caballo entre lo tradicional, lo mundano y lo moderno. Un disparate bucólico en el que los enterramientos en el suelo han ido remplazándolos por panteones de hormigón, donde los muertos quedan encerrados de por vida, aislados de todo contacto con el humus de “su” tierra. La tierra que los vio nacer, de la que venimos y somos. Porque somos tierra. ¡Y nuestra madre es la naturaleza! Pero así son los tiempos que corren, que todo se pervierte cuando el dinero está por medio. Y es el diablo, seguramente, el que se ocupa, malévolo, de estos despropósitos; ese diablo que, cuando no tiene nada qué hacer se dedica a gastarse el pecunio en construir panteones y nichos de cemento.
Me acerco al Reventón (El mirador del río Yeltes) y el horizonte se expande. La niebla es ahora más líquida, más ligera; como un envoltorio lechoso; casi transparente. La quietud es inmensa, infinita. No se escucha un ruido. Varios milanos planean hacia el teso de las Cercas. Un coche, que viene por la carretera de Villavieja, rasga el paisaje e hiere la armonía, rompe el silencio, se acerca, pasa por delante de mí y desaparece. No se ve un alma ni se oye voz alguna por ninguna parte.
El río, allí abajo, se asemeja a una balsa de aceite. Y el puente, firme y perenne como si lo hubiesen levantado ayer mismo (data de 1929) es el fiel testigo del abandono secular que ha sufrido el pueblo. Antaño estas huertas y vegas eran un hervidero de vida y de gente. En la de la Pelejona, por ejemplo, se cosechaban sacos de patatas por cientos (remolacha o alfalfa, maíz…) y en los terraplenes menos fértiles florecía un vergel de frutales (cerezos, perales, manzanas ciruelos, vides…) El cachón era entonces una fiesta, sobre todo en primavera y verano. Niños y ganado compartíamos un espacio único de praderas, entre corrientes de agua, donde cada día vivíamos una aventura: desde coger peces y cangrejos a mano hasta encaramarnos a los fresnos y alisos que jalonan las orillas de corrientes y meandros para explorar algún nido recién descubierto.
Ahora camino en silencio siguiendo el sendero que se abre entre la pesquera que entonces alimentaba de agua al molino –hoy abandonada– y las huertas de los Senaros, una extensión sumamente fértil, pero definitivamente perdida. Más perdida aún, si cabe, que la vida que apenas boquea, ya, por aquí. Todo ha sido ya devorado por zarzales y la exuberante maleza; por esa naturaleza que no encuentra obstáculos que la detenga.
Llego a los pontones que son una joya –una obra de arte– cuya existencia posibilita que los viajeros, en su andar a Villavieja, crucen el río sin mojarse. Son tantas las pisadas que la pontonera ha soportado a lo largo de los siglos, que cada pontón exhibe en lo alto una muesca ondulada a consecuencia del desgaste sufrido. La pontonera, en sí, no es nada compleja; es más el valor sentimental que tiene y la historia que hay detrás. En la práctica se trata de una hilera de mojones de granito tallados –en algunos tramos, doble, para así resistir mejor los embates del agua en tiempo de crecidas–, levantada en la época romana, cuando pasaba por aquí la Calzada de los Mártires, conocida también como el Camino del Hierro. Esta ruta partía de Salamanca en dirección a lo que es hoy Portugal.
Ahora, esta extraordinaria reliquia está a punto de quedar sepultada por la maleza y la desidia. La singular joya de la “ingeniería civil” romana, testigo de aquellos tiempos imperiales, fenece lentamente, enterrándose cada año un poco más bajo la basura que el Yeltes arrastra cuando arrecian las lluvias. En estos momentos, prácticamente, un número importante de pontones están ya sepultados al abrigo del olvido. ¡Y a nadie parece preocuparle!
Paso a la margen derecha del Yeltes y me encamino hacia la dehesa de la Conquista siguiendo el perfil del caozo que agrandó en su día la presa construida en los años ochenta del pasado siglo. Me alejo así del pueblo, que se extiende a mi espalda. Al llegar a lo más alto me giro para hacer una foto. La panorámica que se ofrece ante mí certifica la ubicación ideal del enclave. Recostado al final de un promontorio, mirando al suroeste, Perniculás se extiende, complacido, por la ladera, al abrigo de los aires fríos del norte que baten en invierno y del gélido cierzo que llega por el este, desde el interior.
Este lugar… me es tan querido, tan vívido.
¡Qué espectaculares puestas de sol se contemplan desde aquí! Sobre todo, cuando, por el oeste, se anuncian las borrascas que vienen de Portugal, enviando haces de nubes con cielos rojizos, contrastes claroscuros y un horizonte impresionista con los colores del arcoíris.
Tres hitos definen el skyline de Perniculás: el torreón del castillo, datado en el siglo XV; el caserón del palacio en el centro, también de la misma época; y la torre de la iglesia ubicada al extremo del cerro, en lo más alto.
Como fue tierra de nadie y de frontera durante siglos, el pueblo acumula leyendas apócrifas en las que se dan cuenta de secretos pasadizos, aunque nadie, por ahora, ha demostrado su existencia.
Camino hacia el puente de hierro construido en 1886; un proyecto de envergadura en la línea férrea que une las localidades de la Fuente de San Esteban y Barça de Alba, en Portugal. Ante la falta de viajeros y de rentabilidad, el Gobierno ordenó su cierre el 1 de enero de 1985 para declararla en el año 2000 Bien de Interés Cultural (BIC). Pero, después de 39 años, lo que queda de aquel ferrocarril –una obra ingente, espectacular en su tramo último, cuando tuvo que salvar la depresión que provoca el río Duero con una veintena de túneles y 13 puentes– es un “reptil” necrosado, de más de 60 kilómetros, y ya intransitable, entre traviesas podridas, zarzales, espinos y esos robles y encinas que durante estas décadas de olvido han ido brotando en la misma vía.
La niebla continua firme ocultándolo todo mientras camino; aunque, por momentos, en la pelea que mantiene con el sol, este parece vencer. Pero la temperatura del aire, muy superior a la del suelo cubierto de escarcha, provoca, otra vez, que se espese el manto blanco, cubriéndolo todo en un instante. ¡Vuelve la niebla impenetrable! Y, como si un mago oculto hubiese tocado a la atmósfera con su vara mágica, el retamar, todo, ¡todo!, ¡hasta el horizonte! desaparece.
Sé que, al fondo, si camino en línea recta, está la vía férrea. Lo sé porque por aquí viví, de niño, correrías y aventuras en días señalados como el Jueves Merendero o en la fiesta del Hornazo, en la Pascual de Resurrección. Puedo ir con los ojos cerrados, pienso, hasta el terraplén por el que se accede al principio del puente. Y así es. Zigzagueando entre las retamas llego hasta él sin problemas. Asiéndome a uno de los cables que aún cuelgan de uno de los portes de la que fuera la línea del telégrafo, “escalo” el terraplén y alcanzo la entrada del puente. Si el día fuese claro, las vistas serían espectaculares. Pero hoy se ve solo una “sábana” blanca, infinita, mientras tengo la sensación de estar en el limbo.
Me fijo en el puente abandonado, que se me antoja un viejo transatlántico flotando sobre espuma. Parece transitable, aunque no sé por cuanto tiempo. Me adentro por el carril de madera construido en su parte derecha y coloco mi mano en la barandilla herrumbrosa; por si acaso. Hay tablas rotas; algunas podridas y otras están empezando a pudrirse. Me paro en el centro, miro hacia abajo. Si caigo… Una familia de patos nada tranquila husmeando entre los juncos de la orilla. Varias cigüeñas pasean despreocupadas en un claro, allá, junto a las huertas. El silencio y la quietud son tan fuertes que siento su abrazo; me envuelve su presencia. Cruzo al otro lado y estoy ya en Villavieja, en su término municipal. Recorro un centenar de metros por la vía y me topo con la vieja vereda que la cruza, giro a la derecha y comienzo el camino de vuelta. Esta es zona umbría, con abundante vegetación, casi salvaje, rodeada de prados en los que intuyo la silueta de alguna vaca pastando. Me detengo a contemplar el musgo de los muros levantados piedra a piedra sin ningún tipo de mezcla que las una… ¡Arte puro! Hago varias fotos.
Unos metros más adelante, paso por en medio de la que fue en su día una mina de uranio a cielo abierto, aunque ya hace algunos años que se rellenaron los pozos y se restauró el terreno devolviéndolo a su estado original… más o menos.
A partir de aquí el campo y caminos se muestran más abiertos aunque el día sigue atrapado en la nube de niebla. Oigo un rugido… La explosión de un motor… ¡Un coche! Mas no, no es un coche. De pronto aparece un mono embutido en un casco a toda velocidad, pasa a mi lado volando sobre un kuart. Apenas le veo la cara… ¡Me ha parecido casi un niño… un adolescente! Alguien a quien caminar le producirá sarpullido. Y no hablemos ya de lo que para este marciano debe significar la Naturaleza.
Otra vez de vuelta en el pueblo. Paso por la pontonera de nuevo y completo la ruta circular. Todo sigue igual. Perniculás dormita acunado por la bruma del paisaje. Han pasado tres horas (que podrían ser cien mil) y la vida, en este rincón del planeta, continua imperturbable. Las mismas imágenes, los mismos sueños, los mismos recuerdos…
Notas del autor.-
(1) rachos: los trozos resultantes de romper los troncos de los árboles con las cuñas y marra.
(2) cortina: generalmente, denominamos así a aquellas huertas de secano que están en las inmediaciones del pueblo.
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GALERÍA FOTOGRÁFICA
Preciosa descripción apoyada en madura reflexión.
Alfonso
Gracias por reflejar maravillosamente unas vivencias que, únicamente cambiando los nombres, son las mías. Y qué lugar tan extraordinario nos espera cuando huimos del “mundanal ruido” y podemos encontrarnos con los mismos árboles paredes y cortinas de nuestra infancia.
He caminado al leerlo, por las sendas de mi infancia. Todo me resultaba familiar en el paisaje (las encinas, el rio, el puente, las vias de tren cubiertas de maleza,…) Mis raìces extremeñas se asemejan a esas tuyas en tierras castellanas. Hasta las palabras son idènticas. Un placer leerte.