A tres grados bajo cero

Es inevitable recordar, al mirar por la ventana, aquellos días de infancia cuando mi madre nos arrebataba del sueño y nos sacaba de la cama a mi hermano y a mí, casi a rastras, para que mi padre –que nos había “puesto deberes” para antes de ir a la escuela– no se enfadase si, ante nuestra ausencia en el corral, volvía, contrariado, preguntando dónde cojones estábamos.

              Tendríamos 8 o 9 años, demasiado frío y mucho sueño todavía como para salir diligentes de la hurera e ir a arrear las vacas hasta donde se reunía la boyada o para echarle de comer a los cerdos; limpiar las boñigas de las tenadas, llenar algún saco de paja… Quehaceres, todos, que, a nuestra edad, entre la helada que había y la escasez de ganas y fuerzas, nos resultaban doblemente costosos.

              Tras el enésimo reclamo de mi madre, perentorio y urgente, dejábamos aquel cálido nido donde habitaban los sueños y, como dos ratoncillos, corríamos hasta la chimenea donde ardía un fuego vivo y reparador. Allí mismo nos vestíamos y envueltos en cariño, mucha dulzura y lisonja por parte de nuestra madre, salíamos a la calle donde la escarcha pintaba de un blanco intenso la soledad y el paisaje.

              Cada instante de aquellos días es un hilo del que hoy podría tirar hasta formar un ovillo gigante, tan vivo es el recuerdo. El agua congelada en los cántaros, el carámbano de los charcos, el suelo y el barro duros como el pedernal… Y en las orejas, manos y pies, sabañones. En la punta de la nariz se formaba una gota humeante que, poco a poco, iba transformándose en perla hasta rodar sobre los labios, la barbilla, rebotar en la chaqueta de pana que nos había hecho el señor Fulgencio… y estrellarse en el suelo.

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