Al Simancón y al Reloj explorando caminos

Uno de los placeres que ofrece la montaña es descubrir rutas nuevas, rebuscar y trazar por intrincados senderos, indagar en simas y laberintos… En este club, todavía, hay quien practica la disidencia; la de arrancar desde el punto de partida acordado cual ave que escapa de la jaula en busca de libertad, dispuesto a llegar a la cumbre por donde a uno, a su entender, le guía el instinto.

              Como siempre, el sábado pasado sucedió algo así. De la quincena que éramos, un grupo de cinco (el grupo A) optó por subir al Simancón y al Reloj por el puerto de las Presillas y, bordeando gran parte de los mogotes calizos que quedan a la izquierda, dentro del conglomerado que conforma la sierra del Endrinal, intentamos salvar el extraordinario lapiaz sin perder altura, para, al final, caer en la trampa cuando ya teníamos enfrente la cumbre del Simancón, y adentrarnos de lleno, casi sin querer, en ese mar kárstico (¡una maravilla!) sembrado de simas y rocas afiladas como cuchillos, que, obviamente, es complicado cruzar si se anda escaso de energía, aunque, por el contrario, resultará extraordinariamente entretenido saltar sobre ellas si se tienen fuerzas suficientes. De otro modo, sumergirse en ese laberinto que parece no acabar nunca agota a cualquiera.

Atravesando un mar kárstico./ Foto JM
Atravesando un mar kárstico./ Foto JM

              Solo Isabel se quejaba; el resto, en silencio, hacíamos lo que podíamos. Caminábamos apretando los dientes mientras buscábamos, subiendo y bajando, trepando, gateando, la mejor solución para encontrar la salida del indescifrable campo kárstico que nos había atrapado y que, aparentemente, visto desde lejos, no era más que una planicie fácil de salvar enterrada en una gran hoya.

              Saltabas, brincabas… hasta que de pronto te hundías otra vez intuyendo un sendero que te llevaba a otra trampa: a otra pared de cinco metros que te impedía avanzar. Mientras tanto, allí, enfrente, estaba mirándonos la mole caliza del Simancón con sus 1.566 metros, inmutable y perenne; una mole que en los últimos tramos no tiene ni una brizna de hierba pues no hay un rincón en donde la tierra se amolde y pueda dar vida a una planta.

En la cumbre del Simancón./ Foto JM
En la cumbre del Simancón./ Foto JM

              Cuando hollamos la cumbre, los cuatro componentes del grupo B que habían subido por la ruta habitual y más corta, ya habían llegado. Compartimos el tiempo de recuperación y el posado para hacernos las fotos de rigor y descendimos por esa pendiente de la cara este que, como es habitual, a unos encandila y a otros atormenta. La inclinación, casi vertical, en algún salto y las rocas relucientes y alisadas siempre provocan dudas e inseguridad en más de uno. La reacción inmediata es sentarte y bajar arrastrando el trasero. Pero, si no se tiene miedo y confías en tus piernas, avanzas con relativa facilidad trazando, en zigzag, hasta salvar esos 70 metros de desnivel que conducen al collado; un espinazo de rocas desnudas de apenas 100 metros, al final de los cuales comienza la subida al Reloj.

Bajando del Simancón hacia el Reloj./ Foto JM
Bajando del Simancón hacia el Reloj./ Foto JM

              Claro, antes ha habido que superar el miedo a rodar y caer al abismo, pues, cuando uno se bloquea, todos los fantasmas aparecen. Bajar esos 70 metros, recorrer con cautela el espinazo que une a ambos picos y comenzar a subir al Reloj (1.536 m) es un instante.  Al Reloj apenas hay 50 metros de subida; subida que al principio pesa en las piernas pues la bajada del Simancón ha sido exigente. Mas ya sabemos que el prurito de alcanzar las dos cumbres y la promesa de que en un cuarto de hora se desciende hasta la charca verde, una lagunita de agua en torno a la cual buscamos la sombra para almorzar y sestear, carga de renovadas energías hasta a los más reticentes.

              El Parque Natural de Grazalema, un conglomerado de rocas calizas, no retiene el agua. Puede haber caído el diluvio universal tres veces en una semana, que dos días después no se notará en absoluto en el cauce de arroyos ni las charcas. Por eso la charca verde tiene ese aspecto desaliñado y casi vacía, como a punto de secarse, aunque este otoño ha caído agua a mansalva.

El Reloj, visto desde el Simancón./ Foto JM
El Reloj, visto desde el Simancón./ Foto JM

              Si hay tiempo, hay siesta. Es uno de los ritos irrenunciables de este club. Y si el tiempo apremia porque nos hemos entretenido demasiado en otros menesteres, levantamos el campamento tras un breve reposo y regresamos haciendo una circular hasta llegar al punto de partida, junto al camping del pueblo de Grazalema.

              La vuelta siempre es tranquila y el sendero pica continuamente hacia abajo; está bien trazado y se ve que es muy transitado. Subir al Simancón y al Reloj es un clásico en esta sierra.

              Por el camino de vuelta alcanzo a Tomás, un sevillano jubilado que me cuenta que él sale a “pasear por la sierra”, prácticamente, a diario, pues su pareja actual es y vive en Grazalema. Yo le digo que a mí todavía “lo de pasear” no me seduce; que lo que me gusta es gatear por las piedras. Se sonríe… Ya nos veremos cualquier día, otra vez, por estos caminos, le insinúo. Y él recalca que con el espíritu que tengo… todavía quince años… Demasiados años, ¿no le parece, Tomás?, le digo yo. Para entones ya habré cumplido 85 y esos, sin duda, son demasiados, incluso para salir a pasear como usted.

El Simancón visto desde el Reloj./ Foto JM
El Simancón visto desde el Reloj./ Foto JM

              El último tramo de bajada, a la puesta del sol, es un espectáculo. Abajo, a los pies, el pueblo blanco de Grazalema con sus tejados lavados y rojos. Y enfrente el pico del Torreón y el perfil de la cuerda de crestas que lo une al San Cristobal. El descenso podría ser aún más gozoso si las piernas no estuviesen ya castigadas, tanto que obligan a tu mente a concentrarte al máximo para no tropezar o, en el peor de los casos, caerte y rodar ladera abajo.

              Un día más de disfrute. ¡El placer de vivir el presente! Cuando el entusiasmo rebosa, el cuerpo destila endorfinas y la mente se abre sin límites. Comentando las incidencias del día en el parking donde hemos dejado los coches; nos sentimos muy afortunados. Otra vez todos juntos… El grupo C también ha hecho su circuito. Sí, más tranquilo, pero igualmente estimulante y, por supuesto, enriquecedor.

Al final del laberinto./ Foto JM
Al final del laberinto./ Foto JM
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