Ruta del queso Idiazabal
3. Por el túnel de san Adrián,
entre dólmenes y monolitos

El cuarto día de marcha, domingo, lo iniciamos remontando por un bosque de hayas. Durante los primeros kilómetros de subida nos adelantan numerosos montañeros y caminantes, que, siendo día festivo y de descanso, aprovechan para ir a coger setas, solazarse perdiéndose en los bosques o para trepar montaña arriba y hollar las cumbres de Aiztkorri, Aitzbal, Beitollotsa, Gazteluaitz… Todos, picos de la zona.

             Unos y otros parecen tener prisa; así lo percibimos cuando los vemos alejarse. Nosotros, en cambio, disponemos de todo el tiempo del mundo, como suele decirse; disponemos del día entero para hacer la que va a ser una de las etapas más largas: ¡25 km! Así que nos tomamos con calma la subida. Nos paramos, miramos, disfrutamos del paisaje y de la luz que se filtra entre el follaje. El día promete…

             Cuando alcanzamos el punto más alto de la senda, aparece ante nosotros las Campas de Urbía, una zona de praderas onduladas donde se halla la fonda del mismo nombre que, afamada y concurrida, está ya hasta los topes a pesar de lo temprano que es.

             Por las lomas pastorean los rebaños de ovejas, caballos, vacas… Dejamos la pradera y avanzamos a buen ritmo por una senda fácil, serpenteando entre las hayas. Cada poco nos topamos con carteles anunciando túmulos funerarios, dólmenes y monolitos; señales inequívocas de la intensa actividad humana, prehistórica, que hubo en su momento por aquí. Nos cruzamos con más gente; grupos que van y vienen. ¡Afición y concurrencia! Se les ve sonreír felices.

             Una hora después alcanzamos la “frontera” (El túnel de san Adrián) entre Álava y Guipúzcoa; también Navarra está muy cerca. Este túnel, una apertura natural de 55 metros de largo y suficientemente alto para el paso de caballos, permite salvar la mole rocosa que delimita ambas provincias, los llamados Montes Vascos. Si la abertura tiene millones de años, lo que se sabe de su historia abarca más de una docena de miles. Además, es un lugar mágico; la panorámica que ofrece desde el umbral hacia el este es espectacular.

             En el Paleolítico Superior (13.000-15.000 años a.C.) ya lo utilizaban los habitantes de la zona como “lugar de residencia” y camino de paso en su pastoreo. Y en la Edad del Bronce (3.500 años a.C.) es conocido que vivió su esplendor; de aquella época se han encontrado vestigios de hogueras en el interior, así como cabañas y un enterramiento. Sin embargo, no está claro que los romanos anduvieran por aquí, aunque la calzada que pasa por él lleva su nombre. Estudios al respecto datan su construcción en la Edad Media. Precisamente, es en la Edad Media cuando, quizá, el túnel de san Adrián alcanza mayor gloria. Y otro tanto ocurre en los siglos XV y XVI cuando cobra relevancia inusitada al ser una de las vías importantes que comunican a España con Europa. También, en este resguardo natural y siempre lugar de paso, en algún momento de la historia, se construye una capilla, así como una venta-hospedería para dar comida y cobijo a los peregrinos. Fue puesto aduanero asimismo y lugar de vigilancia fronteriza. Hoy, sin embargo, apenas es senda de cordel para caminantes y pastores.

El túnel de san Adrián, paso natural entre Álava y Guipúzcoa hacia todos los destinos./ Foto Alfonso Lasso
El túnel de san Adrián, paso natural entre Álava y Guipúzcoa, cruce milenario de caminos./ Foto Alfonso Lasso

             Descendemos del túnel, remontamos, volvemos a bajar y pasamos tramos intrincados y “pozas” de barro; volvemos a subir… hasta que llegamos a la venta de Otzaurte, donde una parte del grupo aspira a comer un chuletón o cualquier otra vianda que le ofrezcan. Pero la venta está a rebosar de gente y apenas podemos tomar una caña en la terraza con una tapa; o comer –si alguien lo desea– el bocadillo que trae consigo.

             Tras la parada y el descanso, retomamos el sendero para realizar el último tramo del camino. Dos horas más tarde llegamos al hotel Alai, en el puerto de Etxegarate.

             El lugar no puede ser más inhóspito. Nos sorprende. Venimos de caminar todo el día por un bosque virgen, empapados de naturaleza y de barro, y acabamos la ruta en medio de una autopista, la A1, en un área de servicio de paso, con hotel, gasolinera y área de descanso para camiones.

Uno de los dólmenes que jalonan el camino en la Ruta del queso Idiazabal./ Foto Antonio Barros
Uno de los dólmenes que jalonan el camino en la Ruta del queso Idiazabal./ Foto Antonio Barros

             Al hotel se le ve rancio; huele a viejo. Está sucio. Enseguida lo imagino como un lugar para esconderse y alimentar las pesadillas. Las paredes, los pasillos y las habitaciones que nos tocan en suerte necesitan de pintura y mantenimiento; no digamos ya de higiene. El mobiliario es obsoleto y muy gastado, y en algún caso aparece medio roto o descascarillado; las camas son pequeñas y el colchón… puede que te hundas al caer sobre él o que salgas volando.

             Pero, de todo esto me consuelo y pienso que es solo por un día; una única noche la que pasaremos aquí, en este chiringuito. Y enseguida me crezco… Un viajero acostumbrado a dormir en cualquier parte y en condiciones, a veces, inimaginables, me digo, no puede permitirse remilgos; que ha probado ya camas peores. Aun así me rebelo. Hemos pagado a una empresa por la gestión de alojamientos… Y, desde esta perspectiva, el hotel Alai no es precisamente, el hotel de tus sueños.

A veces, no queda más remedio que hundirse en el barro./ Foto JM
A veces no queda más remedio que hundirse en el barro./ Foto JM

             Mas cambiemos pronto el chip y seamos positivos. Tras el aseo de rigor, ducha, limpieza de botas y pantalón y de otras salpicaduras de barro, además del consabido descanso tras la larga caminata, bajamos al comedor, una sala inmensa en la que apenas media docena de mesas están ocupadas.

             Trazo una panorámica visual y enseguida me imagino una película. No, mejor un cuento gore. El cuadro que ofrecen los comensales me retrae a La parada de los monstruos, película de culto, maravillosa, en la que una galería de seres deformes, trabajadores de un circo, deshoja sus miserias. Aquí, la composición del paisaje que observo es la de un cuadro gigante en el que cuerpos informes, asombrosamente obesos, celebran una reunión gastronómica. Si el cuadro fuera real, podría haberlo pintado el mismísimo Botero.

             La dueña, una campechana y oronda mujer, se acerca sonriendo mientras blande libreta y bolígrafo. “Qué, ustedes son los del queso…”, nos saluda. “Sí, somos “sus” clientes”, le decimos. Y subrayo el “sus” porque parece que desea amamantarnos; o quizá solo quiera mimarnos para que le hagamos propaganda.

             Ha preparado una mesa para nosotros en un rincón de la sala. Y justo enfrente, al otro lado del salón, departe el mismo número de comensales en otra; siete grandullones y una mujer. Por su aspecto, parecen camioneros. Se les oye hablar en portugués. Alguno es tan fornido y tan grandote que abulta por tres de nosotros. Me fijo en los que tengo enfrente: gesticulan, ríen y no paran de engullir. Se lo están pasando bien. Al cabo de un buen rato, la mujer les abandona… ¿También es camionera? ¿Y por qué no?  El resto aún resiste en la tertulia, se levantan todos a la vez y, bromeando como si fuera una pandilla, abandonan el cenáculo.

Las maravillas del bosque./ Foto Alfonso L.
Las maravillas del bosque./ Foto Alfonso L.

             Miro a la derecha. En el centro hay una mesa con un gigante sentado al que le cuelgan las enjundias como a los cerdos las mantecas. Una dama extraña en apariencia le da conversación. La señora, también entrada en carnes, tiene su presencia y gestos y maneras de madame de puticlub con cierto porte. ¿Quién es ella? ¿Su amante, su esposa, la hermana… o es cómplice y dueña de un antro secreto? Puede que sean socios, además de pareja, y estén de paso planificando fechorías; seguro que andan de caza de ninfas y efebos. Sí, tienen toda la pinta…

             La situación estratégica del lugar permite acceder a esta isla, en medio de la autopista, desde ambas direcciones de la A1 que comunica España con Francia. Además de hotel y un restaurante, hay gasolinera y un área amplia de descanso para aparcar camiones. De ahí el goteo constante de gente; unos paran para tomar un café o una cerveza; otros, fatigados, para descansar un rato o se quedan a pernoctar. Es por esto que el bar es un trasiego hasta bien avanzada la noche.

             Sin entrar en los detalles, la cena es suficiente. Y como acabamos pronto, algunos decidimos antes de subir a la habitación jugar la consabida partida de cartas. Buscamos una mesa en un rincón del bar y nos entregamos a ello. Los demás, como es sabido, se retiran a sus aposentos para atender ensoñaciones y cultivar esos amores que tienen estos días a distancia. Alguno se pone a estudiar los mapas y a empaparse de los misterios que jalonan los caminos de las tierras vascas por las que estamos transitando.

             Cuando llego a la habitación, el Wikipedia está dormido. Parece un angelito… bueno, un ángel gigante iluminado por la lampara del techo aun encendida. ¿¡Cómo encendida!? Pienso que al quedarse de golpe dormido se ha olvidado de apagarla. Pero no, la bombilla no se apaga. ¡No se apaga! Nervioso, intento no hacer ruido mientras pruebo todas las combinaciones que me ocurren apretando interruptores. ¡Nada, la luz sigue encendida! ¿Y si bajo a recepción? Pero enseguida desisto, porque, si me pongo a pedir explicaciones o solicito que nos cambien de habitación (en el caso de que haya otra disponible), pueden darnos las tantas gestionando este sainete.

             Que suban con una escalera y aflojen la bombilla es otra posibilidad, pero entonces Wikipedia se despierta, ¡seguro! Y no está bien robarle su sueño a un ángel y menos bajarle de los Cielos. Dejémosle en su gloria, pues. Eso sí, ahí está despatarrado, como siempre, con los pies fuera de la cama y un brazo colgando.

             Si a Wiki no le molesta la luz encendida, me digo, también puedo yo intentarlo y dormirme sin pensar en ella.

             Pero no hay manera de coger el sueño… Recurro a mis ejercicios de yoga y me concentro en la respiración. Inspira, expira; inspira, expira… ¡Joder!, qué faena. Es como estar en una sala de tortura. ¡Toda la noche con la luz encendida! ¡Joderrrrr! Inspira, expira, inspira, expira… Me meto debajo de las sábanas, juego a cerrar los ojos y  dormirme, cuento ovejas. Ya no puedo más y asomo la cabeza, abro un ojo…. Ahí sigue la puta bombilla encendida, pegada al techo, como si fuera una mosca blancuzca, algo pastosa.

             A ver, a ver. Piensa en positivo. Acepta el imprevisto. Total, si cierras los ojos, la luz no va a afectarte. ¿No? Pues eso, hale, hale, ¡a dormir! Y olvídate de la lámpara.

Silencio, paz y armonía en la infinitud mientras caminas./ Foto Antonio B.
Silencio, paz y armonía en la belleza que te envuelve mientras caminas./ Foto Antonio B.

Supongo que en algún momento me quedo dormido. Mas, ¡hostias, tú, qué pesadilla! El Gigante Gordinflón y la Madame que he visto en la cena, a los que  atribuí en mis pensamientos un comportamiento atrabiliarios, me han cogido por sorpresa y me tienen encerrado en una jaula de cristal mientras ellos, pomposamente, celebran el ritual de una misa. Sí, una misa. Porque él es un obispo. Sí, sí… ¡Un obispo!

             Ahí están los dos… ¡tan relajados! Como si oficiaran a diario. Dándole la espalda a la gente, como las misas antiguas. El lugar no lo distingo… Podría ser Aránzazu, su basílica.

             El obispo está en su salsa y viste hermosas galas. El alba, de un blanco impoluto, resbala suavemente por sus hombros posándose en sus pies, a los que calza con dos zapatos rojos. Los lleva relucientes. La cintura, tan voluminosa que tapa medio altar, la ciñe con un cíngulo verdoso rematado por dos borlas; los pliegues del ceñido le ocultan las mantecas que apenas disimula bajo el vuelo de los ropajes. La casulla le cae como una albarda, muy ajustada; barroca en los adornos y con encajes dorados realzados con argenta. La estola está historiada a más no poder; es un laberinto de ribetes e hilos azules que se cruzan pintando filigranas. En la cabeza porta un gorro… ¡Un gorro amarillo! Una indumentaria que podría ser la de un chef o ilustre cocinero. Mas creo que es una tiara… ¡A ver si este impostor resulta que es el Papa! ¡Menudo lío!

             Entre tanto la Madame actúa de monaguilla. ¡Está completamente desnuda! Aunque como aparece de espalda no provoca a nadie, ni a mí, que estoy dentro de la jaula, ni a la turba de fieles que siguen danzando, enloquecidos.

             Solo el Gigante Gordinflón, embutido en su atuendo papal, parece saber lo que hace; o da esa impresión. Porque, lo que son los fieles, no hacen más que retorcerse, saltar, reír… Como si estuvieran en una discoteca. Y yo allí encerrado, atrapado en la jaula de cristal en la que apenas tengo sitio para moverme, sin saber por qué ni para qué me han secuestrado. Hasta los santos que habitan las hornacinas de los muros y columnas se cimbrean satisfechos, alegres como esas gogos girls que animan las discotecas.

             En esto, la Madame toma el copón gigante que está sobre el altar, se da la vuelta, me mira y se viene hacia mí, ceremoniosa. Joder, ¿y ahora qué hago? ¿Qué va a hacerme? Me mira y me remira, nos miramos… Sus ojos son ardientes y me abrasan. Apenas disimula una sonrisa que más bien es un gesto de maldad. Luego se acerca a la jaula, levanta la tapa de la copa con su mano ensortijada y coge con cuidado una serpiente amarilla que introduce muy despacio por el único agujero que tiene la jaula.

             Doy un grito. ¡Aaaaggg! Y me despierto. (Los reptiles me dan pánico) No tengo idea de dónde estoy… Ah, sí, en la habitación… Me palpo y me descubro empapado en sudor.

             La bombilla sigue ahí… ¡Ahí sigue encendida.

(Continuará)                      

Por una vez, estamos todos, aunque no es frecuente./ Foto Antonio B.
Por una vez estamos todos, aunque no es frecuente./ Foto Antonio B.

 

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