Amanece despejado, pero no evita el desorden; el grupo se divide. Aunque se había hablado de ir todos juntos a desayunar a Segura, y desde allí reemprender la marcha, la mitad de los ocho que somos, no puede esperar tanto, y, antes de que salga el sol, se reúnen en el desván de Ondarre la Mariposa Feliz, el Emérito (que se ha apuntado a este viaje, convaleciente y muy perjudicado, según dice, de un fuerte resfriado) y el Wikipedia para prepararse café. Tuestan pan que riegan con aceite, golosean magdalenas… Mientras, el Estoico, como siempre, se prepara la infusión correspondiente; una de las varias que suele tomar al día. Pipi Calzaslargas apura su correspondiente tanque de café “americano” y el Conseguidor se abstiene y no sabe qué hacer, si venir al pueblo o no –cosa rara en él– que siempre halla una respuesta para seguir hacia adelante en la encrucijada de caminos.
La Crupier Alegre y yo decidimos irnos a Segura, como estaba previsto, y buscar una cafetería abierta. Es demasiado temprano, apenas clarea el día, pero tenemos confianza; por aquí se madruga. A la entrada del pueblo nos cruzamos con una mujer camino de sus quehaceres que nos saluda; un poco más adelante, otra, un tanto apresurada, hace lo mismo. Ambas nos han dado los buenos días como si nos conociesen de toda la vida. Le hemos devuelto el saludo y, al hacerlo (lo comentamos) tenemos la impresión de que existimos, “somos” alguien, se nos tiene en cuenta y al ser humano esto le agrada. Comentamos cómo un simple gesto, tan sencillo como es decir “hola” o “buenos días”, aumenta la autoestima o emocionalmente te eleva. Te sientes bien. De pronto te sientes acogido; “casi” eres de aquí. Ahora caminamos con otra alegría; vamos hacia el centro buscando esa cafetería abierta y, entre tanto, concluimos que esta práctica tan simple, como es saludar, que se practica aún en los pueblos, resulta, aparte de agradable, eficaz. Basta con regalar una sonrisa, un “hasta luego” o un “adiós” para que el día nos muestre otra perspectiva.
En la plaza Mayor encontramos abierto un café-panadería, que, olorosa y perfumada por el horneo del pan reciente, nos envuelve en su confort. El único cliente que hallamos al entrar es un chico negro que está pagando, en la caja, varias barras de pan y un gran paquete de bollos. Paga, sale y nos quedamos solos con la dueña, una mujer de mediana edad. Nos sonríe. “¿Qué desean? “Yo tomaré café con leche y una napolitana de esas recién hechas que tiene usted ahí”, le digo. Y la Crupier, le explica: “Un café cortito”. “Una uñita de café…” –escenifica juntado en paralelo, para que la entienda bien, el pulgar y el índice de la mano derecha, al tiempo que le regala una sonrisa–. “Y le añade agua hasta al borde… En una taza grande, por favor, si puede ser”, desmenuza la Crupier con voz suave, como suele hacer siempre, cuando entramos en un bar–. “Y una tostada de pan con aceite, por favor”, concluye.
Celebramos con gozo y alegría el desayuno, muy tranquilos, mientras entran y salen parroquianos. No son horas de hacer ruido y hablar alto; el silencio nos protege. Cada nuevo cliente que llega susurra lo que quiere… Nosotros pagamos y nos vamos. Antes activo el Wikiloc, configuro la ruta y nos encaminamos al encuentro del resto del grupo que ya van de camino. Les llevamos pan y dulces.
Como ayer, también hoy abunda el barro. Esto será una constante durante los seis días que dure la travesía. El paisaje es armonioso e increíble: todo verde, colinas, bosques, granjas, prados y pequeñas parcelas de cultivo por doquier. Subimos y bajamos constantemente hasta que, cuando nos acercamos al punto más alto de la ruta, empieza a llover. Entonces, cinco de los ocho del grupo optan por irse por la carretera y así de evitar el barro; no están dispuestos a atravesar por el bosque bajo la tromba de agua que cae en ese momento y hará del sendero un chapatal. Pero el Estoico, Pipi Calzaslargas y yo optamos por seguir la senda marcada en el mapa y enfrentarnos al chaparrón y lo que venga. A medida que avanzamos la sensación que nos envuelve es la de ir flotando. El bosque es un ser vivo al que le oímos respirar y quejarse bajo el golpeo de la lluvia. Remontamos en zigzag, sin más problemas, siguiendo una senda bien marcada entre pinos y helechos. Justo cuando alcanzamos la cumbre, deja de llover…
El horizonte se despeja y una masa verde, tachonada de picachos, se pierde hasta donde alcanza la vista entre madejas de nubes. Contactamos con el grupo por el móvil y nos cuentan que están en un restaurante. Nosotros tomamos el bocadillo e iniciamos el descenso sin abandonar del track de la ruta, que nos conducirá hasta Mirandaola, y de ahí, siguiendo el río Urola, a Legazpi, donde tenemos reserva de hotel con cena y desayuno.
El hotel Mauleon, en el que estamos alojados, es un edificio construido en 1920, según nos cuenta durante la cena, Arantxa, su propietaria. Como todos los edificios singulares, este palacete, genuino representante de la arquitectura regionalista vasca, catalogado de interés histórico artístico y protegido por la legislación, tiene una historia curiosa detrás. Según Arantxa, el edificio es fruto del azar. “Un día en el que la nieve impidió el paso del tren hacia Alsasua y los viajeros tuvieron que quedarse a pasar la noche aquí, el empresario Patricio Segura conoció al arquitecto Luis Astiazarán, con antecedentes familiares legazpiarras. Este llevaba consigo los planos de un proyecto de edificio para Alsasua y cuando el empresario se los vio le pidió que le hiciera una casa como aquella.
Como suele suceder, las fortunas van y vienen, ¿no? Como las familias. Estas se enriquecen o se arruinan, cambian de lugar, de hogar… mientras los avatares de la vida les vapulean. Sus bienes –en este caso el actual hotel Mouleón– también pasó por no pocas vicisitudes y manos. En su momento perteneció al PNV y cuando el lendakari Carlos Garaikoetxea dejó ese partido y fundó Eusko Alkartasuna, el edificio pasó a formar parte del patrimonio del nuevo partido. Luego más propietarios y más cambios; hasta que un cocinero, Esteban Mouleón, en 2001, completó la rehabilitación del edificio y abrió un restaurante en él. A partir de aquí más éxitos y fracasos, más aventuras… hasta que Aranxta, enfermera de profesión, consiguió hacer realidad el sueño de su vida: ser propietaria de este palacete y hacer un hotel en él.
Sí, el hotel tiene su encanto. Aunque sea de inspiración racionalista, incorpora detalles modernistas, muy propios de la época de su construcción; como, por ejemplo, algún detalle en vidrieras y puertas. Abunda la madera. La escalera es un buen ejemplo. Las habitaciones son amplias y el trato, así como el ambiente, es amble y familiar.
Pero nosotros, viajeros, apenas disfrutamos del hotel y su calma confortable. Porque nada más llegar y ducharnos nos echamos a la calle. Legazpi está en plena celebración de una de sus fiestas mayores, la de la Santa Cruz, con desfile y danzas de gigantes y cabezudos, actuaciones musicales y degustaciones de quesos y sardinas.
Encajonado, literalmente, entre montañas, a este pueblo de más de 8.000 habitantes se le ve pujante. Tomamos un café, paseamos mientras los últimos rayos de sol nos acompañan aún. Y, luego, de golpe, la tarde se recoge. Llega un viento frío y nosotros nos retiramos al hotel a descansar.
Tras la cena montamos esa timba que siempre nos relaja y nos abstrae de la fatiga. Cómo no, el juego nos relaja. Reímos. Así todo es más fácil; el juego es una efectiva medicina para recuperarse de la larga caminata…
La tercera etapa nos conduce al santuario de Aránzazu. Por delante tenemos 16 km, esta vez sí, de verdadera montaña pues hemos de remontar por el parque natural de Aizkorri Aratz, salvando un desnivel positivo de 864 metros y 566 negativos. Exceptuando el tramo de Legazpi a Mirandaola, que es donde empieza la ruta realmente, el resto del camino discurre en ascenso hasta pasar a la otra vertiente en las inmediaciones del pico Artzanburu, a 1.185 metros, y luego descender por una senda bien trazada hasta concluir la ruta.
Nada más salir de Legazpi nos encontramos a Georg que, despistado, no sabe por dónde tirar. El Estoico se le acerca y le interpela en inglés. Va, como nosotros, a Aránzazu. Le invitamos a seguirnos. Georg es alemán, no habla una palabra de español y apenas dos y media de la lengua de Shakespeare. Nos comenta que piensa pasarse seis meses viajando por España.
Georg es muy mayor, fino y delgado como un hilo sin un gramo de grasa. Tiene en su cara incrustada –es la sensación que da– una dentadura descomunal, de tamaño XL se me antoja, blanca como la nieve, que parece haber engarzado al fondo de su mandíbula con dos remaches ocultos. Es tan grande el artefacto que se le sale de la boca, literalmente; incluso aunque intente cerrarla no la cierra. Una circunstancia que nos atrae como un imán, consiguiendo que al mirarle le veamos siempre sonriendo. Sonríe aunque camine cuesta arriba y apriete los labios… Ahí está el tal Georg exhibiendo dentadura a la intemperie.
No sé por qué pienso que ha adquirido la prótesis, de saldo, en alguno de sus viajes trotamundos. Quizá se la vendió un chamán o brujo en el África profunda; o tal vez la adquirió en la Jemaa-el-Fna, de Marrakech, en uno de esos puestos donde, avispados sacamuelas, exhiben en una parva miles de piezas dentales: muelas, dientes, colmillos, dentaduras a elegir de todos los tamaños y formas imaginables.
Georg parece tan mayor… Puede que tenga 80 años. “Sí, sí, o quizá más”, dice el Estoico, que le mira con sana “envidia” al ver cómo camina, ágil, el tudesco. ¡Qué soltura! Apenas se muestra encorvado bajo el gran mochilón que transporta. Es como un ave zancuda: paso lento y y ceremonioso; pero seguro. Ritmo y energía, es lo que exhibe Georg.
Siempre picando hacia arriba, avanzamos por la carretera que lleva al embalse de Barrendiola, cruzamos por encima de la presa y nos adentrarnos ya en el parque natural de Arantz. Georg nos sigue de cerca; a veces nos adelanta. Va su bola.
Cuando llegamos a lo más alto de la ruta, justo cuando alcanzamos el collado y antes de comenzar el descenso a Aránzazu, nos detenemos a tomar el bocadillo. El día es luminoso y el cielo está completamente despejado. Los que han traído paraguas, lo abren; es la solución perfecta para tirarse en la hierba sin que el sol nos achicharre. Georg se acerca a una roca, se deja caer sobre el suelo y se recuesta, se descalza y se pone unas pantuflas. Le miramos de reojo; es imposible no mirarle. Su dentadura desprende extraños destellos dentro de su sonrisa perenne. Le miramos… Nos mira: Ríe, se sonríe, se ríe. Nos reímos.
Tras un tiempo de asueto, digestión e, incluso, unos minutos de sueño, reemprendemos la marcha. El Estoico –todo el tiempo elucubrando sobre la edad del teutón– le pregunta, en un aparte, qué edad tiene. Después de algún esfuerzo y aspavientos por ambas partes intentando hacerse comprender … “I am seventy-six”. “Ah, ah, ah”, responde Georg. “How many of you?” “Ah, ah, ah…” Como el idioma no les sirve, le ofrecemos uno de los bastones para que nos pinte en el suelo los años que tiene. ¡73!, escribe. ¡Pues no es tan mayor!, pensamos todos. Lo que sí hemos comprobado es que es duro como el pedernal.
La senda nos conduce hasta la puerta del mismo monasterio de Aránzazu, incrustado en un cañón, entre abruptas montañas. Es sábado y se observa turisteo; se ve que hasta aquí llega el negocio de tener a medio mundo bailando por ahí. Pipi Calzaslargas compra pan integral en un puesto callejero y “ecológico”, en el que una señora vende productos caseros –“supongo que bendecidos”, le digo, queriendo hacerle una gracia–, y yo compro rosquillas para celebrar el tercer día de ruta sin mayores contratiempos.
Luego vamos al hotel Sindika donde tenemos la reserva. Georg nos pide ayuda para coger habitación pues le cuesta hacerse entender. El Estoico le acompaña.
Las habitaciones son estupendas y la cena aún mejor. Cena muy sencilla, pero rica y abundante. Nos ponemos hasta el gorro de sopa. De segundo hay pescado, pollo asado… Tomamos vino de la tierra y recuperamos las fuerzas.
Como es fácil suponer, la historia, es decir la leyenda… de la Virgen de Aránzazu puede imaginarse. Todas las estatuillas de vírgenes que aparecen en el monte y acaban teniendo un santuario, responden a aconteceres parecidos. Alguien las coloca en lugares estratégicos para que luego las encuentren los que pastorean por allí, afirma Nieves Concostrina. Y debe ser cierto porque a esta, precisamente, la encontró entre unos espinos (de ahí el nombre: arantza = “espino”, y zu = “abundancia”) un pastor, allá por 1468. Emocionado el zagal, le faltó tiempo para bajar al pueblo y contar lo sucedido. Y como había mucha sequía por entonces, a sugerencia del mosén invitó al vecindario a subir en procesión al lugar del “milagro” y, claro, al Cielo le faltó tiempo para comenzar a soltar agua. Cabe suponer que Dios tenía ya preparados los cántaros. En fin…
Pues bien, aunque la “aparición” resultara sospechosa, la población (y el poder local, por supuesto) creyeron el milagro y a partir de ese momento se montó el lío padre; es decir, empiezan los milagros y, finalmente, el negocio fue engordando gestionado con sapiencia e interés por los nobles de Oñate y los frailes franciscanos. Y hasta hoy, que la estatuilla es la patrona de Guipúzcoa. Aunque, como suele suceder, a la susodicha se la venera en todas partes: desde México a Argentina, pasando por Filipinas y otros innumerables lugares a los que los frailes arribaron llevando la fe en Dios.
El sendero que traemos en descenso nos conduce hasta la misma basílica, donde nos topamos con una torre de piedras puntiagudas, que, cual las púas de un puercoespín, y a mi entender, extraña y sorprendente, rompe la armonía del paisaje, infinitamente verde.
Sin embargo, la basílica de Aránzazu tiene fama arquitectónica pues la autoría corresponde al estudio de Saénz de Oiza y Luis Laorga. En la fachada intervino el escultor Oteiza y en la decoración interior los reconocidos Luís Muñoz, pintor, y el escultor Chillida. Y, lo que son las cosas… El azar quiere también ponerle una guinda musical al afamado perifollo arquitectónico el día de nuestro descubrimiento. Resulta que para esta misma tarde hay programado un concierto con el genial y nonagenario pianista Joaquín Achúcarro, acompañado de la Orquesta Sinfónica de Bilbao, a beneficio de la investigación de las enfermedades raras o no frecuentes. ¡Gran noticia! Y gran milagro, pienso yo; pues, este que suscribe, recalcitrante ateo, interpreta este extraordinario evento como un “aviso” del Más Allá a fin de insuflarme algo de fe escuchado la música. ¿No dicen que la música amansa a las fieras? Pues eso. Algo así debió ocurrirle al botarate de san Pablo cuando Dios se mosqueó y lo tiró del caballo. En fin, ya veremos…
(Continuará)
Vaya etapa entretenida que habéis tenido!!!
Estupendo, Joaquín. Muchas gracias