Madeira, el jardín vertical infinito
6. Las levadas, oro y fuente de vida

Llevamos cinco días en Madeira y aún no hemos visto las levadas; ese “espectáculo” natural que la isla promociona como algo exclusivo. Miles de turistas llegan a diario atraídos por este reclamo y el clima; un maná que ha conseguido convertir a Madeira en una isla rica. Madeira, que fue pobre, pues apenas tiene un palmo de terreno para el cultivo, vive hoy en la abundancia que propicia sus levadas.

              Pero, ¿qué son las levadas y por qué tienen tanta fama? El origen de estas acequias –que son eso, canalizaciones de agua– se remonta a finales del siglo XV, cuando los colonos, conscientes de que el agua que necesitaban para regar el “oro blanco” de entonces (la caña de azúcar) y, más tarde, los viñedos, abundaba en el norte mientras en el sur –donde está la mayor parte de la tierra cultivable– la escasez era frecuente. Entonces decidieron llevar el agua como fuese a donde hiciera falta.

Atasco en la levada Do Caldeirao Verde./ Foto JM
Atasco en la levada Do Caldeirao Verde./ Foto JM

              Así nacieron las levadas, una red de más de 200 canalizaciones distintas que, a lo largo de 2.000 kilómetros (1.400 accesibles, hoy, a los turistas) dan forma al empeño de que también el sur y este de la isla dispusiesen siempre de agua. Para ello, los madeirenses esculpieron canales en las rocas salvando precipicios, perforaron túneles, levantaros puentes y acueductos, fijaron terraplenes… Toda una labor de ingeniería que les permitió, entonces –a partir del siglo XIX sobre todo– atender a sus necesidades agrícolas y, hoy, enriquecerse al haber puesto estos canales y sus accesos al alcance del turismo. Porque las levadas tienen una particularidad: son llanas. Solo mantienen un sutil desnivel para que el agua no se estanque. Y así, solamente siguiéndolas, puede hacerse plácidamente camino durante decenas de kilómetros.

              Esto permite que familias con niños, personas mayores, impedidos y hasta miedosos (han puesto quitamiedos y barandillas por todas partes, ante el abismo que, a veces, se abre a los pies del caminante) puedan seguir el curso del agua que, como un hilo de vida, penetra en los bosques de increíbles laurisilvas y helechos gigantes, tupidos y grandiosos; bosques de brezo y laurel suspendidos de las rocas. Y todo ello sumido en un jardín de plantas y de flores que, como paraguas gigantes, crean hermosos túneles de centenares de metros, sugestionando al visitante hasta el punto de que pudiera llegar a creerse que no está en el planeta Tierra sino viajando por un sueño.

Los parasoles del bosque.../ Foto JM
Los parasoles del bosque…/ Foto JM

              Sí, los recorridos por las levadas de Madeira son de tal belleza que no admiten peros. Aunque, si se me permite, uno es montañero y quisiera, también, decir que tanta calcetinada por llano, fatiga. A los que nos gusta gatear, subir, llega un momento en que lo fácil nos aburre. Y luego está el turismo; ese monstruo de desmedidas proporciones que lo devora todo; hasta la belleza. Como especie invasora que es, cuando la masa turística llega a una levada “famosa”, –una de esas que las empresas venden en sus catálogos–, el monstruo de mil cabezas convierte el cuadro natural del recorrido en un triste vertedero, en un pozo de ruido, en un espacio sin aire, común y triste. Los pájaros enmudecen y huyen, las mariposas e insectos se esconden y las plantas pierden brillo. La basura, como restos de una plaga, se incrusta entre rocas y raíces y, aquello que imaginábamos eterno, queda herido, envejece y pierde lentamente la vida. Hay levadas –las que se consideran más bellas– a las que sería mejor no ir o, si se va, procurar estar allí al amanecer. Porque resulta estresante tener que caminar atrapado en una cola, como las orugas que se unen en una procesionaria.

              Las levadas más famosas según las guías turísticas –no sé si las más bellas– son la Do Caldeirão Verde y Caldeirão do Inferno (25 kilómetros ida y vuelta) y la Levada de las 25 fuentes, de 16 kilómetros de recorrido. Al resto, sí, va gente, pero menos; incluso puede que, en más de una, si vas, el recorrido lo hagas casi solo.

              El primer “día de levada”, un lunes, nos vamos a la de Los Cedros y al bosque de Fanal, para acabar, a modo de “premio” que nos damos, en Seixal, gozando de sus piscinas naturales; un lugar espectacular, en el que todo el que quiso del grupo se bañó, a excepción de los que somos de secano.

El árbol escultura (viva) en el bosque de Fanal./ Foto JM
El árbol escultura (viva) en el bosque de Fanal./ Foto JM

              Pero, volviendo a la levada De los Cedros (12 km), no voy a repetirme en su descripción. Sobre su belleza y espectacularidad, nada que añadir a lo contado líneas atrás. Porque el misterio es muy simple: caminar por un sendero que discurre penetrando en la profundidad y soledad de los bosques mientras un curso de agua perenne, te arrulla; y así durante horas y muchos kilómetros. Luego, normalmente, se regresa por el mismo camino o se busca una alternativa que permita hacer un círculo. En nuestro caso, cuando llegamos a donde suele comenzar una levada –en un manantial o en una cascada–, nos desviamos 300 metros para remontar por un sendero en escalera hasta el bosque de Fanal, un altiplano desforestado, en el que pace una boyada de vacas lecheras, entre la que pasean los turistas, la mayoría llegados en coche hasta allí. La gracia del lugar –no sé si cuando la niebla cubre la pradera genera más encanto– son esas laurisilvas centenarias deformadas por el viento, que configuran extrañas esculturas y figuras fantasmagóricas. Turisteamos entre ellas, nos hacemos fotos con las vacas o subidos en los troncos retorcidos, acariciamos a los terneros como si fueran bebés y nos marchamos. En nuestro caso, nos vamos a Seixal, como he dicho, en busca de ese baño, aunque antes tenemos que caminar todavía ocho kilómetros hasta donde hemos dejado los coches.

Ay, la ternera, ¿qué tendrá? Y el instinto maternal./ Foto Mara
Ay, la ternera, ¿qué tendrá…? Y entonces surgió el instinto maternal./ Foto Mara

Hoy es martes y dedicamos el día a visitar la capital de Madeira, Funchal. Aunque no somos muy de andar por la urbe, caminamos un rato por las calles más antiguas antes de entrar al mercado. En la lonja de pescado no hay mucha variedad: algún atún, lapas, merluza, pargo y esos sables negros, amontonados en cada puesto, que dan miedo. Es el pez que más abunda por aquí, propio de Madeira y, a decir de los gastrónomos, puro manjar. Desde luego es singular: con ese color negro y esa boca enorme, dientes afilados como escarpias, ojos saltones y una cabeza demasiado grande, en opinión de naturalista profano, para el tamaño que tienen. Vive en las profundidades (a veces a 1.700 metros) y solo deja su guarida por las noches para salir a comer, que es cuando los madeirenses lo pescan con palangre.

El sable negro: dientes afilados, ojos grandes y cabeza descomunal./ Foto Pepe de Dios.
El sable negro: dientes afilados, ojos enormes y cabeza descomunal./ Foto Pepe de Dios.

              En cambio, en el área del mercado donde se exhiben las frutas, flores y artesanía el ambiente es muy distinto. Aquí los grupos de turistas se pisan unos a otros. Los precios se disparan y el folklor lo domina todo. Mujeres ataviadas con trajes regionales venden frutas exóticas a precio de oro. Y otro tanto ocurre con las flores, que las hay, además de originales pues estamos en el trópico, exultantemente bellas en colores y formas. Pero esto no es razón para pasarse con los precios, digo yo; ni que Funchal fuera Ginebra, una de las ciudades más caras del mundo.

              Ahora nos desplazamos a la parte más alta en el teleférico; hay que ver la ciudad desde arriba. Nos dividimos en dos grupos: unos nos vamos caminando para seguir una levada que nos permita regresar lentamente y dando un rodeo a la zona portuaria, donde hemos dejado los coches, y otros bajan directamente al jardín botánico en el segundo teleférico que funciona en la capital. De Funchal dejar constancia que si se aleja uno de las calles más antiguas a pie de puerto, resulta imposible caminar, dada la inclinación del terreno. Pudimos comprobarlo cuando abandonamos la levada y comenzamos a bajar hacia el puerto; teníamos que hacerlo “frenando” para no echarnos a rodar.

              De regreso a nuestro lar en Santo Antonio, celebramos el final del día con una opípara cena que Mara nos prepara con un guiso de bacalao, con el detalle por su parte –¡y muy agradecido por la mía!–  de haber cocinado un par de raciones sin cebolla, con tal de agradarme, ya que soy alérgico a esta verdura.

              Completamos el ágape con una ensalada variada, abundante y generosa en productos de la isla, que nos prepara Encarna, para concluir saboreando quesos, pasteles y frutas. Luego, ya se sabe… ¡A jugar! O a ver la tele, leer, a llamar a los amores por el WhatsApp o a ocuparse de la mamma que anda un poco depre. Y, en mi caso, a pergeñar algunas notas, leer un rato y… Es decir, cada uno a lo suyo.

              Ah, y pensar en el conejo; jamás se volvió a ver… ¿Qué habrá sido del bicho?

La masa de turistas se toma su tiempo de descanso junto a unos manantiales en la levada de las 25 fuentes./ Foto JM
La masa de turistas se toma su tiempo de descanso junto a uno de los manantiales en la levada de las 25 fuentes./ Foto JM

Es miércoles  y hoy recorreremos la levada de las 25 fuentes; 24 km si se hace completa. Gracias a las muchas alternativas que ofrece podemos esquivar en gran parte al gentío que a diario la visita. Efectivamente, es una de las más interesantes, con cascadas, manantiales y tramos de arbolado entretejido que actúa como parasol permanente para proteger al caminante del sol.

             A la vuelta nos acercamos al mirador de Cabo Girao que, con sus 580 metros, dicen que es uno de los más altos del mundo. El banco de niebla que flota, en ese momento, sobre el mar apenas nos deja adivinar el horizonte. Luego la niebla se va y, desde la plataforma acristalada que han construido para que los turistas se asomen, descubrimos, justo debajo, un barco de turistas que, como salmones remontando la corriente de aguas bravas, salta por la borda, en pelota picada, para bañarse, se suben, y vuelven a saltar.

             Abandonamos el mirador tras sufrir encantamiento; quizá solo sea mal de altura. Y nos dirigimos a Cámara de Lobos, allí cerca; un pueblito antiguo, de pescadores, pero que se ha convertido en centro turístico. Al llegar nos lo encontramos enjaezado de reclamos festivos, hoteles, restaurantes y apartamentos. Nos sentamos en una terraza junto al puerto para tomar una cerveza y nos da por cenar algo. “¡Ya que estamos aquí…!”

              Los que pedimos pulpo a la plancha acertamos, pero el resto…

              Y es que, con frecuencia, es muy común en los viajeros bajar la guardia y de ello se aprovecha el negocio hosteleros. Comento este hecho porque veo (a posteriori) en la página de Tripadvisor, referente a Sunny bar –lugar en el que cenamos– que de las 41 referencias que tiene el sitio, ni una le da el mínimo aprobado. Todas… ¡absolutamente todas! son negativas con la mínima puntuación, un 1 de 5. En cuanto a los comentarios, mejor olvidarlos; solo les falta a los clientes agraviados prenderle fuego al local.

              Lo curioso es que nosotros, que no sabíamos nada de esto, ya percibimos al sentarnos cierta energía negativa. La terraza está bien y las sillas son confortables… pero no hay ni un cliente, mientras que en las terrazas contiguas no cabe un alfiler. Sin duda, estaban mejor informados que nosotros.

Hasta en las cumbres, las flores./ Foto A Carmona
Hasta en las cumbres, las flores./ Foto A Carmona

              Ya desde el principio, el trato es un tanto displicente por parte de la chica que atiende las comandas. A su lado, como una estatua de sal, un camarero que no abre la boca y que, luego, es el que nos sirve. A Eva le traen, literalmente, el hueso del filete de rodaballo que ha pedido y al Estoico, al pagar, quieren cobrarle de más. Protesta educado y les hace saber que en lo único que han estado a la altura ha sido en los precios, que los tienen por las nubes. La dueña, encargada o lo que sea encoge de hombros y aguanta inmutable, no mueve un músculo, y el camarero-cara-de-pared-con-grietas y agrio, se hace el loco.

Hoy, jueves, visitamos otra levada; en esta ocasión la Do Furado (Ribeiro Frio a Portela) (22 km). Como el recorrido es muy largo, intercambiaremos las llaves de los coches cuando nos encontremos por el camino. La ruta, prácticamente, la hacemos solos; apenas nos cruzamos con un par de parejas. Y, en cuanto a o visto, no caber repetirse, todo dicho todo: vistas espectaculares, bosques asombrosos, precipicios, mucha agua y la senda fácil de seguir… Aunque una ingeniera forestal que nos topamos, justo cuando íbamos a adentrarnos en un tramo derruido, nos echó para atrás, y eso nos supuso tener que subir y bajar un par de kilómetros extra. Por lo demás, todo perfecto: caminata fácil y gozo al aire libre de un inigualable paisaje.

              De regreso a casa, la carretera nos conduce entre un pinar que nos sorprende: pinos gigantes, rectos hasta perderse en el cielo: La visión nos provocan el deseo de parar y perderse en ese bosque; un bosque para recordar…

Detalle del mercadillo de Santo Antonio./ Foto Mara
Detalle del mercadillo de Santo Antonio./ Foto Mara

El viernes… –“Mañana nadie va sacarme de casa”, anuncia el Conseguidor y hay voces que asienten, dando por hecho que el último día en Madeira será para holgar y óptimo para practicar la vagancia. Como mucho, se organizará una comilona, a fin de acabar con todas las existencias y manjares que unos y otros hemos reuniendo y aún no consumimos.

              Pero todavía es viernes y tenemos previsto visitar la más famosa de todas las levadas y, quizá, la más bella, a decir de Internet y las guías turísticas. La levada Do Caldeirao Verde y Caldeirao do Inferno, un recorrido de 25 kilómetros de ida y otros tantos de vuelta, de los que sólo haremos 16 pues la última parte se encuentra cerrada por derrumbes.

              Nos queda un poco lejos, a una hora de camino. Salimos de casa temprano, pero, aun así, apenas queda espacio donde aparcar cuando llegamos.

En el Caldeirao Verde./ Foto JM
En Do Caldeirao Verde./ Foto JM

              Es verdad, ya desde el comienzo la levada Do Caldeirao Verde resulta insuperable: árboles centenarios, túneles, canalizaciones imposibles cinceladas en la roca para salvar los mayores obstáculos y un gentío por el camino que, afortunadamente, a medida que pasan los kilómetros, va diluyéndose en medio del espectáculo vegetal que ofrece la ruta.

              El caldeirao verde es un cono asombroso de más de cien metros de altura, revestido de un jardín vertical, por el que cae el agua en cascada o en chorros de lágrimas a una poza azul. Todo un espectáculo frente al que se arremolinan los viajeros excursionistas, hacen fotos, se abrazan para celebrar el haber llegado hasta aquí, se bañan (algunos) y, ya superada la emoción, buscan un lugar para sentarse y dar cuenta del bocadillo. Son ocho kilómetros, y ahora toca hacerlos de vuelta.

              De regreso –víspera del último día en Madeira– compramos algunos caprichos en el supermercado para dar cumplida satisfacción a la propuesta de asueto y holganza que, según lo anunciado, consistirá en no hacer otra cosa que vaguear y comer. Ya veremos…

(Continuará)              

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