Madeira, el jardín vertical infinito
5. Domingo, día de asueto, tenis y fútbol

Nuestra Voltereta Revoltosa, profesora de Educación Física en un instituto público de Enseñanza Media de Andalucía, amenazó, días atrás, con exigirnos el domingo calma y tiempo para ver las finales de Wimbledon y la Eurocopa; ese punto y seguido entre Inglaterra y España, que, a los nacionalistas de bandera y lazo en su muñeca, tanta testosterona les genera y frustración, si «España» pierde.

              No nos pareció mal la propuesta y aceptamos. Pues, para entonces, ya llevaríamos tres días caminando duro y nos vendría bien un descanso. Además, en nuestro pueblo de adopción –Santo Antonio da Serra– se celebra un mercadillo matinal el domingo que, a decir de las guías turísticas, tiene su importancia y mucha fama. O sea, que tenemos plan para el día de «recogimiento» y del Señor.

              Amanece el santo día sin sobresaltos. Tras el desayuno de rigor y la ausencia de prisas, la expectación y discusión por si el conejo se atreverá a regresar, después de lo que África le dijo, alcanza un punto álgido.

              Pero, como suele suceder, las opiniones no coinciden; hay, incluso, quien propone cargarse al conejo.

              –No estaría mal una celebración gastronómica a su costa –oigo que alguien suelta por lo bajo.

              –Total, solo es un conejo… –añade otro desalmado.

              O sea, que, por lo que escucho… y traducido con todas las letras ¡hay quien pretende comérselo! Así, sin más. ¡Comérselo! Pero a la Mariposa Feliz la idea no le hace gracia, en absoluto, y se opone a engatusar al bicho, si es que aparece.

              –¡Con lo monito que está y lo buena persona que parece…! –alega en su defensa.

Vista general de la isla de Madeira. En el centro de la imagen los pilares que sostienen a la única pista que tiene el aeropuerto de Funchal que, como puede observarse, son absolutamente necesarios para prolonarla sobre el mar. Foto JM
Vista general de la isla de Madeira. En el centro de la imagen los pilares que sostienen la única pista que tiene el aeropuerto de Funchal que, como puede observarse, son absolutamente necesarios para prolonarla sobre el mar. Foto JM

              Entre tanto, la discusión se alarga en varios frentes. Ahora hablamos de la niebla… “¡Parece que estamos en invierno!” O elucubramos sobre cómo ir al pueblo… “Porque no vamos a coger el coche para un par de kilómetros. Podríamos ir andando”.

              –Sí, podríamos hacer una ruta pasando por el campo de golf, que nos lleva hasta el mismo San Antonio dando un rodeo –sugiere el Conseguidor, que, experto en desentrañar los entresijos cartográficos, ya ha estudiado a fondo la zona.

              Ya me parecía a mí raro que no fuéramos hoy a caminar, pienso al oírle.

              Mientras tanto, la niebla, como si fuera polvo diseminado por el viento, va y viene, se diluye o vuelve a aparecer con más fuerza. Las conversaciones se cruzan, las opiniones se confunden. El día avanza empujado por el sol, que quiere salir de una vez de entre la telaraña de nubes. El que no sale es el conejo. ¿Del lepórido? Ni rastro.

              A Santo Antonio en línea recta tardaríamos una media hora, pero el plan es pasar por las instalaciones del golf y luego seguir un carril asfaltado, dando un rodeo, que nos lleva hasta las inmediaciones del pueblo. Total, que en el día, supuestamente de descanso, vamos a tener nuestras dos o tres horas de marcha. Los caminantes somos así.

              Cuando salimos de casa, ya a media mañana, la luz se ha apoderado del cielo. Cruzamos por el Clube de golf Santo da Serra para iniciar la ruta acordada.

              No conozco muchos campos en los que se practica este juego, pero tuve la ocasión en Carmel (California) de acercarme hasta el que, dicen, es uno de los más bellos del mundo (y, desde luego, uno de los más caros) y después de observar las vistas que tiene este de Madeira, bien puede comparársele. Recuerdo a aquel ubicado al borde del mar Pacífico, sobre un acantilado verde, rodeado de un impresionante arbolado. Pues este le va a la zaga, aunque no tenga tan cerca el mar. El lugar es tan privilegiado que solo con pasearse por él se alarga la vida. O eso parece. Desde el club social y restaurante, ubicado en lo más alto, se divisa media isla, el mar azul abajo, las dos Islas Desiertas (así se llaman) en la distancia, la isla habitada de Porto Santo al noreste y ya, en una espectacular panorámica, como un cuadro gigante desplegado, el espléndido Cabo Sano Lorenzo; ese cuerno de unicornio recostado en el gran océano, que visitamos ayer.

              Cruzamos por delante del club, pasamos al lado del green del 18 (el campo es enorme, tiene 27 hoyos) y descendemos hasta un carril asfaltado, solitario, que discurre entre bosque autóctono salpicado de eucaliptos de repoblación, para aparecer en las inmediaciones del pueblo.

Detalle de la roca volcánica en un acantilado de Madeira./ Foto JM
Detalle de la roca volcánica en un acantilado de Madeira./ Foto JM

              El mercadillo está en plena actividad; aunque no nos sorprende demasiado. La globalización ha conseguido que lo que se vende en esta isla, en general, sea lo mismo que puede encontrarse en México o en Myanmar, en un rincón de Australia o en el altiplano boliviano. Obviamente, en Santo Antonio también hay productos autóctonos que no pueden adquirirse en otro lugar. El pan recién horneado o la bollería del día, por ejemplo; tampoco las broas y el pastel de miel que son golosinas particulares de la isla. Así mismo hay bebidas exclusivas, como la poncha elaborada a base de aguardiente, caña de azúcar y limón; o ese particular zumo de manzana (sidra), muy típico del pueblo, y que Mara y yo probamos sin que nos llegase a entusiasmar.

              Mientras hacemos boca para irnos a comer un buen cocido local a un restaurante, paseamos una hora entre tenderetes y, a veces, envueltos en aromas de fritanga y humaredas. El restaurante, apenas a unos metros del barullo, está vacío; nos sorprende; pero acertamos plenamente en la elección. Además de abundante, nos encantan el cocido que nos sirven, así como su contenido y presentación. Y el sabor… que aun recordamos. ¡Delicioso!

Un cocido muy particular./ Foto Mara
Un cocido muy particular./ Foto Mara

              Regresamos a casa pensando en la siesta. Pero hoy no habrá tal siesta. Por el camino de vuelta, la Voltereta Revoltosa se hace acompañar, en la emisora de radio que conecta con su móvil, de un par de locutores que más bien parecen feriantes; en el colmo del paroxismo, los charlatanes, expanden el mensaje de triunfo de Alcaraz aunque aún no ha comenzado el partido. Patri se sonríe y no da crédito; el apasionado narrador, ante el eminente comienzo de la final de Wimbledon, se estruja las meninges para ser original y se desgañita gritando. Menos mal que no nos ve nadie ni nos oye, pues podrían pensar que somos unos hooligans… O, simplemente, un grupo de horteras con transistor. Porque, como bien dice el viejo ripio… “No hay parto sin dolor ni hortera sin transistor”.

Adivinando las victorias de España y de Alcaraz, la M Feliz compró huevos de pava, etcétera./ Foto Pepe de D.
Adivinando las victorias de España y de Alcaraz, la M Feliz compró huevos de pava, etcétera./ Foto Pepe de D.

              Pero no, somos españoles, ¡españoles!, y marchamos ufanos, encantados, desarbolados de entusiasmo, si se quiere, porque la victoria de Alcaraz sobre Djokovic va a ser épica, de época e inapelable. Y Alcaraz –¡español!, ¡español!, ¡español!– aún no ha ganado ni un juego y ya “le está dando un repaso al serbio, mientras se le sube a la chepa, le muerde la yugular, y parece que no lo suelta”, vocifera el entregado locutor.

              El narrador, insisto, en su entusiasmo desbordado, anuncia ya, ya, ya –aunque solo han jugado tres juegos– una victoria épica del tenista murciano, una raza muy particular del pueblo de El Palmar. Victoria que nosotros, ¡por supuesto!, celebraremos con vítores y volteretas, y comiendo las dos docenas de huevos de pava (¡con dos yemas cada uno!) que la Mariposa Feliz acaba de comprar a un vendedor ambulante instalado en el arcén por donde acabamos de pasar.

              Nada más llegar a casa, Patricia, entusiasta del deporte y también deportista practicante, conecta su móvil con una emisora pirata británica para poder ver el tenis en directo. Otro tanto hacemos los interesados en tan magno evento. Luego Patri enciende la tele para ver el fútbol, que a este sí, lo retransmite en “abierto” una emisora portuguesa. Y ahí estamos todos: con un ojo en el móvil y el otro en el televisor.

              Sí, ahí nos tenéis mordiéndonos las uñas, penando por esos muchachos tatuados, que, en calzoncillos, corren detrás de una pelota. Como si la vida nos fuera en ello, opinamos, gritamos, aplaudimos, voceamos, protestamos… Pero ¿cómo, por qué este sentimiento patriótico sin control? Nosotros, que, salvo la Voltereta Revoltosa, tenemos escaso, por no decir nulo, interés por el fútbol y menos aún por el tenis, aquí estamos, ahora, al borde del infarto, sufriendo por unos “colores” que ni nos quitan ni nos ponen, que nos dan igual… Pero sí, aquí estamos, arremolinados y diciendo burradas (y bobadas) como auténticos forofos. Será eso de “la pertenencia”, supongo.  ¿O es cuestión de genética –algo antropológico– más que cultural, esa idea de “patria” gestada por los siglos de los siglos a base de practicar la impostura? Solo nos falta para completar este cuadro absurdo salir al balcón volteando cada uno una bandera. ¡Es el sentimiento!  Esa reacción química que te modula y une de por vida a un territorio, a un espacio, a una familia, a una idea. Es esa caldera repleta de emociones que se apodera de ti y te hace gritar, aplaudir, llorar por algo que en condiciones normales ni te va ni te viene. Ni fu ni fa.

Dos días antes, gracias a un chamán, celebramos ya los triunfos contra la Pérfida Albión. Aquí estos dos bailando en el abismo./ Foto JM
Dos días antes, gracias a un chamán, celebramos ya los triunfos contra la Pérfida Albión. Aquí estos dos bailando en el abismo, borrachos de victorias./ Foto JM

              La tarde resulta redonda. Gana España, gana Alcaraz… ¡Ganamos nosotros, jejeje! El Imperio (aquel en el que no se ponía el Sol), con la bendición del genial don Quijote de la Mancha y la ayuda de un Sancho Panza, el terrenal, y con la manita del Altísimo, al que más de uno atribuirá estos triunfos, ¡España, España, España! ha vencido en toda regla y buena lid a la Pérfida Albión, emulando antiguas gestas. Se ha vengado, al fin, seguro que piensan los creyentes de bandera en la muñeca, aquella derrota de la Armada Invencible que se tragó el mar fiero, frente a las costas inglesas, el verano de 1588. En fin…

Tras la recuperación del estrés provocado por tantas victorias (en tenis, en fútbol, en guapos, en feos…) unos se fueron a jugar a las cartas, otros a preparar la cena, el Azogue a conversar con su amada, el Estoico a rumiar la experiencia y un servidor a pergeñar estas notas.

              Y el conejo sin aparecer.

(Continuará)                           

4 comentarios Añade el tuyo
  1. Esta entrega es un relax entre tantos escritos plagados de subidas, ascensiones épicas, caminatas imposibles… por fin un día de asueto, un domingo festivo y deportivo. No te imagino saltando y elevando los brazos al cielo con los puntos de alcaraz o las jugada de ka selección…. pero a veces esta bien volverse a convertirse en niño o recuperar ciertas pasiones juvenilesdeportivas

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