Madeira, el jardín vertical infinito
3. Acantilados y el bosque de laurisilvas

Amanece un día radiante bajo un parasol de neblinas. En Villa Camelia no se ve el cielo. ¡Ay, el día…! Parece tan triste… Pero unos kilómetros más abajo, junto al mar, luce un sol radiante. Ahora sabemos que estamos sobre una colina en la que la niebla se enreda perenne; casi eterna.

              Cuando bajo de la habitación para hacerme el desayuno, África está ya en el porche degustando una taza de café aguado (“americano” como a ella le gusta). Observo que habla con alguien… ¡El conejo! Ese ser que ayer, al llegar, nos sorprendió haciéndonos gracias en el mismo jardín. El lepórido en cuanto me ve aparecer se escabulle.

              –Ha venido a saludarme –me dice la Mariposa Feliz, antes de que yo diga nada.

              –¿Qué tal has dormido? –le pregunto.

              –Bien, pero el colchón no es muy allá. ¡Me hundo! Quizá me busque otro sitio más sólido para esta noche… –aventura.

              –Así que ha venido el conejo –le digo.

              –¡Claro! He conversado un buen rato con él. Es un conejo elegante, encantador. Creo que juega al golf y todo. Como tiene el campo aquí cerca…

              La conversación, que, intuyo, promete, se ve interrumpida por la aparición de otros madrugadores que se incorporan, poco a poco, al ritual del desayuno. Café, té, huevos pasados por agua, pan reciente rociado con aceite de oliva virgen, bocadillos de jamón, fruta del tiempo, yogur… Cada uno se organiza a su modo y conveniencia para gozar de este tiempo de asueto y tranquilidad. La temperatura es la ideal; ni frío ni calor: 21 grados.

Una mirada singular de la costa./ Foto Pepe de Dios.
Una mirada singular de la costa./ Foto Pepe de Dios.

              –¡Hay que irse! –anuncia el Conseguidor después de media hora, interrumpiendo una charla sobre temas sin ninguna importancia; entre ellos, hablamos de la posibilidad de que un ser humano pueda entender a un conejo.

              Creo que el Conseguidor nos ve algo perezosos y lentos. ¡Se está tan bien aquí! No tenemos ninguna gana de meternos casi una hora en el coche para hacer esos 30 kilómetros hasta el principio de la ruta.

              Hemos decidido obviar las levadas por hoy; ya habrá tiempo. Las levadas son santo y seña de esta isla y maná para el negocio turístico. Así que, imagino, terminaremos hartándonos de ellas. Hoy vamos a ver qué nos depara esa Vereda Larano / Boca do Risco, que discurre por la costa norte hasta que demos la vuelta por un espectacular bosque de laurisilva.

              Por fin arrancamos.

              Como nuestra casa está en lo alto, nada más montarnos en los coches tenemos que bajar, subir y volver a bajar, para subir otra vez por carreteras estrechas y mal señalizadas. Damos más vueltas que un burro a una noria. Menos mal que, aunque Google nos lía con frecuencia, gracias a él tenemos la certeza de que llegaremos al sitio.

              En esta primera excursión descubrimos la isla desde el coche. ¡Es impresionante! Madeira es un vergel, un manto verde colgado, en algunos rincones, de paredes verticales de cientos de metros. Bosques cerrados, ¡impenetrables! Cultivos de viñas, plataneras y caña de azúcar en bancales levantados sobre palmos de terreno. Las viviendas, desperdigadas por las laderas o ancladas en agrestes promontorios, se asoman con frecuencia al borde de un precipicio. La mayoría son nuevas, sólidas y están encaladas. Funchal, la capital, tiene 115.000 habitantes; el resto, hasta completar las 270.000 empadronados en la isla, se reparten entre pequeños núcleos urbanos y en una dispersión asombrosa por la difícil orografía que conforma los 11 municipios, incluidos el de Funchal y el de la isla de Porto Santo.

En el corazón del bosque de laurisilvas./ Foto JM
En el corazón del bosque de laurisilvas./ Foto JM

              Ya estamos en el comienzo de la ruta; no hay muchos coches, pero es complicado encontrar un espacio en donde aparcar; la inclinación del terreno y la estrechez del camino no facilitan las cosas. Comenzamos a caminar por un sendero, prácticamente horizontal, trazado sobre el acantilado, a veces esculpido, literalmente, en la roca. A nuestra izquierda, el mar; la verticalidad impresiona. En algunos tramos, para salvar el miedo al abismo, hay colocados cables de acero a modo de barandilla que, sin duda, alivian a los que sufren de vértigo. La caída hasta el rompiente de las olas es de más de 200 metros. El mar reverbera desplegado allá abajo sobre un azul intensísimo, puro y aparentemente tranquilo; agazapado como la fiera que acecha, entre nubes de espuma, esperando a que alguien tropiece, se precipite al vacío y… ¡Comérselo! ¿O no será así? Quizá solo sea una perversión mía. Pero se le ve tan hermoso, tan libre, tan “oceánico”, que dan ganas de saltar y abrazarlo.

              Después de un recorrido un tanto “salvaje” –unos seis kilómetros– por la costa norte, en la que las vistas y el horizonte impresionan, llegamos a un cruce de caminos donde el turisteo suele darse la vuelta. Confluyen aquí tres senderos. La gente llega hasta este lugar elegido por los dioses y se relaja después de haber superado la tensión de los pasos difíciles del acantilado. Miran en derredor, toman fotografías… Y miran y miran otra vez, otean, buscan… Y al fin encuentran entre la espesura del monte bajo y los matorrales, un claro, un huequecito, ese espacio necesario para arranarse y hacer aguas menores (algunos también las hacen mayores), limpiarse el culo –dicho en román paladino– o el sexo con un pañuelo blanco que arrojan al suelo dejando, como los perros, la huella indeleble de su paso por allí.

Uno de esos nidos donde pone la marabunta el huevo./ Foto JM
Uno de esos nidos donde pone la marabunta el huevo./ Foto JM

              El resultado es asombroso: en medio de lo que puede pensarse que se asemeja al Paraíso, la turba “ancla” su recuerdo; un recuerdo en forma de bolo engurruñado… La huella irrefutable de una mala educación y falta de respeto a los que, como ellos, visitan Madeira para gozar de su belleza y tienen la prevención y el cuidado de llevar consigo una bolsita de plástico en la que recogen esos papelitos manchados con los propios efluvios.

              En un radio de acción de entre cincuenta y cien metros, el rebaño va dejando día tras día su singular estercolero. ¡Es increíble! Hasta huele mal. Apesta… Y si no es tiempo de vientos alisios, la pestilencia ahoga la dicha que nos propicia la contemplación del paisaje. Aunque da la impresión de que a las autoridades de Madeira no le importa este tema. No se ve ni un cartel sugiriendo, avisando o amenazando con una sanción por guarros y necios. La isla, por ahora, vive instalada en el éxito y estos basureros aún quedan lejos. Otra cosa será cuando el hedor llegue a Funchal.

              Nosotros, apenas nos detenemos; huimos, literalmente, de la mierda. Girando a la derecha hay un sendero que remonta en zigzag. Gateamos por él en medio de un bosque impresionante que nos lleva al Cabo de Larano, un mirador con unos 300 metros de caída en vertical hacia el mar y al que, prácticamente, ya no llega casi nadie.

Ante el abismo del Cabo Larano./ Foto JM
Ante el abismo del Cabo Larano./ Foto JM

              A partir de aquí, el camino sigue en descenso, llanea, para luego serpentear por un bosque impresionante, de un verde intenso, hermoso, tupido, de enormes laurisilvas y helechos gigantes. En un momento dado, llegamos a un merendero. Estamos solos. Sólo se oyen los trinos y el juego de los pájaros; el viento mece las copas de los árboles y nos arrulla con su música. Rachas de niebla húmeda se enredan en las ramas para, gota a gota, caer hasta el suelo y ablandar el camino.

Por el corazón del bosque de laurisilvas./ Foto JM
Cuando el camino te lleva por un mar de belleza./ Foto JM

              Somos montañeros y caminar es lo nuestro. Como concluimos temprano la ruta, decidimos acercarnos a Porto da Cruz, con la idea de bañarnos. Pero la playa es un guijarral impracticable y el oleaje del mar invita muy poco al baño. Damos un paseo por el pueblo y acabamos tomando una cerveza en Praça Velha, en Dino´s Bar.

              Como nos tienta la pereza y la tarde va cayendo, decidimos cenar algo. Aquí habrá buen pescado, pensamos.

              Nos atiende un chico joven, respetuoso y amable, que habla un español con acento pausado, propio de Centroamérica.

              –¿Cómo es que estás por aquí, en esta isla perdida en medio del océano? Porque tú, con ese acento, no eres de Madeira –intento saber.

              –Por el regalo que le han hecho a un amigo, que ha querido compartirlo conmigo –me responde, sonriendo y enigmático.

              Kenners es venezolano. Nos sirve las cervezas y unos cacahuetes.

              –No es normal –le digo– que un venezolano se pierda en estas tierras; más bien, tengo entendido, ustedes tiran para los Estados Unidos.

              –Ya, yo mismo había pensado irme para allá. Pero la vida da muchas vueltas, ¿no? La historia de mi amigo es una novela –dice, abarcando con la vista a todo el grupo que, expectante, clava los ojos en él

              –El regalo de un amigo… –insisto–. ¿Cómo es eso?

              –Sí, gracias al Facebook.

              Cuando mi amigo era pequeño, su papá se fue de Venezuela, desapareció, y lo dieron por muerto. Eso fue lo que siempre le contó a él la familia. Y lo mismo hicieron, respecto a mi amigo, con la familia de aquí, de Madeira, porque esta era la tierra de su papá. A estos familiares le contaron que el que había muerto era el niño, ¿comprenden? De esta forma se cortaron los vínculos al no haber ya lazos de sangre. Así se rompió la comunicación entre las familias de Venezuela y Madeira.

              –Pero por qué hizo eso la familia venezolana –pregunto.

              –Porque querían quedarse con la fortuna que el papá de mi amigo había reunido en Venezuela. Y pasaron los años…

              –¿Muchos, supongo? –quiero saber más.

              –Sí, muchos. Hasta que llegó el Facebook y a mi amigo le dio por buscar a su papá. Supongo que pensaba que, quizá, no hubiera muerto. ¡Y lo encontró! Lo encontró aquí, en Madeira, con su gente. Fue como si ambos hubiesen resucitado. Contactó con él y el padre le propuso venirse. Luego él me invitó a mí a venir. ¡Y aquí estoy!

              –Una historia curiosa, sí… Efectivamente, tú amigo podría escribir un libro.

              –Eso es lo que yo le digo yo.

              –O sea, que la familia venezolana de la madre de tu amigo conspiró para dejarlo sin herencia.

              –Exacto.

Vista desde Porto da Cruz./ Foto JM
Vista general de la costa desde Porto da Cruz./ Foto JM

              Entre tanta charla, apenas hemos pensado en la cena. Kenners nos ofrece un pargo acompañado de una ensalada y patatas fritas. Trae el pargo en una bandeja y nos lo muestra; parece estar vivo. Lo acompañaremos con otra cerveza…

              Cuando al fin nos levantamos de la mesa, el sol ya se escurre. La cara oeste de la isla, en este momento, se transforma en un cuadro infinito de asombrosos claroscuros. El verde intenso de las laderas choca con el azul profundo del mar. Pasamos por delante del cementerio del pueblo, incrustado en un barranco; llama la atención por la cantidad de flores que lo cubren. Un manto de colores y tinturas alfombran cada tumba. Más que un cementerio, parece un jardín de diseño.

Cementerio de Porto da Cruz./ Foto JM
Cementerio de Porto da Cruz./ Foto JM

              Aunque las distancias en la isla son cortas, el regreso a casa se alarga. Demasiado sube y baja por estrechas carreteras con curvas difíciles.

              Hemos gozado del sol durante el día, pero al remontar hasta Santo Antonio da Serra, nuestro pueblo de adopción, persiste la niebla; esa nube obstinada que, me temo, va hacernos creer, al llegar a casa cada día, que retrocedemos al invierno. Eso sí, con temperatura de primavera. Que no está mal. En Sevilla –hemos oído en la radio– sobrepasan los 40°.

              La timba de esta noche se anuncia emocionante. Hay ganas de juerga. Hemos vuelto pronto y no tenemos que hacernos la cena. Me apunto a la partida. Somos siete. Solo el Estoico, que asegura no haber jugado jamás a nada de nada, ni siquiera a las canicas de pequeño, y el Azogue, que ha de atender perentoriamente a sus amores familiares, se borran del gran acontecimiento. ¡Viva el Continental!

              La Voltereta Revoltosa, Patricia, anda un tanto enferma y se hace de rogar. Pero una vez que cede, y metida en harina, es la guerrera número uno; controla a todo el mundo. En la mesa y en el juego se conoce al caballero, asegura el dicho popular. “…Al caballero”. ¿Y de las damas que juegan, no tiene nada qué decir el acervo popular? Ah, es que las damas… La verdad es que estaba mal visto que jugasen. Por eso el idioma, el diccionario… es tan injusto con ellas.

              En fin, en esta partida la juegan cinco mujeres y dos hombres. A ver cómo nos va… a los hombres. Comienzo con ganas, como siempre; pero el bicho que alimenta mi impaciencia se harta muy pronto; enseguida me siento desbordado y no sé por dónde tirar. Parece que jugar a las cartas no es lo mío. Me cuesta menos hablar… Si me entran buenas cartas (comodines o naipes que liguen) se despierta mi interés; pero como no peguen ni con cola me desespero y desconecto… Pero, ¡ojo!, si juego me divierto; bromeo, participo soltando algún ripio de la puesta en escena… Incluso teorizo sobre distintas estrategias para ganar.

              El objetivo es ganar. Ganar siempre, ¿no? ¡Ganar! Por eso la Mariposa Feliz “se” pide toda carta suelta. “¿Esa? Me la pido. ¿Y esta? También me la pido. Me la pido, me la pido”, avasalla, sin pensarlo dos veces. Y es que, cuando alguien se desprende de una carta y a otra jugadora le conviene, tiene derecho a cogerla con la penalización de que ha de coger una carta más del montón de la mesa. Por eso hay jugadoras con más cartas en sus manos que días tiene el año. Un barullo que, a veces, les cuesta gestionar y que ralentizan el juego hasta el punto de que a algún jugador le da tiempo echarse una siesta.

              También la Gacela de la Umbrella, gusta de aplicar esta estrategia. “La quiero, la quiero, la quiero”, suele decir ella, mientras alarga sus dedos para tomar la carta de la mesa. Pipi Calzaslargas, en cambio, es más como yo. Se deja llevar… Y si las cosas le van bien se entusiasma, pero, si se le tuercen, se dedica a acumular naipes a destajo sin saber qué hacer con ellos. A veces, también nosotras ganamos porque el azar así lo quiere… Y entonces damos saltos de alegría y celebramos la victoria brindando con champán.

              La Crupier Alegre es la mejor y la más comedida. Atenta siempre, parece controlar el juego que hace cada uno; pide, suelta, roba, alega…, siempre con moderación y, generalmente, nos gana. Lo mismo que el Conseguidor, que la mata a la chita callando.

              Al fin y al cabo se trata de pasarlo bien y divertirse. Nos reímos mucho. “La quiero”. “Y yo”. “Me la pido”. “Yo también la quiero…” Y así se pasa el tiempo mientras el conejo que habita en el jardín lleva ya horas durmiendo.

(Continuará)              

 

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