Madeira, el jardín vertical infinito
2. Por carreteras imposibles

Efectivamente, en el momento de embarcar, en el último control, la azafata se pregunta, al igual que el que suscribe –a todas luces, ilegal y clandestino en ese momento–, cómo ha podido llegar hasta allí un sujeto sin una prueba tangible que le acredite. Lógicamente, la azafata no se fía del DNI que le muestro en la pantalla de mi móvil, ni de la tarjeta de embarque con el resguardo de facturación pegado al dorso; tampoco del documento de denuncia que escruta con empeño, aunque no sé si lo entiende. Entonces llama por línea interna a su jefa, le explica la situación, y ésta le da el visto bueno. “¡Que pase!” Y paso y me ubico en el avión con la sensación de no ser nadie, ni real ni imaginado, ¡nadie!, ni siquiera yo, que, aunque hablo, río y hago gestos y bromeo con los compañeros celebrando lo contento que me siento por haber superado el trance, tengo la rara percepción de estar en una nube. Como si la pesadilla de haber caído a un pozo me tuviese aún atrapado.

              El vuelo es tranquilo. Y el aterrizaje –como estamos avisados– nos parece aceptable, aunque cuando el avión vira hacia abajo el estómago se sube a la garganta y trata de escaparse por la boca. El rápido descenso y una pista mínima que muere, literalmente, en el mar, te deja la impresión, al tomar tierra, de que, por un pelo, no te estampas en el océano. Pero todo sale bien. Y los ahogados y los que han muerto de susto rompen a aplaudir como supervivientes de un naufragio mientras loan la maniobra del piloto.

Montañas y nubes, prácticamente permanentes, de Madeira./ Foto JM
Montañas y nubes, prácticamente perennes, de Madeira./ Foto JM

              Nada que reseñar sobre la agencia en la que hemos alquilado un par de Clíos para desplazarnos por la isla. Pero, en cuanto salimos del parking, descubrimos que, salvo los tramos de la autovía que circunda este promontorio volcánico de 57 km de largo por 22 de ancho, construidos a base de túneles y puentes, el resto de la red de carreteras es un laberinto en vertical, de pendientes imposibles. Y si no, preguntarle a Mara, la Gacela de la Umbrela que, nada más subirse al coche, tomar el volante y dejar la agencia, éste empieza a gatear por unas cuestas tan difíciles, siguiendo las indicaciones de don Google, que sus ruedas delanteras son como las patas de un caballo cuando baila y se pone «de manos». Ni en primera el clío gatea…

              Mara y Patri han sido las aguerridas conductoras que nos han llevado estos días, de acá para allá, sin la menor incidencia; como si hubiesen transitado toda la vida por estas cuestas. Y es que, igual que las personas, los coches se acostumbran al terreno; al cabo de dos días el Clío sube solo. Y Mara se sonríe, segura en sus dominios, como si fuese la autóctona más experta en trepar por caminos verticales e imposibles carreteras.

Descendiendo del bosque de los helechos giganes./ Foto JM
Descendiendo del bosque de los helechos giganes./ Foto JM

              Villa Camelia es nuestro hogar en los próximos diez días. Don Google se ha empeñado en que los siete kilómetros que tenemos que subir desde el aeropuerto hasta la casa los hagamos, prácticamente, en línea recta por atajos y carriles vecinales por los que apenas cabe un coche. ¡Que tormento! Y es que pasamos de estar a nivel del mar a residir en lo alto, a más de 700 metros.

              ¡Al fin hemos llegado! El lugar es asombroso, espectacular. Hay tres viviendas iguales, contiguas, pero estamos solos. En la fachada que da al sur, con el mar por horizonte, la casa tiene un porche acristalado y espacioso que se abre en abanico frente a una explanada de hierba verde, bien cuidada, por la que un conejo loco se pasea de vez en cuando haciendo piruetas para llamar la atención.

              –¡Mira, mira, un conejo! –grita la Mariposa Feliz cuando lo descubre retozando– ¡Ay, qué majo!

              Estamos rodeados de  parterres de dos metros con hortensias azuladas y mil flores. Hay plantas por todas partes, un huerto con matas aromáticas y frutales. Aunque lo mejor es el silencio… ¡Absoluto! Ni siquiera llega el ruido de los coches que se acercan al campo de golf (27 hoyos), situado a unos cientos de metros. En la zona abunda el lujo; hoteles con pedigrí y establecimientos exclusivos. Pero nosotros somos montañeros y cuando no estamos por ahí, trepando hacia las cumbres u hollando los caminos, nos recogemos en casa, donde compartimos menús, risas y juegos. Esto no quita que algún día no nos dé, también, por salir a celebrar un festín gastronómico.

Helechos gigantes./ Foto JM
Helechos gigantes./ Foto JM

              Villa Camelia es perfecta para nosotros. Tiene cuatro habitaciones con tres baños repartidas en dos plantas, un par de salones abiertos, amplios, y ambientes diferentes en distintos espacios; una cocina desahogada con todas las comodidades, además de ese porche acristalado sobre el que ya tenemos claro que va a ser nuestro “hogar” habitualmente. En él haremos la vida cuando no estemos trotando por ahí. Y de precio es asequible: poco más de 30 € al día por persona.

              El porche cuenta con dos mesas grandes: una para los encuentros culinarios y otra para el juego; que ya están los tahúres maquinando a ver cuándo, cómo y a qué hora comienzan en este viaje las timbas.

              Repartir las habitaciones nos ha sido muy fácil. Todo el mundo se pone enseguida de acuerdo, incluso las damas (Mara, África y Patricia), que comparten espacio con cama supletoria incluida, pues la villa ofertaba solo lecho para ocho personas. Y nosotros somos nueve.

              Mientras las tres gracias prometen concordia y aseguran que no van a pelearse, la Mariposa Feliz, resistente y madrugadora –siempre se levanta la primera, hace café y se prepara un opíparo desayuno–, ha escogido, generosa, el jergón complementario que, aunque no es muy confortable, según dice, como está a ras del suelo, tiene la ventaja de que, si se cae, no corre el riesgo de herirse. Lo mismo que ocurre con la vida: siempre nace una oportunidad de lo difícil. Y ahora, al tener peor colchón, madruga más, sale al jardín y se encuentra con el conejo, con el que departe largamente, contándose sus experiencias.

En el bosque encantado de los helechos./ Foto JM
En el bosque encantado de los helechos./ Foto JM

              ¡Ya estamos ubicados! Ahora toca organizarse con el tema del condumio. Decidimos bajar al supermercado Continente de Machico. Otra vez don Google nos lleva por donde le da la gana. Ahora, cuesta abajo… Y al ver tanta pendiente solo piensas que no fallen los frenos, por favor. ¡Que no fallen! Porque, si el coche se desboca, con una inclinación del 35-40%, seguro que acabamos hechos migas en el infierno.

              Cada cual compra lo que quiere. Resulta interesante observar a cada uno de los nueve tirando de su carro, auscultando estanterías, secciones, puestos y pasillos, mientras nos dejamos llevar por los deseos más ocultos y los más inconfesables caprichos. El Azogue, por ejemplo, se enajena, y todo lo que jamás compraría en vida normal, lo adquiere en abundancia en los viajes, por partida doble si se tercia; sobre todo golosinas y potingues… Que luego lo comparte, ofreciendo sus “tesoros” a todo el mundo. En mi caso, que también tengo tendencia a comprar más de la cuenta, he resuelto el problema, en parte, colocándome en la frente un artilugio con luz roja intermitente que me avisa al tiempo que clama como el que anima una manifestación: “¡Cálmate, contente! ¡Cálmate, contente!” Pero, ni por esas. Siempre lleno el carro y, a la postre, hago acopio de más de lo que debo. Otros, como el Estoico, rebuscan y rebuscan hasta encontrar lo que desean. Él ya es sabio en esto y compra lo mínimo de lo mínimo. ¡Sabe qué quiere para contentar su alma frugal! En realidad es un faquir… En fin, lo pasamos bien comprando y mejor organizando el frigorífico, que… “A ver… ¡Un hueco para lo mío, por favor!”. “¡Que somos nueve, coño!” “¡Dejad sitio!” Sí, nueve personas… Por dos bolsas de media cada uno, suman 18 bolsas. Ya me dirá usted, lectora (los hombres no se fijan en esto, normalmente), dónde metemos tanto cristo, además de lo superfluo y chuminás que hemos comprado. Sin embargo, nos reímos. Celebramos el barullo. Cada cual busca un rincón para “sus cosas” e, igual que hacendosas hormigas, ponemos a recaudo nuestras nutricias pertenencias. Esto alerta a los terribles himenópteros que, en tropel, acuden a visitarnos de inmediato, como ocurre al poco tiempo de llegar, cuando, a la vuelta de la primera marcha montañera, pillamos a miles de estos bichos degustando golosinas y galletas, impertérritos, con la tranquilidad que da el saber que estás en tu casa.

Vista de la costa de Madeira./ Foto JM
Vista de la costa de Madeira./ Foto JM

              Con todo, y a pesar de las hormigas, celebramos cada instante y la vida en general. Celebramos la suerte que tenemos de poder viajar así. Y lo estupendo… lo estupendo es que, aunque cada uno compra y compra lo que quiere, a la postre lo comparte.

              Apoyado en la barandilla que se asoma al gran salón de la planta baja, observo con regocijo que, como alborotado gallinero, cada cual ha hecho su nido… ¡Ya solo falta que pongamos los huevos!

              Ahora sí, ya está todo en orden. Estamos instalados y tenemos comida suficiente para iniciar La grande bouffe (La gran comilona), aquel sainete trágico del director Marco Ferreri, en el que Michel Picoli, Marcello Mastroianni, Philippe Noiret y Ugo Tognazzi deciden acabar con sus vidas comiendo hasta reventar. Lo nuestro no será para tanto, pero daremos cuenta, como se verá más delante, de exquisiteces culinarias, varias y abundantes, elaboradas por la mamma cocinitas, alias la Mariposa Feliz; por la Crupier Alegre y la Gacela de la Umbrela, además de una tortilla de patatas gigante que este cronista elaboró –jamás había hecho una tan grande– (y sin cebolla, por supuesto) que, a decir de los selectos comensales, estaba para chuparse los dedos.

Madeira, el mar y el velero./ Foto JM
Madeira, el mar y el velero./ Foto JM

              Pero no adelantaré acontecimientos sobre esta materia pues ahora toca –ya están los tahúres expectantes en sus respectivos asientos– comenzar el ritual de la partida de cartas.

              Cae la noche. Un manto de niebla tenue cubre los parterres y el césped de la explanada que hay delante de casa. La niebla nos recuerda la Navidad. Acabamos de llegar de achicharrarnos en Sevilla, y, que haga un tiempo así, se nos antoja un regalo de los dioses. Para la primera cena en Villa Camelia cada uno atiende a los caprichos que ha comprado horas antes; por eso resulta un tanto anárquica… Acabamos de aterrizar y estamos todavía en ese proceso de ajuste con los ritmos de la vida que todo viaje requiere; no le hemos tomado el pulso aún a los espacios compartidos ni al silencio; cada uno, en su excitación, se erige en protagonista. Hay que gozar de este tiempo que la vida nos regala.

              La mesa para el juego está dispuesta. “Hemos traído tres bajaras para que pueda jugar todo el mundo”, asegura, sonriendo, la Crupier Alegre. Al final se apuntan seis. Las cinco damas y el caballero Conseguidor que nunca falla y que además les hace trampas, según dicen, aunque él asegura que no… ¿Pues qué sentido tiene hacer trampas entre amigos, como no sea en plan de juerga? Sin embargo, ellas le vigilan, le escrutan cuando cuenta los tantos, le acusan de esconder los comodines bajo el culo para usarlos a su antojo o cuando más le conviene… La Revoltosa, Patri, se pone seria, se acelera, pega un golpe en la mesa y proclama a voz en grito que ha ganado. Celebra la victoria. Todos ríen.

              Las horas de la noche se estiran como el chicle. El Estoico se ha sentado ante el televisor y busca algo que le engatuse o le agrade. Ora escucha un concierto de música clásica, ora ve un documental sobre el apareamiento de las ranas. Nada de noticias, que dañan tanto el alma. En cambio, el Azogue, utilizando su móvil como escritorio de oficina, le cuenta a su Manuela del alma las vivencias acumuladas a lo largo del día. ¡No hay amor más firme, fuerte, ni más hablado que el que este querido amigo y su amada practican! Luego, se pone a leer artículos científicos, algunos tan extraños que cuando me los comenta me da la impresión de que se acerca el fin del mundo. Finalmente se enrolla con Duolingo y al rato se duerme.

              Solo quedo yo… Recostado en la cama, tomo notas, reflexiono mientras repaso los avatares del día.

              Abajo, en el porche, la algarabía del juego continúa.

(Continuará)

4 comentarios Añade el tuyo
  1. Leyéndote, me parece que he vuelto. Allí estuve, subiendo y bajando cuestas terribles en primers o andando y viendo esos helechos maravillosos. Qué bonita esa foto!

  2. Gracias, de nuevo, por compartir este viaje tan lleno de sorpresas. Os admiro, te admiro, por saber afrontar una contingencia tras otra. Aprendo…, luego seguiré leyéndote. Un placer.

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