Colombia, entre la realidad y la aventura
11. Un sueño extraño bajo el mosquitero

Concluye nuestra estancia en Minca. Contratamos una furgoneta que se cae a pedazos para que nos lleve al Parque Nacional Tayrona, a unos 40 kilómetros. Descendemos de la montaña y, como pasamos al lado de Santa Marta, nos acercamos a un centro comercial, en la periferia, para cambiar euros por pesos y comprar algo de comer, pues no tenemos ni idea de qué nos encontraremos en el parque, en lo a que la manutención se refiere.

              ¡Oh, sorpresa! Sorpresa porque en el centro comercial –que podría ser cualquiera de los que hay en España– descubrimos una muchedumbre comprando. Veintitantas cajas de cobro alineadas, y en todas colas con carros a rebosar… Me viene a la memoria, en ese momento, el mercado central de Santa Marta, en el que estuvimos hace unos días, y concluyo que aquel es ya una reliquia o, si se quiere, el epitafio de un mundo agonizante. Porque en el centro comercial sí que se ve dinamismo, color, vida… Imagino que la vieja Santa Marta terminará, con el tiempo, como tantas ciudades antiguas, en pastizal y majada del borreguismo turístico, aunque por ahora es un cuerpo inane aún, casi muerto.

              El traslado hasta el parque es tranquilo; la carretera es buena y con poco tráfico. Llegamos. La entrada al Tayrona se anuncia con gran tumulto: el barullo en las puertas de acceso, los empleados de uniforme, los carteles explicando las maravillas que podrán verse dentro, las cabinas para registrarse, pagar o sacar tiques; los taxis, los buscavidas acechando a los incautos, los vendedores ambulantes… Y, además… ¡hay cola para entrar! Los precios nos sorprenden: 24.000 pesos por un seguro obligatorio por si se sufre un accidente, y 100.000 pesos de entrada, en números redondos, por la estancia de tres días; esto, además del alojamiento que ya hemos pagado previamente por Internet.

Playa de ... Foto JM
Playa del Cabo en el P. N. Tayrona./ Foto JM

              Hay mucho guiri por aquí… Normal. Si uno lee los folletos sobre el parque es difícil resistirse a visitarlo. La literatura describe maravillas en los 150 kilómetros cuadrados que tiene: playas vírgenes, arrecifes, cascadas, flora y fauna singular, aves exóticas, fieras, restos arqueológicos… Es el Parque Nacional Natural Tayrona, un enclave único en las estribaciones de Sierra Nevada, que hunde sus raícese en el mar Caribe, al lado de Santa Marta. Pero… ¡Qué calor!

              Nos instalamos en la Posada Jasayma sin mayores contratiempos. A los singles nos toca el palomar que hay encima de las habitaciones normales, partido en dos espacios por un endeble tabique, pero sin cierre al exterior, con una barandilla abierta a la noche y a todos sus misterios; el techo es de ramas de palma. Es todo lo que nos separa de las amenazas de la selva: un tabique de aire y un mosquitero. Claro, para hacer frente a los visitantes nocturnos, cada cama cuenta con un mosquitero que, se supone, detendrá en primera instancia el ataque directo de cualquier ser vivo que pretenda chuparnos la sangre mientras dormimos; en concreto, de esos coleópteros que ya se sabe lo persistentes que son si huelen sangre humana.

Sobre el granito, la hoja./ Foto JM
Sobre el granito, la hoja./ Foto JM

              África y Alfonso se instalan en el palomar de la derecha y Pepe y yo, en el de la izquierda. Dejamos las mochilas y miramos al exterior desde nuestro torreón privilegiado… ¡Esto está muy bien! Alrededor solo se ve la imponente masa forestal. ¡Nos las prometemos felices! ¡Toda la noche a la intemperie, respirando las esencias de la selva…! ¡Sí, que maravilla dormir en medio de una naturaleza tan salvaje!

              Mas el encantamiento dura poco, tan poco como un azucarillo que cae en el café. Porque no hay baño ni ducha para nosotros; los servicios están en medio del campo, en-ca-Dios, con lo que si tenemos una urgencia a media noche hemos de bajar la escalera y arriesgarnos a que un jaguar hambriento, de esos que rondan por aquí, nos dé un susto de muerte o nos devore. Mas. ¿qué le vamos a hacer? ¡Muerte al pesimismo! Dado el calor y la humedad persistente, deberíamos estar contentos, ¿no?, porque, salvo el inconveniente señalado, hemos sido tocados por la suerte. Es una forma de verlo. Nosotros dormiremos a pata suelta, con la caricia del relente, mientras ellos tendrán que pelear con un calor pegajoso que, aunque se empeñen, no lograrán expulsar de sus habitaciones.

Saludo al caminante./ Foto JM
Saludo al caminante./ Foto JM

              Tenemos hambre, son las tres de la tarde y estamos en medio de la selva. El restaurante de la Posada Jasayma (por llamarlo algo) no funciona hoy; preguntamos y nos cuentan que, justo enfrente, está el Ecohotel Yachay, donde a lo mejor nos atienden. Allá nos desplazamos unos cuantos; otros prefieren quedarse y dar cuenta de lo que compraron en el super. “No hay problema”, nos dice una sonriente Lucía, cuando llegamos. Que sí, que nos dan de comer. Somos los únicos clientes. El local es comme il faut, todo él de madera y abierto al exterior por todas partes. Un barco flotando en la arboleda.

              Como lo nuestro es caminar –nos pone nerviosos la quietud–, estudiamos el mapa del parque y la posición, y decidimos acercarnos caminando a playa Cañaveral, a unos cuantos kilómetros. Llegamos con el último rayo de sol; ya no queda nadie por allí. Aun así, nos bañamos. El mar rompe con fuerza inusitada; da un poco de miedo. Se nos hace de noche. La luz se va tan rápido que la vuelta la hacemos a tientas, completamente a oscuras. Como la experiencia gastronómica en Yachay ha sido exitosa, allá volvemos –esta vez los diez– a cenar. A partir de hoy, el restaurante va a ser nuestro particular comedor los días que permanezcamos en Tayrona.

No hace falta decir más./ Foto JM
No hace falta decir más./ Foto JM

              A la vuelta, en el templete con mesas corridas que sirven de comedor en el complejo de la posada, los tahúres se reúnen para jugar a las cartas. Pepe y yo nos vamos al palomar a organizar el mosquitero y la cabeza con sus correspondientes pensamientos; él llama por teléfono a su amor, y yo escribo. Pepe trastea con la redecilla que le protegerá de las fieras aladas esta noche y se sorprende: si se cubre con ella la cabeza los pies les quedan descubiertos. “Mosquitero para niños. Vas a tener que dormir hecho un ovillo”, le digo. Pero él sigue dándole vueltas. Quizá encuentra la fórmula que le permita extenderlo para que le cubra todo el cuerpo. “Como se enteren los mosquitos, vas a ver…”, trato de animarle. “¡Menuda noche te espera!” Nos reímos. Celebramos el posible contratiempo y nos disponemos vivir intensamente lo que ocurra en las horas siguientes. Nos quedamos dormidos enseguida. Pepe duerme como un tronco; ni rastro de mosquitos.

La belleza en la roca./ Foto JM
La belleza en la roca./ Foto JM

              Nos despiertan los monos aulladores. ¡Qué miedo! Es como si del fondo de la tierra emergiesen los lamentos de los que penan en el fuego del infierno. ¡Retumba todo! Qué manera de quejarse. He leído que lo hacen para marcar territorio o avisar de que hay un peligro. El Azogue, que los oye, salta de la cama y corre para verlos; los encuentra y les hace algunas fotos. ¡Pepe es genial! Todo lo que se propone lo consigue. Y no le da importancia.

              Después del desayuno –¡los consabidos huevos en todos los formatos y formas posibles, pero siempre huevos!–, nos proponemos hacer una excursión bastante larga, a ratos por la costa, a ratos por la selva, en la que prevemos echar todo el día.

              Abandonamos el camino (que es lo que nos gusta) y nos adentramos entre la maleza al encuentro con el mar; por allí no se ve a nadie. Caminamos un buen trecho por la arena desierta, en mar abierto, hasta llegar a la playa Arenilla, una especie de cala con aguas amansadas, rodeada de un roquedal de granito que la protege. ¡Aquí sí hay turistas solazándose! ¡Podría ser un rincón del paraíso! Nos bañamos, descansamos y seguimos con la ruta. Volvemos al sendero que está señalizado, fotografiamos paisajes y plantas exóticas… De animales, ni rastro; demasiada presencia humana por aquí.  Mar azul, rocas de granito que refulgen y realzan el verde de la selva. Manglares, cocoteros, plataneras… Plantas que trepan y caen como nubes de espuma sobre la arena blanca.

              Cuando llevamos un buen trecho sin ver a nadie, en un claro del bosque, encontramos a una familia nativa despachando cocos verdes. A 7.000 pesos la pieza. Le compramos un par de ellos y admiramos su maestría para abrirlos. Los niños nos miran con curiosidad y en silencio; no nos quitan ojo. Solo hablan los hombres. Degustamos el líquido dulzón, caliente, y seguimos nuestra ruta.

Rico, rico... y calentito. El jugo de coco./ Foto JM
Rico, rico… y calentito. El jugo de coco./ Foto JM

              Al cabo de una hora, cuando parece que jamás volveremos a ver la civilización, desembocamos en la playa del Cabo, donde, ¡oh sorpresa!, una maraña de cuerpos jóvenes de piel clara y lechosa, cabellos rubios y con muchos tatuajes, disfrutan, desinhibidos, de las aguas caribeñas. ¡Ay, juventud divino tesoro! ¿De dónde sale esta algarabía? ¿Cómo llegaron hasta aquí? Un babel de lenguas se mezcla y se confunde. Hay también un cámping, bar y restaurante, socorristas… Todo, muy vaporoso y festivo. Reservamos mesa en el restaurante y continuamos nuestra marcha hacia Boca de Saco, una playa nudista, donde nos quedamos un buen rato y nos bañamos. Nos damos la vuelta, almorzamos en el restaurante y otra vez andando a la Posada Jasayma aunque hay quien regresa a lomos de una mula conducida por un nativo. En total, hoy hemos hecho 18 largos kilómetros.

              El último día en el parque de Tayrona decidimos acercarnos, caminando por supuesto, a la desembocadura del río Piedra, en la playa Los Naranjos, donde los folletos aseguran que pueden verse cocodrilos. El calor es infernal. Afortunadamente, el sendero discurre, la mayor parte del tiempo, por la sombra entre plantaciones: plataneras, cocoteros, mangos, guayabas; también hay alguna granja con gallinas y caballos para pasear a los turistas.

Tayrona, ese paraíso./ Foto JM
Tayrona, ese paraíso./ Foto JM

              Cuando llegamos al cauce del río nos tienta aventurarnos… ¿Y si nos metemos por ahí? ¡Y nos metemos! Pero el río (que no corre) es un arenal inmenso, seco, con pozas de aguas turbias y una vegetación impenetrable alrededor. Volvemos al camino después de dar varios tumbos, retomamos la senda y llegamos a la playa. ¡Ni un naranjo por aquí! ¿Por qué tendrá, pues, ese nombre? La selva se acaba de golpe… ¡Arena! ¡Arena y más arena! La playa es una línea difusa que se derrite bajo el sol, un hilo infinito; el mar rompe con furia. ¡La arena arde! Algunos nos quedamos al abrigo de los árboles contemplando el océano. Adolfo descubre una tarántula al mover una raíz para sentarse, y Barros asegura que le ha atacado una garrapata. Pepe y Alfonso se van en busca de los deseados cocodrilos.

              Pero ni bichos, ni aves, ni cocodrilos se ven; ni náufragos, ni barco a la deriva en el horizonte. ¡Nada! Solo un sol encendido que cae a plomo sobre el mar y la selva. Reina la soledad más absoluta. El romper de las olas es el único sonido. ¿La imagen? Un cartel explicando que es peligroso bañarse.

              Sentados en el suelo, justo en la línea que separa la arena de los árboles, nos preguntamos qué hacemos aquí. Estamos sobre un minúsculo punto del infinito universo, en algún lugar del mar del Caribe… Nos regocijamos con este rato de calma; el abandono y la charla nos vienen bien. Pero ni siquiera aguantamos una hora; decidimos regresar.

              Es la época seca y el polvo, cuando pisas, salta de tal modo que genera una nube envolvente, que, poco a poco, va posándose en la ropa y la piel, generando, unido al sudor, una especie de barniz que, a veces, provoca picores. Pero ya hemos llegado a Jasayma. Vamos a almorzar a Yachay  y luego… ¡Hoy toca siesta!

              Son las tres de la tarde y el calor y la humedad nos ahogan. Falta el aire. Tirado en la camota que me ha tocado en suerte, me siento como el capitán Benjamin L. Willard (Martin Sheen) en Apocalipse Now. Un poco aturdido como él después de la excursión de la mañana a ver los cocodrilos que no vimos. También algo perdido, sudoroso y en plena digestión tras el opíparo almuerzo en Yachay. Todo cubica y confunde. Tengo la impresión, como Willard, que el aire y la humedad de la selva ablandan el cerebro hasta confundirnos. Repaso la película en mi mente, y pienso en el loco Kurtz y en la extraña misión que Willard ha de llevar a cabo.

              Ahora mismo, desde aquí, en mi entrañable y ya familiar palomar después de dos noches durmiendo en él, me siento como en casa, tranquilo. En una experiencia sensorial provocada, dejo que las gotas de sudor frío resbalen por mi rostro como hilos de agua mientras escucho los sones de la selva. Me duermo. Y sueño e imagino… ¡Ay, un velo de novia! Sí, así se presenta ante mí este mosquitero, prendido en el techo, que cubre mi cuerpo como una nube, envolviéndome. Una copa invertida, vaporosa y transparente, que me arropa y me protege. No, mejor que sea un vestido… Un vestido como aquellos que las damas de la corte utilizaban en el siglo XVIII, en los que bajo su vuelo podían esconderse media docena de amantes. O los de las señoras del XIX con el estrafalario miriñaque. No, no… El vestido que me gusta en este sueño es el que lució Claudia Cardinale en el Gatopardo, en su boda con Alain Delon. Es el ideal. Sí, aquel que encandiló a la mayoría de invitados, especialmente a Burt Lancaster, en el baile barroco, tan viscontiano, del banquete. Ni pesado ni excesivo; lo justo de vaporoso, con la medida exacta para jugar dentro de él.

Playa desierta en P.N. Tayrona./ Foto JM
Playa desierta en P. N. Tayrona./ Foto JM

              ¿Jugar dentro de él? No, no, nada de esconderse. Mejor seguir peleando, porque lo que importa es Vivir, con mayúscula. Viajar, exprimir la vida; pues, como le dijo el garibaldino Tancredi Falconeri, a su tío, el príncipe Fabrizio Salina, “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”. ¡Ay, desperté!

              Pues eso, que como va a seguir todo en manos de los mismo, lo mejor que podemos hacer, me he dicho en el sueño que he tenido con Claudia Cardinale en el palomar de Tayrona, es seguir con el juego de la vida, sacándole el jugo a la experiencia colombiana como venimos haciendo desde hace 21 días.

              Vamos de acá para allá, exprimiendo cada instante del viaje. Discutimos sobre lo divino y lo humano: sobre la sexualización de las niñas y adolescentes, por ejemplo, o de las marrullerías que gobiernan la política; que la casta nos tiene hasta el gorro. Disfrutamos, también, comiendo en armonía esa papaya gigante que ha comprado África, o nos hartamos de sandía con la sandía de 10 kilos que ha comprado Pepe.  Nos reímos. Hablamos todos a la vez (¿qué importa?) y nos vamos por los cerros de Úbeda, tranquilamente, hasta que decidimos volver a la realidad, mientras nuestro muy querido Alfonso nos ilustra con sus hallazgos y puntualizaciones, que, a la postre, acarrean nuevos enredos. Viajar así es un placer porque el camino es tan ancho siempre, que todo y todos cabemos en este viaje.

              Cierro capítulo. Aunque todavía sigo enredado en el dichoso mosquitero, aunque la Cardinale se haya ido. Vuelvo a escuchar la sinfonía de la selva y, ya consciente, me pregunto: ¿qué más se puede pedir?

Seguimos caminando./ Foto JM
Seguimos caminando./ Foto JM

(Continuará)

 

 

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