Colombia, entre la realidad y la aventura
7. De ‘El Alto de las Letras’ al hábitat del colibrí

Una fina telaraña de lluvia y neblina nos envuelve durante un largo trecho en nuestro viaje hacia el este. Las montañas, en el horizonte a ambos lados. A la derecha, a veces más lejos otras más cerca, el río Magdalena en su curso buscando el Caribe. No lo vemos, pero lo sentimos; intuimos que está ahí por los afluentes que cruzamos, por las ciénagas que cada poco aparecen o por la vegetación de ribera…. Avanzamos por su margen derecha hasta que en La Dorada cruzamos el mítico río. Pasamos por Honda, Mariquita (donde hacemos una pausa para tomar un café), por Fresno… Poco a poco vamos adentrándonos en el macizo central por una carretera sinuosa, intrincada, aunque en buen estado, la nacional 50; una serpiente infinita con tráfico intenso –sobre todo de camiones pesados– que, con frecuencia, nos ralentiza la marcha hasta la desesperación.  Así hasta alcanzar el Alto de las Letras, a 3.680 metros sobre el nivel del mar; el puerto más alto que hemos pasado hasta hora. Un puerto que sorprende porque nada tiene que ver con los puertos alpinos, pues es una inmensa meseta con extensas praderas, donde la temperatura, eso sí –aunque estemos en un país tropical– baja con frecuencia de los 10 grados.

              Nos hacemos las fotos de rigor y comenzamos el descenso a Manizales. Antes nos desviamos para visitar la laguna Negra, a 3.700 metros de altura, muy cerca ya de las estribaciones del tristemente famoso Nevado del Ruiz (5.321 m.). Luego almorzamos en un restaurante de carretera, en donde damos cuenta, ¡cómo no! del consabido guiso a modo de pócima en enorme caldero (sopa), pescado o carne, a elegir.

              Reemprendemos la marcha por terrenos menos abruptos, cruzamos Manizales –la próspera capital del café– ubicado sobre una orografía complicada entre hoyos y colinas, atravesamos Pereira (industrial, caótica y contaminada) para acercarnos, ya, a Salento donde cambian el paisaje y la vida, aunque apenas esté a 37 km de Pereira.

Un río enla selva./ Foto JM
Un río en la selva./ Foto JM

              Han sido dos días on the road intensos. Un interesante “paseo”, sin duda, por la inmensa Colombia, que, con sus 1.142.000 km2, ocupa el puesto 25 en la clasificación por países más grandes. A través de los 687 km recorridos entre Barichara y Salento hemos comprobado lo complicado que es para este país contar con una mínima red de carreteras aceptable. La experiencia de dos días en ruta ha merecido la pena; siempre viajando envueltos en un manto verde de exuberante vegetación. En los innumerables pueblos y ciudades por los que hemos pasado nos ha llamado la atención, sobre todo, la mercadería acumulada a la puerta de tiendas y aceras, en plazas y hangares. Montañas de objetos de todo tipo apilados por doquier, dispuestos para satisfacer ese deseo de consumo que hoy, parece, tiene embobada a la humanidad; ese incontrolable deseo de poseer cosas. Un deseo que se extiende hasta el rincón más perdido de la Tierra. Da lo mismo que la tienda esté en el fondo de un valle perdido o a las puertas del cielo, sobre la cumbre más alta; incluso aunque se tarde en llegar un día entero hasta ella… Allí estará siempre esperando el maná de las mercancías. No importa que el comercio surja del corazón de la selva o del centro de la ciudad… En todas partes se ofrece lo mismo en montañas de abundancia. Comida basura, golosinas en fosforescente envoltorio, cachivaches de plástico, “pongos” o esos absurdos “porsi…” para la decoración de anaqueles en los que no cabe ni una cosa más. Sofisticadas herramientas, artilugios e instrumentos para soñar. Todo por centenares, por miles. Océanos de abalorios inútiles.

              Estos dos días en coche, viajando a través del espinazo central de Colombia nos han permitido tener una idea, aunque leve, no sólo sobre cómo es la orografía del país, sino, también, aunque sea “por encima”, de cómo vive la gente.

Las palmeras de
Las palmeras de cera  crecen a 3.800 metros de altitud, llegando a alcanzar los 60 metros./ Foto JM

              Asimismo, en las interminables horas que hemos pasado encerrados en el coche, ha habido tiempo para todo; para la discusión de política o para las charlas más elevadas sobre la vida y la muerte; charlas de simple cotilleo y otras en las que nunca han faltado ni las risas ni el juego. A nuestro conductor, don Antonio, fino aficionado al mariposeo seductor con las damas, de las que solo le interesan, parece, sus encantos carnales como ya quedó dicho en páginas atrás, le contamos el gag del genial Juan Carlos Ortega, Doña Francisca busca pene, que al principio no lo entiende bien, pero que luego, cuando se lo ponemos por la megafonía del coche, se aficiona de tal modo a escucharlo que nos pide repetirlo varias veces. El resultado es un no parar de reír mientras don Antonio quiere grabarlo para llevarlo consigo y oírlo una y otra vez. El fenómeno da lugar a una especie de mantra. A partir de este momento la frase “Pregúntale por el pene” pasa a ser frase recurrente en el viaje. Y cuando menos te lo esperas, en ese momento de inquirir sobre alguna cuestión a alguien del país, no importa a quién, surge el gracioso que, colocando las manos alrededor de la boca, a modo de altavoz, suelta un… “¡Pregúntale por el pene!” para arrancar nuevas risas.

              Durante el eterno traslado celebramos en distintos momentos las genialidades de este entrañable y excelente comunicador que es el ventrílocuo Ortega. Pero hubo más. Por ejemplo, aquella otra perorata del argentino Dany Brieva, titulada Un argentino en Toronto que, como si se tratase de un diario –“El primo argentino de Santa Fe emigrado a Canadá escribe un diario”, es su subtítulo– nos cuenta las peripecias de un argentino emigrado ese país de la nieve y el hielo. Escuchar este monólogo ayuda a comprender cómo la realidad, siendo siempre la misma, puede percibirse a la larga de muy distintas maneras, en función del estado de ánimo o del cristal con que se mira.

"Descanso y Sazón", lugar de descanso en Salento./ Foto JM
Descanso y Sazón, lugar de descanso en Salento./ Foto JM

              La llegada a Salento nos sorprende por la belleza del entorno y la armonía colonial que reúne la arquitectura de sus calles y casas. Como en los pueblos de Leyva o Barichara –¡ay, qué lejos quedan ya!– aflora en nosotros un sentir especial, evocador, y cierta nostalgia asociada a tiempos pretéritos. Llegamos sin el alojamiento resuelto, como suele ser habitual. Somos así; resolvemos sobre la marcha. Esto, obviamente, nos entretiene y acarrea problemas, pero también nos ayuda a penetrar más rápidamente en el hábitat al que hemos llegado.

              En esta ocasión somos diez personas y no es nada fácil encontrar una casa en la que quepamos con holgura. Mas somos viajeros y sabemos que a la postre siempre aparece una solución… Después de varias visitas a hotelitos y casas de huéspedes encontramos “Descanso y Sazón”, un hotel-restaurante en el que el dueño se deshace en agasajos con nosotros, hasta tal punto, que, a veces, resulta un tanto empalagoso.

              Pero aquí estamos bien… Nos quedaremos al menos tres días.

              El pueblo, como todos los pueblos y ciudades visitados hasta ahora, es puro ruido, una nube de estruendos musicales y megafónicos, etc.; sobre todo en las calles del centro. La plaza mayor y calles adyacentes son un hervidero de turistas, americanos y europeos, sobre todo.

              Salento es la puerta de entrada al valle del Cocora, famoso, entre otras cosas, por sus esbeltas palmas de cera, que pueden alcanzar los 60 metros de altura, con la particularidad de que crecen en una altitud cercana a los 3.800 metros sobre el nivel del mar.

En algún lugar de la selva./ Foto JM
En algún lugar de la selva./ Foto JM

              Sí, una vez más hemos llegado a una especie de santuario turístico. Bares, restaurantes, discotecas… Todo está a rebosar de gente en clave de holganza y feliz. La cerveza y la comida no son baratas aquí, no; el turismo es una buena disculpa para subir los precios… O el cambio de euros a pesos: Si en Bogotá nos han dado 4.250 pesos por cada euro, aquí nos ofrecen las distintas casas de cambio –parece que todas se han puesto de acuerdo– 3.750 como máximo; es decir, 500 pesos menos por cada euro. Pero es que, en los supermercados, poco antes de la hora del cierre a las 8 de la tarde, las cajeras no dan abasto porque los guiris, después de pasar el día visitando lugares, montando a caballo o zanganeando por ahí, han regresado hambrientos y hacen la compra para prepararse una buena cena en las casas alquiladas.

              Nosotros no venimos a zanganear, desde luego, pero sí a perdernos en la selva y a hollar las montañas, aunque el calor y humedad persistentes son un hándicap para algunos miembros del grupo, especialmente para nuestras queridas tahúres, que no están muy por la labor de sumergirse en la floresta entre tanto bochorno y humedad.

              Los Willys son el medio de transporte más popular de Salento; te llevan a cualquier parte. Son los herederos de aquellos jeeps americanos todoterreno que nacen en 1941 para el transporte de tropas a lugares de difícil acceso en la Segunda Guerra Mundial. Pero, a pesar de la edad, en Salento sobreviven con gran “dignidad” y gozan de buena salud –los hay por docenas– haciendo un servicio público impecable. Recompuestos mil veces y otras tantas tuneados, sus dueños consiguen que tengan el aspecto de nuevos, aunque sus años de vida sean muchos. Funciona muy bien esta red de transporte. Su capacidad es para unas diez personas y se toman en la plaza del pueblo. Con un Willys fuimos al Valle del Cocora, a unos 20 km; a visitar un ingenio cafetero en la finca El Ocaso, y al volcán de Machín. En realidad, solo hacen el oficio que en tiempos pretéritos desempeñaban las mulas. Hoy son el transporte ideal para que los turistas vayan de acá para allá.

En el valle de Cocora... ¡Todo engalanado en función del turismo!./ Foto JM
En el valle de Cocora… ¡Todo está engalanado para recibir al turismo!./ Foto JM

              Alquilamos un Willys que nos lleva al valle del Cocora. La humedad y el calor son un hándicap. Y entre estas inclemencias y lo turisteado que está todo, se nos quitan las ganas de andar por allí. Pensábamos que el valle era más solitario y salvaje. Pero aquí solo hay tiendas de souvenir, caballos para darte un paseo, miradores y bancos para sentarse en alguna terraza a tomar el aperitivo o comer… Todo muy limpio y cuidado, eso sí; algo que nos sorprende pues no se ve ni un papel por el suelo, ni restos de comida, ni basura.

              La conciencia ecológica que tienen en Colombia llama la atención. La verdad es que, por lo que hemos visto en nuestro deambular por el país, la gente respeta la naturaleza y es muy cuidadosa con el medio ambiente. También hay carteles que explican y anuncian sanciones a quien trasgreda las normas.

Los caminantes (no hay camino imposible) en un momento de asueto./ Foto JM
Los caminantes (no hay camino imposible) en un momento de asueto./ Foto JM

              Como en este grupo cuesta tanto ponerse de acuerdo, cuando decidimos qué hacer ya estamos casi sin fuerzas. Nos proponemos seguir una ruta circular, de unos 12 kilómetros, por la montaña que tenemos enfrente, con algún que otro aliciente como es subir hasta el bosque en el que viven colibríes, a 2.860 metros de altura. La primera sorpresa es que la ruta se inicia en una finca privada donde hay que pagar para entrar, te colocan una pulsera, y salir por otra finca, pagas otra vez y ya te puedes quitar la pulsera. ¡En Colombia se paga por todo!  El ascenso se hace en zigzag por una senda que discurre entre verdes laderas, limpias de bosque, en la que pacen algunos caballos. La deforestación sólo ha respetado algunas palmas de cera como muestra de esa selva que fue un día este monte y ahora es un paisaje “domesticado” para recreo de turistas. Llegamos hasta un mirador y hacemos fotos a esos ejemplares hieráticos, tan singulares, delgados como juncos infinitos, de más medio centenar de metros. Después de un par de horas de marcha llegamos a Acaime, una casita bar a donde acuden colibríes a degustar golosinas de azúcar que le sirven en bandejas colgantes preparadas para ello. Descendemos al río y el Wikipedia y el Azoge deciden subir al santuario de los minúsculos pájaros. El resto del grupo descendemos río abajo, paramos a comer junto a un claro de aguas cristalinas y rocas y terminamos la excursión a media tarde en la zona… que podríamos llamar de avituallamiento, pues es donde hay de todo: aparcamiento para coches, parques infantiles, galerías y tiendas, restaurantes, agencias de guías, cuadras de caballos…

(Continuará)

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