Hay lugares en el mundo que el ser humano convierte en altares para hacer rituales. En el Cabo de las Agujas (Cape Agulhas), el lugar más meridional de África, los cartógrafos pintaron una raya para separar dos océanos: el Índico del Atlántico. Y si te pones de espaldas al mar y colocas un pie a cada lado de la raya, la felicidad que experimentas es la más pura e infantil, como cuando de pequeño cometías una travesura. “¡Ay, qué guay, tengo un pie en el Atlántico y otro en el Índico!”
Pero, hecha la gracieta, si miras de frente, lo que único que ves es un mar bravío, ¡un océano! azotado por el viento, aprisionado entre unos nubarrones que anuncian tormenta, o tal vez la tempestad que se asoma en el hilo negruzco que marca el confín de la Tierra.
Por aquí anduvieron los pioneros portugueses buscando un camino que les llevase a las Indias y al Dorado de las especias. En sus crónicas dan fe de tormentas ignotas hasta ese momento y turbulentos naufragios. Para muestra un botón: ahí, enfrente, ante nuestros ojos, se ve el cascarón herrumbroso de un viejo bergantín del que apenas quedan ya huellas ni astillas del que fue su esqueleto.
Este lugar desolado, deshabitado (aunque al lado del cabo haya un pueblito: Struisbaai), choca con lo que dentro de dos días vamos a encontrarnos en la costa atlántica, al oeste, apenas a 200 kilómetros de aquí, donde la exuberancia orográfica, las hermosas bahías, el clima y la creatividad, aparte de otros elementos humanos y económicos que confluyen, han generado una de las concentraciones de actividad y de gentes más genuinas del planeta. Es Ciudad del Cabo, Cape Town, la ciudad babélica que atrae como un imán a todo aquel que sueña con visitar un mundo lejano, extraño y en ebullición.
Hacia Ciudad del Cabo iremos, pues; será la próxima etapa. Pero hoy, lunes, 20 de febrero, todavía andaremos por aquí. Y lo mejor: aún nos queda una semana para seguir dando vueltas por este país.
Llueve. Las ráfagas de viento doblan los árboles y azotan setos y parterres. El día está muy desapacible. Tras el desayuno montamos en los coches y nos acercamos al Parque Natural de las Agujas (Agulhas National Park), donde se encuentra el punto más meridional del continente; allí, como he comentado, una línea trazada en el suelo (hecha de componentes cerámicos para que no se borre) y un sencillo monumento, dan fe de que “este es el punto exacto” donde dos océanos se abrazan.
Pero el entorno no resulta tan mágico. El suelo es rocoso, casi plano; nada espectacular si no es por lo desnudez del paisaje y el asombro que provoca estar al sur del mundo, mirando hacia el casquete polar de la Antártida. Es una costa de peñascos que se hunden poco a poco en el mar. Las ráfagas de viento y la lluvia barren la planicie dejando a su paso un halo de tristeza.
Una pareja de turistas del país pelea por mantener el equilibrio mientras fijan la vista en el horizonte; como nosotros, también buscan descubrir, quizá, alguna señal que les lleve a imaginar el pasado.
Nos hacemos fotos. E imaginamos a este mar bravío, que ahora contemplamos, arrastrando a los abismos o a romper en los acantilados a las naves de aquellos pioneros que en su sueño de alcanzar la tierra prometida de las especias encallaban, perdiéndolo todo, hasta la vida.
Como el temporal de lluvia y viento desaconseja caminar, decidimos irnos a casa y hacer una “fiesta”. Nos acercamos al supermercado y compramos vino, costillas de cordero, chuletas y salchichas; todo lo necesario para una gran pitanza. Así, “liberados de la obligación de tener que conocer o hacer visitas”, nos disponemos a gozar de un día de asueto. Almorzamos. Dormimos la siesta. Pero la inactividad no es lo nuestro y algunos decidimos, después de la cita con Morfeo, dar un paseo por el pueblo y sus alrededores. Además, el viento ha amainado.
Struisbaai es un lugar anodino, sin nada especial que resaltar, tranquilo y silencioso; no se ve a nadie en la calle. Las casas son individuales, de un blanco impoluto. Tanto las viviendas como el entorno están muy cuidados. La población negra, que vive a un par de kilómetros, se ocupa de todo. Sí, todo parece estar en su sitio. Ni un papel por el suelo. Ni un coche. Nadie caminando. Cero ruidos; sólo el sonido del mar. Pero, ¿dónde está la gente? Cierto es que el día está triste e invita poco a salir, pero aún así. Puede que al ser un lugar de vacaciones, y con este tiempo… ¿quién va a tener ganas de venir por aquí?
Dejamos a un lado las últimas casas y tomamos el sendero que discurre junto una playita de rollos y arena. Para salvar los desniveles y el fango que hay en los hoyos que genera la marisma, han hecho un paseo colocando listones de madera. Ha dejado de llover; el mar vuelve a estar en calma y ahora luce un intenso azul turquesa. Parece que el temporal, definitivamente, ha amainado.
Nos acercamos al puerto pesquero y en su restaurante tomamos un té. Aparte de nosotros, un par de chicas ocupan otra mesa. Se me antoja pensar que el pueblo está triste, apagado; como si hubiese llegado el otoño…
Nosotros regresamos a casa en compañía la tarde que muere.
Hoy, martes, es día de viaje. Aunque nos da un poco igual; de hecho, casi todos los días viajamos; es nuestra aventura. Aventura que puede ser caminar por los riscos o, simplemente, desplazarnos en coche y parar donde sea. Así que no hay que preocuparse. Por delante tenemos 218 kilómetros a Cape Town por la N2. Allí pasaremos las cinco últimas noches antes de tomar el avión de regreso a Madrid.
Dejamos Struisbaai yendo hacia atrás una veintena de kilómetros para luego girar al oeste. Prácticamente, hasta casi el final, el paisaje es monótono y árido. Campos de rastrojos, rebaños de ovejas, vacas y granjas. Pasamos al lado de pueblos pequeños sin aparente interés ni entidad. Hasta que empezamos a acercarnos a las montañas que rodean esa punta del mundo: El cabo de Buena Esperanza y Ciudad del Cabo, uno de los lugares habitados del planeta más sorprendentes; no sólo por la amalgama de culturas y gentes que conviven aquí –pueblos, razas, etnias– sino porque su orografía es asombrosa, tanto, que encandila; cumbres y picachos, bahías, acantilados… Todo lo imaginable, geográficamente hablando, se concentra en esta punta del mundo, la más al suroeste del continente africano. Y rodeándolo u horadándolo cual termitas que devoran lo que encuentran, “gateando” por sus laderas, colonizando las bahías o construyendo en los humedales, un descomunal hormiguero de cinco millones de personas va configurando una de las ciudades con mayores contrastes del mundo. Frente a los palacios y mansiones, decenas de miles de chabolas aprietan y ciñen con un cinturón de miseria el casco urbano más antiguo.
La experiencia me recuerda, por la orografía y geografía humana, a lo que ocurre en otras ciudades del mundo, también importantes, como Río de Janeiro, en Brasil.
A medida que subimos el puerto de Bot River y nos acercamos al mirador de Sir Lowery Pass, el paisaje cambia radicalmente. Aumentan la arboleda y la vegetación, en general; aparecen los viñedos y los campos de frutales. También aumenta el tráfico que, poco a poco, empieza a ser más difícil, aunque la carretera esté ya desdoblada en una autovía. También proliferan las urbanizaciones y las instalaciones industriales. Es obvio que estamos entrando en una de las áreas urbanas más importantes del continente, donde la “civilización occidental” muestra su pujanza, en medio del consabido crisol de esplendor y contradicciones.
El Sir Lowery Pass es un balcón desde el que se ve la Bahía Falsa y toda el área de influencia que la rodea. Prácticamente, hasta a donde alcanza la vista no hay ya un sólo hueco para construir, y eso que todavía no es propiamente Cape Town, propiamente dicha. En un momento dado, siguiendo el perfil de la costa, dejamos la N2 y cogemos la R310 para dirigirnos hacia el sur, con la idea de llegar al parque nacional de la montaña de la Mesa (Table Mountain National Park) donde se halla el faro más al suroeste de África y, antes, en la playa de Boulders (a unos 30 kilómetros del centro urbano), hacer una visita a la colonia de pingüinos que llegó a este lugar en 1982 desde la Antártida sin que se haya averiguado todavía el porqué.
Antes de llegar a donde están los pingüinos pasamos junto a un poblado de chabolas que se extiende durante varios kilómetros siguiendo la línea de la playa, dibujando un asombroso contraste: a un lado de la carretera la arena blanca, inmaculada, y al otro, la miseria más atroz. Mirando hacia dentro y de espaldas al mar, el paisaje que se ve es desolador; detrás de las dunas y arbustos, las barracas de hojalata, cartones, maderas claveteadas y chatarras… Todo ello flotando sobre aguas estancadas o parvas de suciedad. Ni siquiera disponen, me da la impresión, de los elementos más básicos como son el agua y luz o una red de saneamiento. En un momento dado, unas cabinas azules, colocadas al azar, llaman mi atención; son los aseos que el gobierno ha colocado para que estos desheredados de la tierra tengan, al menos, un rincón privado para defecar.
Salimos de la zona fangosa de las chabolas y la carretera se adentra, enseguida, en una franja de tierra, tan estrecha, que apenas queda sitio entre el mar y la montaña. Aquí cambia todo. El lujo se muestra exultante. Instalaciones deportivas por doquier. Calles asfaltadas que serpentean ladera arriba escalando por el monte. Las aceras, junto a la carretera, están llenas de gente paseando o de compras; todo parece perfecto. El ambiente es bullanguero y en el aire se respira alegría. He aquí el retrato de dos mundos extremos; como la cara y la cruz de una misma moneda, se tocan pero no se mezclan.
Para acercarse a los pingüinos en la playa hay que pagar; pero también pueden verse desde el sendero que rodea al recinto vallado. Hoy, aunque es día laborable, abundan los visitantes de autóctonos. Es su verano y están de vacaciones, claro. Los pingüinos ni se inmutan… ¡Qué graciosos! Pasa la gente a su lado, les hacen fotos, reclama su atención con monerías o hablándoles en alto para que miren a la cámara… Pero ellos, como ausentes, ajenos a este mundo de ocio y disfrute, corretean para huir, palmean con sus alas o, los más perezosos, dormitan.
El entorno está bastante sucio, sobrexplotado; demasiada presión humana, pienso. Aunque el lugar de la bahía que estas aves marinas han elegido para quedarse no está tan mal; tiene su encanto con sus recovecos y rocas redondeadas, además de arenas blancas. Aún así, parece obligado hacerse una pregunta: ¿qué bicho les picó a esta colonia de pingüinos para venirse hasta aquí, y someterse, a diario, al atosigamiento de los ansiosos y gritones turistas? Podrían haberse quedado en la Antártida, digo yo. O, visto lo visto, volverse a su tierra y desaparecer.
Nos damos una vuelta, los miramos, hacemos fotos como todo el mundo y nos vamos no muy lejos, donde hay un puerto deportivo atestado de barcos de recreo y numerosos restaurantes. Es la hora del almuerzo. Al ser ocho, no suele ser fácil encontrar la mesa adecuada. Pero como no somos demasiado exigentes, es verdad que siempre hay un lugar o un hueco en el que acomodarnos.
Tras el almuerzo seguimos adentrándonos en la punta de tierra que da nombre al Cabo de Buena Esperanza (Cape of Good Hope). En un momento dado, remontamos desde la orilla del mar a lo más alto para entrar y acercarnos a donde se halla el faro más famoso de este cabo, además de varias rutas para practicar senderismo, siempre entre paisajes sorprendentes y vistas espectaculares.
Tras pagar la entrada correspondiente (376 rands por persona, unos 21 €) nos dirigimos al aparcamiento y desde allí, caminando, a donde está el mítico faro. Se puede subir en funicular, pero nosotros, montañeros, ni nos lo planteamos.
La tarde es muy calurosa y no corre el aire. Aún así no hay bancos de bruma y el horizonte está despejado, algo poco frecuente en este cabo, llamado, también, Cabo de las Tormentas. El nombre se lo dio el navegante portugués Bartolomé Díaz, su descubridor, que, en 1487, se atrevió a rodearlo por primera vez en busca de un paso al Índico. Pasar, pasó. Y lo pasaría varias veces más, pero, en 1500, una tempestad de las que ya conocía por su furia, se llevó por delante a toda su flota, los cuatro buques de la expedición.
Subir hasta el faro no nos lleva ni una hora; eso sí, de frente, a medida que vamos subiendo, nos cae encima la marea de gente que después de haber subido en funicular baja andando. Desde la plataforma del faro puede verse, en una panorámica de 360 grados, la magnitud de esta lengua de tierra apuntando al suroeste y su orografía en todo su esplendor, en la que caben sinuosas bahías, acantilados y playas de arenas finas y blancas.
Durante un par de horas más recorremos otros senderos; subimos y bajamos, vemos leones marinos, algún mono y un grupo de elands, para, ya cayendo el sol, cerrar el círculo, salir del parque y retomar la carretera que nos lleva al hotel, en Cape Town.
Durante los aproximadamente veinte kilómetros que hacemos siguiendo la costa suroeste hasta el hotel, descubrimos, ¡por fin!, que en Sudáfrica también viven blancos. Es más, sólo vemos población blanca en los barrios por los que pasamos camino del Amalfi Boutique, el hotel de tres estrellas en el que nos alojaremos antes de regresar a España.
Bajo los últimos rayos de sol, a un lado y otro de la carretera, inmersos ya entre edificios de apartamentos y hoteles, la vida es un hervidero. Chicas en bikini y chicos en bañador suben de la playa a su casa o al hotel a esa hora. Salen de las calas que se esconden entre las rocas y remontan por las rampas y escaleras hacia las viviendas que cuelgan, escalonadas, de la montaña. Es la hora del crepúsculo y del jolgorio musical en terrazas y restaurantes; los veraneantes beben cerveza, distendidos y alegres, antes de pedir la cena. Hay familias paseando, algún solitario con perro… Todo un universo de blancos –¡oh, sí, de blancos!– al fin descubiertos en los barrios de Bantry Bay, Fresnaye y Sea Point de una de las ciudades más cosmopolita de África.
Y entonces me asalta un recuerdo: Resulta que aquí, con la población blanca me ha ocurrido lo mismo que me ocurrió en Australia con las ovejas. Allí recorrimos 13.000 kilómetro antes de encontrarlas… Hasta que un día, ¡zas! sólo veíamos ovejas, ovejas, ovejas y más ovejas. “¡Ah! –nos dijimos– mira donde estaban… ¡Mira tú donde están las putas ovejas!” Pues aquí me ha ocurrido algo parecido con los blancos… ¡Al fino los he visto!
En las terrazas, no sólo hay familias, también turistas de paso, viajeros, veraneantes… Todo el mundo luce piel tersa y tostada mientras se adornan con gestos de complicidad y sonrisas en tanto expresan su alegría. Otro mundo, vamos. Nada que ver con esa Sudáfrica que hemos dejado atrás en nuestro periplo –esas dos semanas que llevamos dando vueltas por el país–, en la que sólo hemos visto a personas negras trabajando.
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
Tengo la seguridad Joaquín de que con aquel mandato divino de : ¡creced y multiplicaos! nos terminamos pasando siete pueblos. El planeta no da más de si y nos está ahogando nuestra propia mierda. El salto, aparentemente cualitativo que dimos con la Evolución, no fue más que un suicidio de efecto retardado. Cuando la puta Humanidad desaparezca, el planeta Tierra se recompondrá y generará otro equilibrio y otra belleza. Nunca debimos bajar de los árboles. Por lo demás es un deleite leerte.
La foto del océano embravecido y la foto del océano en calma sintetizan perfectamente la leyenda de esa parte mítica de Sudáfrica. Por otra parte, y como casi siempre, me haces participe de vuestras andanzas por medio de tu preciosa y poética forma de escribir