Amanecemos sanos y salvos, felizmente; sin daños ni sobresaltos. Tampoco han vuelto la rana ni la bruja de Gertrude a importunarnos. Nos sentimos cargados de energía.
Tras el exclusivo desayuno que cada uno se prepara a su medida, nos disponemos a explorar las Drakensberg, las montañas que “sostienen”, por decirlo de algún modo, a Lesoto; un país literalmente incrustado en la piel de Sudáfrica, como si se tratase de un antojo. Y es que las Drakensberg o Montañas del dragón configuran un singular altiplano sobre el que se asienta este pequeño país (30.355 km2 de extensión –igual que Bélgica– y 2,3 millones de habitantes), con más del 80% del territorio por encima de los 1.800 metros de altitud.
Las Drakensberg son las montañas más altas del sur de África con el pico Thabana Ntlenyana, de 3.482 metros, situado, precisamente, en Lesoto. Pero, en la parte de Sudáfrica –a la que intentaremos visitar esta mañana– hay varias cumbres míticas como el Mafadi, de 3.450 metros, o el Champagne Castle de 3.377.
Estamos ansiosos por descubrir estos parajes. Pero antes de partir nos enteramos de que hay varios ríos desbordados, con lo que el acceso por carretera es imposible.
Así que modificamos los planes y escogemos una ruta alternativa sobre la marcha; nos dirigimos a una región menos agreste. ¡A ver si hay suerte! Porque estamos ansiosos de caminar.
Allá nos vamos. Atravesamos campos verdes y pueblos con construcciones muy modestas. Por la carretera nos cruzamos con riadas de jóvenes; niñas, niños y adolescentes que van o vienen de la escuela. ¡Cada grupo con su vistoso uniforme! ¡Incólumes! Choca ver tanta salud y ropa limpia mientras al lado del arcén, en las cunetas, la basura y el fango se acumulan. Los uniformes, diferentes, indican, imagino, el poderío del centro educativo. Además de escuelas públicas, hay centros privados y de congregaciones religiosas.
La carretera es el camino para ir a todas partes. Durante un buen puñado de kilómetros nos acompaña una algarabía constante de infantes y adolescentes que saludan con la mano a nuestro paso. ¡Cuánto niño…! Choca ver a esta multitud frente al recuerdo de esas calles de la España envejecida.
Poco a poco nos alejamos de los conglomerados urbanos que se ven desperdigados por las laderas para perdernos en la soledad de las montañas. Hasta que ¡zas! un río desbordado, ¡uno más!, nos detiene. ¡Otra carretera cortada! Nos bajamos de los coches a inspeccionar la situación.
Mientras decidimos si cruzamos o no, algunos, en silencio, empiezas a calzarse las botas, a armar los bastones, a darse crema para protegerse del sol, a cubrirse con la gorra… Y cuando queremos darnos cuenta la mitad va ya monte arriba hacia no se sabe dónde. Sí, sin decirlo ni pensarlo, nos hemos puesto a caminar campo a través hacia ese pico que destaca en el horizonte. Es tal el ansia que tenemos de dejar atrás la lluvia, el habitáculo del coche…
Los que dudan todavía si continuar o no hacia el interior de la montaña, claudican también, aparcan los coches a un lado, y se unen al resto, que, como bucaneros conjurados para iniciar el abordaje, están subiendo ya, ¡ya! hacia ese monte del que nadie tiene idea de dónde está, cómo se llama, ni cómo es.
Ya subiendo, a medida que avanzamos recuperamos la sonrisa. Somos felices porque caminar a campo abierto, buscando las alturas, nos despeja. Por encima de nosotros vuela un águila al acecho de una presa. Lejos, al oeste, al final del horizonte, descubrimos el último pueblo que habíamos dejado atrás. Ahora nos sentimos diferentes, fuertes. También las discusiones y el disentir desaparecen; esa tensión que cultivamos muchas veces como si se tratase de un método.
Por unas horas, mientras caminemos por el monte, dejaremos de tener dudas de todo. No nos pondremos a arreglar el mundo, hasta quedarnos sin aire. No nos agotaremos elucubrando sobre la libertad, la felicidad, la maldad humana, las injusticias, el capitalismo… Nada de eso cabe en nuestras vidas cuando estamos caminando por el monte. Ahí solo existen el esfuerzo compartido, la alegría, la emoción de sentir la naturaleza penetrando por cada poro de nuestro cuerpo.
El explorador tira delante; ni mira para atrás. El resto le seguimos a distancia. En un momento dado, el grupo cambia el rumbo mientras él sigue, conjurado, en pos del objetivo que es la cumbre. Nosotros giramos a la izquierda trazando una diagonal que, intuimos, nos conducirá hasta arriba sin necesidad de hacer ese esfuerzo extra que está haciendo Alfonso. Hasta que topamos con una pared complicado de salvar y decidimos darnos la vuelta. Pero, ¿dónde está El explorador? Porque según los cálculos que hacemos debería estar ya de vuelta, buscando una grieta para bajar; quizá la misma por la que pensábamos subir nosotros y que, al final, desistimos de escalarla. Le llamamos varias voces. Nada. Gritamos su nombre. No responde. Vete tú a saber dónde habrá ido a parar El explorador.
Iniciamos el descenso, siempre pendientes de él, mirando para atrás, por si diera señales de vida y nos necesitase, pero, ¡ni rastro! Bajamos muy despacio hacia los coches. “Ya aparecerá”, pensamos todos. Hasta que en la lejanía descubrimos que nos sigue. Bien, bien… ¡Otro imprevisto resuelto! Son así nuestros viajes… Más de uno habrá pensando ya que “por los pelos” (aunque no sea cierto) nos vamos a librar de una “operación rescate”.
A la caída de la tarde regresamos a casa de los Hendriks con el ansia y la esperanza de encontrarnos la suite dispuesta, así como el resto de habitaciones. Y soñando, por qué no, con esa cena que nos prometió ayer la anfitriona, esperemos que sin rana.
Efectivamente, las habitaciones existen; las mismas que habíamos visto en Internet. La suite es una realidad; la conforma un dormitorio del tamaño de un salón de baile, cama con dosel, y un cuarto de baño al que no falta detalle y en el que se puede jugar al pimpón. De ella gozará El conseguidor, que es de agradecidos cedérsela. Quien ha sido hacedor principal de este viaje, bien merece este premio.
Tal como pensábamos, la cena es abundante y sabrosa. Aunque hemos acudido a ella con cierta prevención; el asunto de la rana no deja de rondarnos por la cabeza. El convencimiento de que Gertrude es una bruja y practica rituales de conjuro no se me va de la cabeza y a más de uno nos ha llevado a pensar que al cocinar los manjares podría haber hecho brujería con algún interesado sortilegio. No fue así, afortunadamente, el festín fue un éxito y el grupo pudo dormir a pata suelta y marchar al día siguiente sano y salvo.
En cualquier caso, y como si se tratase de un antídoto, en prevención, regamos largamente los manjares con cerveza del país y, una vez a tono, celebramos sin reservas cada vianda que llegaba a la mesa. Pollos gigantes asados, sazonados con especias; arroz, puré de batata, ensalada, verduras variadas y patatas fritas… Todo en cantidades generosas, con posibilidad de repetir. Y repetimos. Y nos reírnos con los comentarios de los dueños y sus dos hijos que, igual de grandullones que sus padres, merodearon todo el tiempo en torno nuestro, mientras fuimos dando cuenta del banquete. La cena concluye con celebración y regocijo, olvidados ya de los fantasmas.
Luego jugamos al continental (cuatro de los ocho) mientras hacemos tiempo para irnos a disfrutar de las mejores camas y la suite, aunque solo sea un par de noches. El asunto de la rana, en ese momento estaba completamente olvidado; ni rastro de ella, la verdad. Quizá un espejismo, un juego de hipnosis. Pero si que he llegado a pensar que Gertrude es algo bruja; ya se sabe, en el gremio todos se conocen.
Como lleva día y medio sin llover, decidimos ir al norte, hacia el Maloti Drakensberg Park, donde se encuentran algunos de los picos más emblemáticos de esas montañas, el macizo Giant´s Castle, de 3.315 metros y el Cathedal Peak, de 3.004.
Hasta llegar allí, la carretera se desliza por extensas planicies valladas en las que abunda el ganado vacuno. También hay zonas de cultivo extensivo; de soja y maíz, sobre todo. Y algún que otro viñedo. Cruzamos un poblado “blancos”, Winterton, donde la carretera está jalonada de olmos y castaños, como ocurría no hace tanto en los pueblos de España, antes de que la grafiosis acabase con ellos. A diferencia de los pueblos de los negros que hemos visto, este parece tener raigambre. Hay tiendas por todas partes. Mires donde mires, sorprenden los jardines y árboles viejos. Aquí y allá sobresalen las casas de corte colonial bien pertrechadas.
Nada que ver Winterton con los poblados por los que pasamos luego, media hora después. A medida que nos adentramos en una orografía más agreste, en la que, lógicamente, resulta más difícil cultivar, todo resulta más pobre. Aún así, el paisaje es exultante. Un manto verde, espectacular, lo hace aún más hermoso mientras el azul transparente del cielo enmarca un sol radiante. De vez en cuando nos detenemos a hacer fotos… o, sencillamente, a mirar. ¡Tal es la belleza! No podemos evitar la atracción…
Desde estas atalayas, junto a la carretera, contemplamos con asombro el circo que conforman las montañas Drakensberg. Sobre la alfombra ondulada que se abre ante nuestros ojos como un abanico descubrimos cientos de casas dispersas, miles, y algún que otro poblado coronado por el perfil de la cordillera, sobre el que destacan los mogotes de la Cathedal Peak y el Giant´s Castle.
Pagamos la entrada al Maloti Drakensberg Park, aparcamos los coches y nos disponemos a hacer la excursión del día… aunque es ya un poco tarde. Somos conscientes de ello. El azogue, después de algunas dudas, se borra de la misma, pues dice tener muy castigadas las rodillas y no se atreve a embarcarse en una aventura que no sabemos ninguno cómo va a acabar. El resto nos ponemos en marcha enseguida y remontamos en zigzag por una senda hasta coger bastante altura. Buen comienzo, nos decimos. El entorno es espectacular. El calor aprieta; hay mucha humedad y el sudor me brota en la frente como si tuviese un manantial. Cuando apenas llevamos media hora subiendo, el grupo se divide. ¡Somos incorregibles! Yo voy por aquí y por aquí quiero ir… Se va El Estoico girando a la derecha.
El resto seguimos el sendero de la izquierda. No llevamos ni una hora avanzando, cuando nos topamos con un río que no resulta fácil cruzarlo. Dos, María Dolores y Adolfo se dan la vuelta. Quedamos cuatro. Recuperamos el sendero tras pasar al otro lado y abordamos una nueva subida siguiendo el curso del agua hasta llegar a una cascada. Nos entretenemos un buen rato haciendo fotos y disfrutando de la sombra que hay a su alrededor. El calor aprieta y en las cumbres, observamos, comienzan a formarse nubarrones sospechosos. Mientras nos distraemos rodeando la cascada, El conseguidor desaparece. Lo llamamos a gritos. Ni rastro de él. ¡Joder, ya estamos como siempre! ¿Dónde habrá ido? Sospechamos que ha subido hasta una cueva que, según el Wikiloc, está en la montaña que tenemos enfrente. “Podría haber avisado, ¿no?”, nos decimos. En medio de las dudas y el “qué hacer”, El explorador nos dice que él va también a ver la cueva, dando por sentado que El conseguidor ha ido hasta ella.
Pasan algunos minutos, Eva y yo esperamos y, efectivamente, allá, en lo alto, divisamos a Antonio. Justo cuando inicia el camino de vuelta se cruza con Alfonso.
Nos reunirnos tras la pausa otra vez los cuatro y reflexionamos si procede seguir hasta la cumbre del Cathedal Peak, de 3.004. Pero ésta queda lejos y es muy tarde. Además, las nubes crecen amenazantes. Acordamos dar la vuelta y “¡para celebrarlo!” pasamos por el Cathedral Peak Hotel a tomar una cerveza, un “chiringuito” de lujo, exclusivo, de cuatro estrellas, a un puñado de kilómetros de donde estamos. Por el camino nos detenemos a comer el bocadillo y, cuando llegamos al hotel, el resto del grupo está esperándonos. ¡Eureka, otra vez juntos!
La tormenta pinta negra y decidimos regresar sin dilación a Estcourt; nos libramos de la lluvia por los pelos. En el camino de regreso (como ya ocurriera ayer o esta mañana, a la ida) nos cruzamos con enjambres –valga el símil– de niñas y niños que van o vuelven del colegio, embutidos en su pulquérrimo uniforme. Nos choca, sin embargo, no ver a adultos.
Regresamos a la suite y a las habitaciones confortables sin otras novedades. Hacemos la colada, nos preparamos una cena suntuosa, charlamos o jugamos a las cartas, leemos y discutimos como siempre el plan del día siguiente que consiste simplemente en el viaje a Durban (176 kilómetros por la N3), devolver los coches alquilados y coger un avión a las dos la tarde hasta Port Elizabeth, donde alquilaremos otros coches que nos lleven a la playa en Jeffry Bay, donde hemos encontrado (con cierta dificultad) cuatro habitaciones en un albergue de surferos para pasar una noche.
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
M encanta!!! Seguir a este grupo díscolo y aventurero es un placer. Muchas gracias Joaquín
Gracias, Joaquín. Qué recuerdos…
Quien conoce un poco a todo el grupo, disfruta más la crónica. Gracias Joaquín.
Gracias, Joaquín, por llevarnos en volandas hasta Sudáfrica, tan lejos, tan cerca, a través de tus crónicas excelentes. Un abrazo.
Sois un grupo peculiar! Menos mal que os entendéis!
Otro gran relato. Que placer recorrer Sudáfrica desde la montaña leonesa
Gracias por tus crónicas, Joaquin!!