Reemprendemos el viaje en dirección al este; tenemos por delante más de 600 kilómetros a Estcourt y es nuestro deseo llegar a caída de la tarde.
Al principio, el paisaje es igual de exuberante; no cambia. Bosques y campos de cultivo. Pero, tras dejar atrás las montañas, nos adentramos en una región de planicies y colinas muy suaves, praderas infinitas y abundante pasto. Por el trazado de lindes y alambras deduzco que estamos cruzando entre grandes propiedades; la tierra, por aquí, parece que es de pocos. Las fincas se extienden más allá del horizonte. Centenares de vacas sestean aquí y allá y algunas rumian tumbadas, semiocultas en la hierba. También hay manadas de caballos.
En algunas de las lomas se distingue una mancha de arbolado que choca con lo austero del paisaje e interrumpe el perfil del horizonte, llamando la atención. Observo que hay entre los árboles distintas construcciones. Entre ellas destaca una mansión con grandes ventanales que refulgen al contacto con el sol.
Los accesos a las fincas está indicados por arcadas ostentosas o columnas en las que aparece el nombre de los dueños rotulado con el anagrama familiar. Hay entradas que son muy llamativas. Recuerdo una, en particular, rodeada de un manto rojo de tulipanes.
También llaman la atención algunos hitos negros o manchas oscuras incrustadas en el verde. Son las viviendas-chabolas de los jornaleros. Aparecen tras un cerro, cerca de un arroyo. Son construcciones informes, sin tendido eléctrico ni calles; una especie de amasijo en ruinas al paso fugaz del coche. Un coche que vuela por una carretera sin tráfico y, casi siempre, rectilínea.
Muy de tarde en tarde atravesamos un poblado en el que sólo viven personas negras. La torre de la iglesia (muy pequeña) es lo único que sobresale por encima de las casas. Calles de tierra, sin aceras y alguna tienda; bares y, quizá, un restaurante. Y digo “quizá” porque estuvimos buscando uno para almorzar y no encontramos. Por lo demás, el entorno de estos pueblos está bastante sucio; se perciben claramente el abandono.
Avanzamos muy deprisa; la carretera, en buen estado, lo permite. El paisaje, irregular y persistente en su monotonía, se repite hasta aburrirnos. A ratos ondulado, luego llano; praderas y maizales. Siempre verde. Devoramos los kilómetros. Pasamos al lado de pueblos que nos chocan por sus nombres: Manzanas, Carolina… Sí, nombres en español con todas sus letras.
Un cartel junto a la carretera nos indica la dirección de un hotel restaurante. Tiene buena pinta. Nos detenemos a almorzar. La dueña, una mujer blanca, atiende los pedidos desde detrás de un mostrador. ¿Los empleados? Todos negros. Las camareras son muy atentas. La comida es excelente como siempre. Almorzamos en la terraza. Y cuando estamos a punto de pagar e irnos, otra vez la lluvia… ¡Cae torrencialmente! Como si el cielo se hubiese abierto en canal.
La lluvia nos persigue, ya no hay duda. Estamos justo en medio de la tormenta y conducir es un problema por la cantidad de agua que cae. Los relámpagos chasquean y nos envuelven en una nube blanca; jamás vi tanta furia. Los truenos son tan fuertes que hacen temblar al coche como a una frágil mariposa. Para más inconvenientes ha aumentado el tráfico. La carretera, ya una principal, la N11, es un río de agua sobre el que los camiones compiten por el espacio. Sí, es una temeridad seguir… Pero esto también forma parte del viaje y la adrenalina se activa. Seguiremos adelante; pero sí, somos conscientes de que podríamos acabar en la cuneta. La visibilidad es casi nula.
La tormenta queda a atrás. Sobrevivimos. Mas medio centenar de kilómetros más adelante, nos ataca una segunda. ¡Esta es aún peor! Estamos en una zona de montaña con muchas curvas. Atrás quedaron ya las lomas, praderas y rectas interminables. El asfalto no desagua la tromba que cae. Tampoco nos alivia la velocidad del limpiaparabrisas. No se ve un pimiento. Ahora sí, de verdad: mejor echarse a un lado y esperar. Pero el coche es una fiera que clava sus garras en la brea, mitigando nuestro miedo. El conseguidor, conductor avezado, ni se inmuta; ni siquiera se pone nervioso. Conduce con pericia… Se defiende como pez en el agua –nunca mejor dicho–. De ningún modo va a aceptar que el diluvio le detenga. Mientras tanto, los que le acompañamos contamos chistes.
Pero también esta experiencia pasa pronto, escampa. Salimos a campo abierto y el sol vuelve a brillar, aunque ya débil y mustio; está a punto de irse por detrás del horizonte.
El resto del viaje, entre dos luces, lo hacemos sin otros contratiempos. ¡Estamos en Estcourt!
Llamamos al timbre que hay junto al portón de la casa que habíamos alquilado y alguien nos abre desde dentro. Un muro de dos metros, electrificado, nos encierra; aquí pernoctaremos tres noches.
Nos reciben Gertrude y Johan; ambos entrados en carnes, alegres y dispuestos. Él, un grandullón enorme, nos sonríe. Ella, gobernanta, se adelanta decidida y nos muestra la habitación que ha preparado para los cuatro singles. Empuja la puerta y tropieza con la cama que ha colocado nada más entrar… Esa que ha logrado encajonar como ha podido entre el quicio y un saliente del muro. Sonríe…
Encima de la colcha ¡vete tú a saber por qué! hay una rana, no muy grande, que parece estar dormida; hipnotizada, tal vez. No se mueve. Gertrude, decidida, firme, alarga el brazo rechoncho y con su mano regordeta atrapa al batracio de un golpe, con una habilidad que nos sorprende. De pronto… ¡Ay, se lo mete entre las tetas! Asombrados, miramos hacia el canalillo que nos muestra y vemos como la rana patalea gozosa bajo la finura de la blusa. Gertrude ni se inmuta; como si esto fuera algo habitual, algo que practica cada día, un ritual. La rana, ya se ve, se encuentra a gusto y lame, acariciando, con su lengua viscoelástica y el baile de sus patas, la piel suave y tersa de los senos. Es cierto que patalea, que resbala a veces, que, incluso, se siente incómoda cuando, con gestos evidentes de disgusto, se desliza hacia la grieta que separa los dos pechos de Gertrude, porque no es fácil sostenerse en la resbaladiza prominencia de los senos.
Ahora, en ese juego erótico o embrujo –tal vez nos haya hipnotizado Gertrude a los cuatro– la rana intenta trepar hasta alcanzar un promontorio donde asirse. Pero la tela está, en esa región, demasiado tersa y el bicho no encuentra manera ni hueco por el que acceder a uno de los pezones en el que fijarse con la lengua y, al menos, con una pata. Agotada por el esfuerzo, víctima si se quiere del placer, el anfibio se agota en su lucha, sufre un ataque de vértigo y cae pegando tumbos al abismo oscuro del canalillo de nuevo. ¡Ah, pobre, tanto gozo mata! En una zona tan caliente, el anuro se asfixia.
A Gertrude no parece importarle lo que le ocurra a la rana; se le ve tan tranquila en el ritual. Como si la situación fuera normal, empieza a explicarnos el funcionamiento de las luces, del baño, de la extraña cocina… Nos cuenta el cómo y los porqués de esa habitación en la que estamos, en la que, orgullosa, ha conseguido encajar cuatro camas donde sólo caben dos.
Pero nosotros no la oímos ni escuchamos; sólo miramos a su pecho y al juego que se trae la rana dentro, acariciando ora la piel ora la tela; una tela nívea tan blanca como los pechos de la misteriosa anfitriona. No tenemos ojos para otra cosa… Nada que no sea el insinuante erotismo del batracio.
Ahora la rana, agotada –sospechamos– se refugia en la zona solombría que conforman los dos senos en la parte inferior. Desde ahí podría llegar al ombligo y salir a respirar si Gertrude se plegase y «saltase» algún botón. Por el momento sigue quieta. Espera su oportunidad.
Mientras tanto, la dueña no para de hablar; gesticula; insiste en explicarnos, con todo lujo de detalles, los misterios que esconde la habitación. La rana, agazapada, espera que algo ocurra para huir de la fiesta… Y este instante llega. Gertrude se agacha para espantar una mosca que la mordisquea en el muslo, y es en ese momento, en el instante que se arquea, cuando, como suponía el anfibio, se abre un agujero entre el par de botones que abrochan la blusa. Por ahí, por ahí… Y el batracio pega un salto y huye.
La última imagen que tengo de ella, es la de una rana alegre, dando saltos; luego su imagen se pierde entre las flores y parterres del jardín.
Una vez concluido el acto místico, Gertrude nos deja a los singles en manos de Johan y ella se va a atender las dos parejas que esperan afuera. Johan repite las explicaciones. Como ella, no para; se le ve incontinente. Ahora está contándonos, ¡otra vez! como funciona cada cosa en el cuarto de baño mientras trata de hacer chistes con alusiones a España y al flamenco. Creo entender, por sus gestos, que pretende que cantemos, bailemos y toquemos la guitarra.
No sé por qué, pero pienso en este momento en aquellos afrikáners, los primeros colonos que llegaron a Sudáfrica en el siglo XVII, y que luego, sus descendientes, guerrearon contra los ingleses. Observo al matrimonio y veo en ellos a una genuina pareja encarnando aquellos viejos tiempos: Los bóeres, pioneros europeos y conquistadores de estas tierras, que lucharon contra todo y contra todos, principalmente contra el Imperio Británico, entre 1880 y 1902, en un par de guerras que perdieron (La guerra de los Bóeres) en el intento de defender su independencia que había cristalizado en dos repúblicas: La República de Transvaal y El Estado Libre de Orange.
Pero vuelvo al momento presente. Después del encantamiento que hemos vivido con el episodio de la rana, y tras unos minutos de reflexión y puesta en común de la situación por parte de los cuatro ocupantes de “la habitación mágica”, la empatía con nuestros arrendadores se quiebra. El alojamiento contratado en Internet no es el que nos ofrecen; nos falta, en efecto, una habitación. Además, la suite de las fotos no aparece por ninguna parte. Y en “la habitación mágica” en la que estamos, han metido dos camas con calzador. Tampoco está muy limpia que digamos. Y, salvo que sepamos volar, no podremos desplazarnos por ella pues no hay lugar en el suelo donde quepa un pie. El baño es tan pequeño que para entrar hay que doblarse… ¡Y a ver como te arreglas para desdoblarte una vez dentro! En fin, nuestro alojamiento es un desastre.
Protestamos. Mostramos nuestro enfado y los papeles del contrato, así como las fotos por las que nos habíamos guiado al efectuar la reserva. Pero, ¿dónde está esa suite, tan añorada en este momento? Estamos reventados del largo camino y ahora esto… Después de un día entero sin bajarnos de los coches, de haber sobrevivido a dos increíbles tormentas y de sortear más de un peligro esquivando camiones… ¡No hay derecho!
Mas no cabe enfadarse, todo lo que ocurra forma parte del viaje. Es mi lema. Y es parte de la aventura; una anécdota más para ilustrar la crónica.
Al principio, los amables bóeres se escaquean, se hacen los locos, no aceptan nuestra reclamación. Les decimos que nos vamos, que denunciaremos lo ocurrido ante los organismos competentes e Internet. Aunque somos conscientes de que el remedio puede ser peor que la enfermedad, porque, ponerse a buscar alojamiento a esas horas de la noche es, cuando menos, fatigoso. ¡Y estamos muy cansados! De modo que llegamos a un acuerdo con Gertrude: pasaremos esta noche como sea y mañana, al volver de la montaña, nos tendrá preparadas las habitaciones contratadas, con la suite incluida, además de una cena casera que nos hará La señora de la rana… “A precio de coste”, añade ella, mientras ríe. También podremos hacer la colada; algo, en este caso, necesario, pues llevamos varios días al “abrigo” de la lluvia, sin poder lavar la ropa.
Somos positivos y los inconvenientes nos hacen sonreír. Esto no quiere decir que renunciemos a reclamar lo que consideramos justo.
Ya, para acabar con el enredo de la misteriosa habitación, falta decir que Alfonso, El explorador, tiene problemas con su cama; no cabe en ella. Los pies le quedan fuera, colgando sobre el catre, como si los pusiera a secar para hacer mojama. Y unos pies así, resultan tentadores, no cabe duda, para que la misteriosa Gerturde venga por la noche con su rana y un serrucho…
En realidad, “la mala suerte de elegir la peor cama” le pasa a El explorador porque elige siempre el último además de ser grandote. ¡Es que se acomoda con todo! Alfonso es demasiado generoso; un gran compañero de viaje. Aunque, en este caso, la cama que le toca clama al cielo… ¡Ni es cama ni es na! Por eso, después de revisarla atentamente, antes de acostarse, hace pruebas: se echa encima, se mueve, se gira… Y descubre que a poco que se revuelva mientras duerme, se va al suelo envuelto con la sábana, colcha y colchón. Por eso está ahora practicando. Menos mal… No sólo está familiarizándose ya con la “cosa” de la trampa, sino que ensaya, también, las distintas formas de caer. ¡Quiera Dios no pase nada, que no se nos descalabre!
Los Hendriks han montado al menos dos camas que son una trampa, sin la menor garantía. A lo mejor están pensando en deshacerse de nosotros… Mira que si son unos psicópatas. Lo de la rana da que pensar… ¡Menuda noche nos espera!
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
Joaquín: dudo que salierais de allí bien librados. No me digas que cenasteis ancas de rana. Deseando leer el desenlace.
Un viaje pasado por agua y nada aburrido!!
Guau
Me quito el sombrero que no tengo
Good. trip
De este artículo me gusta su toque de denuncia social, sus apuntes históricos y, sobre todo, las bellísimas fotografías, dignas de Magnum o de Natural Geographic