Salir de la zona de confort acarrea desosiego; se agolpan las preguntas, surgen dudas; y los anhelos que alimentan un viaje se confunden. Porque el tiempo no discurre sin cobrarse su parte de la vida. ¡Ay, la edad! Surgen miedos que hasta ahora te eran desconocidos; en tu mente revolotean pensamientos para los que antes sí tenías respuestas y hoy sólo son incertidumbres.
¿Para qué y por qué este viaje? ¿Acaso no he viajado ya bastante? He recorrido mil caminos por los cinco continentes. ¿Qué necesidad tengo yo ahora de exponerme, de abandonar esta rutina que tanto me complace? Pero el duende pide baile, movimiento. Y basta que alguien me sugiera la posibilidad de abandonar mi vida confortable para que me apunte a otro viaje. Porque sólo se vive una vez. “Vive quien se mueve”, me digo. “La vida es una pasión y hay que alimentarla; no puedes quedarte ahí, como si ya hubieses firmado el finiquito”, martillea en mi cabeza ese duende sagaz, sabelotodo, que desea cuidar de mí y segur dándome vida.
Hice autostop en Europa; viajado a Australia y a la selva amazónica –continúo justificándome–. He estado en Vietnam, en China. He saboreado la interminable monotonía del tren Transiberiano. Anduve ya hace años por Méjico en un viaje que nunca olvidaré. Y no hace tanto, hice un periplo intenso on th road por los Estados Unidos. También he caminado por Canadá, por Chile… Me asombré en la región de los Grandes Lagos, en el corazón de África, y estuve allí, en Ujiji, una remota aldea junto al lago Tanganika, en Tanzania, donde, según los testimonios de la época, Stanley encontró al doctor Livingstone el 10 de noviembre de 1871.
Y ahora viajo a Sudáfrica… ¿A qué? ¿Qué se me ha perdido a mí en ese país? Tengo en la mochila experiencias y tiempo acumulado suficiente como para pensármelo dos veces, ¿no? Una edad que invita a la prudencia. ¿Acaso no me preocupan los posibles contratiempos de salud que pudieran surgir? No demasiado, la verdad. Lo que haya de ser, será, me digo. Más puede el deseo, la pasión por la vida; el ansia de aventura, el placer de conocer y descubrir.
De modo que ya estamos aquí, en el aeropuerto de Barajas. En el grupo somos siete; todos felices sexagenarios y a prueba de fracasos. Solo falta él, El estoico, que nos espera en Johannesburgo, a donde acaba de llegar después de haber pasado dos meses en Ciudad del Cabo estudiando inglés… ¡A sus 75 años! ¡Ole!
Miro en derredor el ambiente y observo mientras esperamos en la sala de embarque. ¿Qué tipo de personas son éstas que, a media noche, cogen un avión para Luanda? ¿A dónde irán después? El aeropuerto angoleño es lugar de conexión a otros países; será por eso… Veo a tres, cuatro mujeres, ya mayores, a las que su vestuario las delata. Seguro que son monjas misioneras; se ve a la legua. Y me viene a la mente aquella cabeza esmaltada, negra como la pez, con una rendija en la coronilla, por la que la gente introducía unas monedas. “Día del Domund… Es para los negritos”, decíamos, los niños, cuando llamábamos a la puerta de las casas pidiendo un donativo, mientras paseábamos por la calle el busto reluciente.
También hay varias chicas tiradas por los asientos con cara de susto, expectación y mirada “cooperante”. Más de una, quizá, estará soñando ya con extrañas aventuras al estilo de Jane, la novia de Tarzán; o, quizá, con experiencias aún más volcánicas, como las vividas por Ava Gardner en Mogambo. Otras, seguro que están llenas de miedos a la vez que deseosas de empezar la nueva vida, convencidas de que le están dando un sentido a su existencia. Alguna, que hace este viaje perdida, tal vez se encuentre a sí misma. Vete tú a saber…
Se ve a algún que otro despistado viajero y a varios, como nosotros, que harán de este viaje una experiencia única. Hombres solos… Un par muy elegantes, con el traje a la medida; maqueados hasta el punto de parecer monigotes ridículos, dada la hora que es. ¿Funcionarios del gobierno angoleño? ¿Diplomáticos? También hay varios hombres blancos desperdigados aquí y allá, atrapados en una aparente ensoñación; informales en su atuendo, con gesto circunspecto. ¿Empresarios? ¿Buscadores de fortuna? ¿Lobos solitarios? ¿Mercenarios? Algunos estudiantes que regresan a casa. Y familias angoleñas, sudafricanas, mozambiqueñas, de otros países africanos o de Sudamérica, pues, desde el aeropuerto Quatro de Fevereiro, en Luanda, parten vuelos regulares a Maputo y a varias capitales de Sudáfrica, a Brasil y a otros destinos africanos o en Latinoamérica. Son una veintena los países los que operan desde aquí.
Embarcamos. El avión, un Boing 777-300, bastante envejecido por el uso, está medio vacío. Es un mastodonte de nueve asientos en línea en el que apenas el pasaje ocupa un centenar de plazas de las 289 que tiene. Esto nos permite dispersarnos al instante y acaparar varios asientos en línea para acomodarnos a dormir. Son las doce de la noche. Despegamos. La llegada a Luanda está prevista para las siete de la mañana.
Me llama la atención el uniforme negro sobre negro, muy elegante, que luce la tripulación. Esos toques de rojo y tostado calabaza en la chaqueta o en la falda, en el fular y en el tocado que portan las azafatas les da, sin duda, una especial distinción. Son los colores de la bandera angoleña y les sientan muy bien.
Poco después del despegue nos sirven una cena que, ya se sabe, más que por el gusto de paladear las viandas que ofrecen, lo que se agradece de verdad es el tiempo de entretenimiento y distracción que te propicia deshacer tanto envoltorio.
Y ahora sí, como los sistemas electrónicos están estropeados, la tentación de ver una película o escucha música no existe; lo que procede y más conviene es echarse a dormir para estar en forma al día siguiente.
Un chorro de voz nos anuncia por megafonía que va a servirse el desayuno. Se encienden las luces, me desperezo y corro la cortinilla de la ventana de tengo al lado. En el cielo ya clarea. Nos acercamos a Luanda. Estamos sobrevolando la costa, y en el mar color terroso se ve algún carguero dirigiéndose hacia el puerto. Instantes después, una mancha plateada y refulgente de techos de hojalata se derrama por la infinitud de la llanura; kilómetros y kilómetros de casas unifamiliares cosidas por caminos de tierra rojiza, fluyen, desaparecen y vuelven a mostrarse como animalitos inertes según el grado de inclinación que tome el avión. El piloto sobrevuela la ciudad trazando un amplio círculo mientras se acerca a la pista de aterrizaje.
La bienvenida nos la da una ola de calor cargada de humedad; hemos pasado en siete horas de 2 grados en Madrid a 28 en Luanda. Ahora toca adaptarse.
En el recorrido de tránsito para tomar el avión a Johannesburgo el desconcierto es la ley. Una funcionaria de peso considerable y movimientos difíciles se afana en poner orden. Los que se van, los que se quedan o los que no saben por dónde o a dónde deben ir… Todo se embarulla. El espacio es insuficiente para desahogar la avalancha de pasajeros que acaban de llegar en esos momentos, procedentes de varios vuelos; las filas se entrecruzan y confunden. Detrás de un mostrador, un hombre embutido en su uniforme no da abasto, incapaz de controlar no se sabe qué. Tenemos tiempo suficiente para no perder el vuelo de enlace, pero si esto se alarga, quizá nos falte. La cola se eterniza, no se mueve. Cinco, diez, quince minutos y aquello sigue igual. Pero no hay que preocuparse; ocurra lo que ocurra es parte del viaje.
Otra vez tenemos que mostrar el pasaporte, el certificado Covid, pasar el equipaje de mano por el escáner… ¡Pero si ya nos han controlado en Madrid! Un hombre y una mujer –se les ve malhumorados– agobiados sin duda, se muestran incapaces de controlar la situación. Gesticulan, parlotean entre ellos, se enfadan. Dan órdenes. Apenas disponen de media docena de bandejas para que depositemos los objetos personales antes de pasar por el arco de control.
Pero no hay mal que cien años dure; hasta lo más complicado se resuelve.
Mientras esperamos la salida de nuestro avión, Eva –o Pipi Calzaslargas como me gusta llamarla por tener piernas de garza y trepar como una gacela por las rocas– se acerca al mostrador de la única cafetería que hay por allí y pide un café. “Son tres euros”, le dice el camarero. Pero le cobra cinco. Ella no protesta porque está cansada del vuelo nocturno, no sabe inglés, ni portugués, ni zulú… “¡Para qué! –comenta resignada–. Soy extranjera y me habrá visto cara de hucha con patas… En fin, es mi buena obra del día”, concluye.
Por lo demás, la espera no nos resulta tan larga. El tiempo en los aeropuertos, si todo va por su curso, vuela; otra cosa es cuando hay cancelaciones o retrasos. Entonces sí, el ambiente se degrada y descompone y el reloj se ralentiza. Pero hoy, las tres horas de escala se están diluyendo como un azucarillo en el café. En la sala de embarque hace un calor insoportable.
Despegamos a la hora prevista, sobre las 10,30 de la mañana. Tenemos cuatro horas por delante hasta Johannesburgo. Volamos sobre un manto de nubes de algodón, en un avión pequeño de la misma compañía, la TAAG angoleña. El avión va a rebosar; ni un asiento libre. Del paisaje de Namibia, país que sobrevolamos, nada vemos; solo el blanco de las nubes sobre las que parece que flota el avión. Hasta que iniciamos el descenso y aparece, como en Luanda, un mar infinito de barracas y barrios periféricos. Si tienen arbolado, deduzco, son barrios de ricos; si las chapas refulgen bajo el sol achicharrante del mediodía, sin la más mínima muestra de manto vegetal alrededor, es la miseria la que campa a sus anchas por allí.
Aterrizamos. Un retén de policías, armados con metralleta, nos recibe en la boca del túnel que da paso a la instalación aeroportuaria. En un momento dado, mientras caminamos por un largo pasillo hacia el control de pasaportes, se nos pide a los viajeros que pongamos en el suelo, apoyado en la pared, a la izquierda, el equipaje de mano y nos coloquemos frente a él, a la derecha. Treinta, cuarenta metros de bultos apiñados como para iniciar una gincana. Aparece un policía con su perro detector de sospechosos y sustancias “peligrosas”. El can olfatea las mochilas, bolso a bolso…. Está nervioso, como si tuviese “mono” de algo. Bailotea, agita el rabo, alza la cabeza, estira las orejas, saca la lengua… Cada vez que se para junto a un bulto alguien emite un suspiro al tiempo que se le encoge el corazón. Y si el chucho interrumpe su marcha y retrocede, da media vuelta y olisquea una mochila de segundas… ¡Oh, peligro! El propietario entra en trance. Esto –lo de que el perro se fijara en su mochila, no que entrara en trance su dueño– le ocurrió precisamente a El impasible, nuestro compañero más discreto y comedido. Por un instante, el animalito se pone a rebuscar en los pliegues con el hocico, atraído, supongo, por aromas importados de Madrid. Imagino que el sabueso huele las chucherías, golosina, frutos secos… Productos que mi amigo ha traído de España para entretener el largo viaje.
Pasamos, al fin, sin más contratiempos los controles pertinentes, nos reunimos con El estoico que nos aguarda en el hall del aeropuerto, hacemos la foto de rigor celebrando el reencuentro, y mientras unos gestionan la entrega de los coches alquilados, otros vamos a cambiar dinero: por un euro nos dan 18,24 rand.
Para resolver el alquiler de los coches nos atiende una chica albina que llama la atención por lo blanco de su cutis en contraste con el moño dorado que tiene en forma de torreón en su cabeza; un torreón refulgente, espectacular. Con la documentación ya resuelta nos encaminamos a recoger los vehículos.
Primera sorpresa: los coches no tienen bandeja para ocultar el maletero. Esto, aparte de contrariarnos, nos supondrá graves contratiempos pues no podremos dejar el coche en cualquier parte ni objetos en él. Nuestra intención es pararnos “por ahí” para hacer senderismo. Protestamos… Pero no obtenemos respuesta. ¡No tienen coches de alquiler con bandeja!, nos explican. En Sudáfrica, comprendemos al fin, que esta es la fórmula más eficaz para evitar que los ladrones revienten los coches. Si hubiese alguna zona oculta del coche (como el maletero) romperían una ventanilla a la menor sospecha o abrirían el coche sin más.
Aceptamos la situación y ya iríamos viendo. Arrancamos.
(Continuará)
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Nota.- Al final del último capítulo se publicará una amplia selección fotográfica.
Que maravilla Joaquín!! Viva este duende que te empuja a viajar y compartir de forma tan inspirada y detallada tu aventura!!! Deseando q llegue la próxima entrega!!!
Un abrazo
Comparto plenamente los dos primeros párrafos, especialmente el primero. Son un breve y certero resumen de mis dudas y temores ante un nuevo viaje a estas edades.
Los siguientes párrafos un placer de lectura y una invitación a viajar.
Gracias Joaquín.
Toño
Disfruta del viaje,
» … pide que el camino sea largo,
lleno de aventuras, lleno de experiencias.
No temas a los lestrigones ni a los cíclopes
ni al colérico Poseidón,
seres tales jamás hallarás en tu camino,
si tu pensar es elevado, si selecta
es la emoción que toca tu espíritu y tu cuerpo. …» (del poema Ítaca de Konstantino Kavafis)
¡Qué bueno Joaquín! Ansío la continuación. Un fuerte abrazo.
Qué envidia dais! Gracias por compartir vu
Estás experiencias!
Como echaba de menos tus escritos Joaquín. Meses esperando que rompieran tu silencio (lo entiendo) y me hicieras de nuevo partícipe de tus viajes, de tu manera de ver el mundo, de compartir tu poder observador sobre lo que te rodea.
Con este poderoso arranque estoy deseando que llegue pronto la primera entrega. Que los aires y la calma de Villares de Yeltes te inspiren. Abrazos
Gracias, Joaquín, me has ayudado a recordar hasta aquellos pequeños detalles que son condimentos esenciales en nuestras aventuritas. Espero la siguiente entrega.
Un abrazo
¡Gracias, Joaquín! Consigues con tu prosa que os acompañemos en tan singular viaje. Un abrazo
Da gusto viajar contigo desde el sofá!