Caminando por las montañas de Albania, Kosovo y Montenegro
8. Sedientos, sin agua… Y epílogo

El sol saltó sobre los pinos y se posó en Balqin. Fue todo un alivio en las penurias y horas gélidas que habíamos pasado aquella noche. La luz se coló por las rendijas de la escuálida barraca, posándose en mi cara. Me despertó. Fue una suerte porque en ese momento manoteaba confundido, paralizado, tratando de asirme al saliente de una roca para no caer al abismo. ¡Ay, los sueños!

            El calor del astro rey llegó como una chispa dulce, sin avisar. La vigilia había resultado ser de aúpa para algunos; sobre todo para aquellos que tuvieron que hacer varias excursiones al infierno del retrete. Estos no lo olvidarán fácilmente. Y, en cuanto al frío, la madrugada resultó ser tan glacial que cuando nos reunimos para desayunar no pudimos evitar recordar con alegría la noche de marras pasada en Dobërdoll. Mas la travesía se acercaba ya al final y había que celebrarlo.

            Una vez desperezados, y con sol envolviéndonos el cuerpo, la reunión en el almuerzo resultó una experiencia gozosa. Desayunamos como siempre; todo rico y abundante. Luego, recogimos la mochila, preparamos el paquete para el picnic y emprendimos el último tramo del viaje encantados de estar vivos, sin lesiones ni dolores importantes…

El sol se posó sobre Balquin y el frío salió huyendo. Lo mejor, un té calentito antes de la última etapa./ Foto JM
El sol se posó sobre Balqin y el frío salió huyendo. Lo mejor, aquel té calentito antes de empezar la última etapa./ Foto JM

            Aunque no en todos los casos. Porque nuestro Gran Conseguidor había alegado, unos días antes, estar enfermo, situación que “aprovechaba” para subirse a la furgoneta con la que nos trasladaban los equipajes. Cierto es que lo que de verdad le apetecía era caminar, ¡estoy seguro! Pero no hay como que surja un contratiempo y con él la disculpa para cultivar la maula del “¡Ay!, que mal me siento”. Es decir, sucede a veces: al gen de la voluntad se debilita mientras el gen vago vocea, saca pecho. Sí, es la genética. Aún así no pudimos convencerle de que la mente le estaba liando y que la mejor medicina para el cuerpo son el aire puro y pelearse en la montaña. Pero él seguía alegando que estaba muy malito… con lo que no tenía remordimiento ni mijita de culpa. Viajar como un señor con chofer, no estaba nada mal, verdad.

            El “goce motorizado” en la montaña fue todo un hallazgo y enseguida tuvo adeptos en el grupo. Los dos mozos-hermanos y más jóvenes (el Feliz Alternativo y el Monje), se sumaron a la fiesta también. La comodidad de desplazarse en automóvil sin tener que tirar de la mochila ni del cuerpo tenía su punto… Menos mal que el resto de la troupe resistió y no hubo más deserciones; quedamos ocho para el último día de aventura

            Con jovial entendimiento iniciamos la jornada y con botas de siete leguas cabalgamos por los cerros, hollando bosques y colinas como cualquier otro día. Con más alegría si cabe, pues sabíamos que era el último, buscamos el suroeste, que es donde se hallaba el Maja Gjarperit (2.140 m.), pico al que pretendíamos subir. Sería el broche perfecto para la experiencia transbalcánica. Todo era ese día ideal para mí; las subidas eran cortas y las bajadas me encantan. Además, en cuanto me ponía a pensar en lo bien que me encontraba después de siete días de marcha, experimentaba un subidón de adrenalina que aún me hacía sentir mejor.

La montaña era infinita y nosotros, insignificantes, subíamos y bajábamos, ya, como si anduviésemos por casa./ Foto JM
La montaña era infinita y nosotros, insignificantes, subíamos y bajábamos, ya, como si anduviésemos por casa./ Foto JM

            Atravesamos por praderas y bordeamos farallones de caliza… Hasta que empezamos a subir una vez más, ahora en serio. Habíamos llegado a uno de esos tramos en los que miras para abajo y te entran ganas de echarte a volar y salir huyendo o, si la vista la diriges hacia arriba, solo piensas en darte la vuelta porque nunca vas a poder alcanzar la cumbre que hay enfrente, a la que obligatoriamente has de llegar.

            Empezamos a trepar…

            Estábamos en estás, gateando, cuando apareció detrás de un risco un pastor dando voces. Por lo que pude colegir, arengaba a sus ovejas que corrían como tontas hacia mí, ladera abajo, como si fuera un rebaño de muñecos de nieve. Mientras me rodeaban me sentí en un atasco. Ellas no paraban de balar y el pastor de gritarles. Les riñe, pensé. Sus palabras rebotaban en las rocas y el eco las recogía, repicaba y repetía hasta desgastarlas. Yo miraba arriba y veía a mis compañeros trasponer por el último perfil de la montaña. El pastor se paró un poco más arriba, frente a mí. Curioso, me miraba. Era alto, parecía una estatua griega; firme como un árbol. Sonreía. Allí estaba plantado, en medio del sendero, junto a una de esas curvas que el camino va trazando en un zigzag ascendente, esperando a que llegase junto a él con mi calvario.

            Yo seguí subiendo lentamente, con dificultad; muy despacio; hasta que llegué a su altura y me detuve. No me quitaba ojo. Parecía un hombre recio, de aspecto saludable y, quizá, joven. Me fijé mejor en él  y supuse que tendría más edad de la que, por el aspecto de su rostro, aparentaba. De pronto pegó un giro y se alejó corriendo; subió y bajó varias veces saltando por las piedras del canchal para reconducir al rebaño que, otra vez, se estaba desperdigando. Se paró junto a otra curva del camino y esperó a que llegase. Y llegué. Llegué y me detuve… Descanso merecido. Ahora su sonrisa era más franca y me escudriñaba abiertamente; como si le preocupase mi situación.

"Yo estuve allí", podría decir... Para que nadie dude de esta crónica, sí, sí, este soy yo, el que ha tratado de manteneros entretenidos. Foto (con mi cámara) hecha por Pepe.
«Yo estuve allí», podría deciros. Sí, yo soy el que ha tratado de manteneros estos días entretenidos; espero haberlo conseguido. La foto (con mi cámara) la hizo Pepe.

            Guery se había parado también un poco más arriba, dispuesto a esperarme. El pastor comenzó a hablar despacio, como para sí. Yo, lógicamente, no le entendía nada. Percibí en él a un hombre de temple, y, ahora fijándome mejor, lo vi bastante mayor. Aunque su cara sin arrugas y piel tersa le daban un aspecto saludable; tenía pinta de  inteligente.

            El pastor habló de nuevo, mirándome esta vez más fijamente. ¿Qué me dice?, le pregunté a Guery, gritándole. Pregunta que cuantos años tienes, me contestó él. Sesenta y ocho; dile que tengo sesenta y ocho. Guery le tradujo. El pastor habló de nuevo: pronunció deprisa unas palabras y las repitió luego más alto. Él dice que tiene setenta y cinco, voceó Guery. Yo no le había echado más de sesenta, contesté a su vez, lo más fuerte que pude, para que me oyese bien.

            Los dos nos miramos. Sonreímos. La verdad es que me hubiese quedado allí un buen rato, colgado en aquel precipicio, charlando con el pastor albanés, tratando de entender su vida y haciéndole partícipe de la mía. Pero el grupo se había ido; solo Guery me esperaba.

            «Usted está adaptado, es de aquí. Es pura naturaleza, forma parte de ella, y es normal que se conserve tan bien», le pedí al guía que le tradujese. El pastor habló por tercera vez. Y Guery me informó que me deseaba buen viaje. Y añadió… ‘para animarme’, según Guery: “Que lo último es rendirse y que, si se desea, se llega siempre”.

            Yo le di las gracias con un gesto amistoso, inclinándome, y reemprendí el paso hacia arriba… Sobre mi cabeza estaba el cielo, al que hubiese ido a parar con los pies por delante, estoy seguro, si la pendiente hubiese durado un par de horas más. Pero estábamos a punto de alcanzar una hermosa pradera.

            Adolfo se había quedado a esperarme y me acompañó en los últimos tramos. Con un compañero cerca todo resulta más fácil; verle ahí, por delante, te invita a seguir aunque no puedas. Es como en las carreras ciclistas: quien va abriendo camino a la cabeza del pelotón libera al resto de tener que lidiar con el viento.

            Estábamos muy cerca de las cumbres y alguien preguntó dónde había agua. El guía nos había dicho, antes de salir, que no habría problema, que encontraríamos manantiales por todas partes… ¡Pero estaban secos! Guery se puso algo nervioso. Subía y bajaba, aceleraba el paso y, como un perro de caza, olfateaba cualquier rincón húmedo buscando el elixir de la vida. ¡Nada! ¡Ay, saltó la alarma! Miedo y desasosiego. Guery, sin rendirse, intentaba poner calma. «Un poco más adelante seguro que hay agua», dijo con firmeza. Ya, pero vamos a morir… ¡Morir de sed! Tendría no poca gracia morir deshidratados en medio de una montaña que gran parte del año está cubierta de nieve. Seguro que moriremos…

           Yo  estaba tranquilo; llevaba en mi mochila casi la mitad del agua que traía al principio de la marcha. Bien repartida, habría agua para todos.

            Tras una media hora de búsqueda y varios intentos fallidos, Guery halló el manantial más escondido, del que salía un hilo fino, suficiente, para llenar las cantimploras. ¡Estábamos salvados!

            Nos detuvimos a comer. Y el grupo se dividió entonces en dos: cuatro, además de Guery, subieron al Gjarperit y los otros cuatro aprovechamos su partida para echarnos una siesta. Volvieron pronto; apenas tardaron una hora. ¡Impresionante su estado de forma!

            De nuevo, todos juntos, emprendimos el descenso hasta Gjiarper… ¡El último tramo del viaje caminando!

            El descenso, como la mayoría de bajadas que hemos hecho en esta travesía, fue en algún tramo prácticamente vertical, siempre rodeados de bosques y paisajes increíbles.

            Como  ya sabéis que me siento bien en las bajadas, me puse en cabeza una vez más… Y así entré en la gueshause donde pasaríamos la última noche. ¡Fui el primero en llegar! ¡En loor de multitud y recibido por los compañeros que habían viajado en coche! Todos se rieron de mi hazaña y osadía después de haber ido siempre el último… Todos celebramos haber sobrevivido sin percances que reseñar.

            La última noche en el monte fue una fiesta de celebración; también recordamos anécdotas. ¿El lugar? Tuvimos suerte… Cenamos en un salón alfombrado y con chimenea. Las cabañas dormitorios tampoco estaban mal. ¡Tenían perchas! ¡Y la puerta cerraba bien en todas! Incluso hubo agua caliente suficiente para que todos nos duchásemos. Habíamos vuelto a la civilización o casi…

            Pero ¡qué va!, la civilización quedaba aún lejos. Faltaba el viaje de vuelta a Tirana que duró todo el día siguiente.

Después del desayuno y tras recoger los avíos por última vez subimos a una furgoneta que nos bajó a la carretera que discurre por el fondo del valle, siguiendo el río Valbone. Cerca de una hora se tiró aquel changarro dando vuelas y más vueltas ladera abajo, trazando curvas imposibles y sorteando imponentes precipicios, hasta llegar al asfalto. Luego, media hora más tarde tomamos la SH22 que nos condujo a Fierzë, donde nos aguardaba una barcaza que, por espacio de tres horas, nos transportó por el río Drín hasta Koman. De este modo nos ahorramos 154 kilómetros de recorrido terrestre o, si lo medimos en tiempo, más de cinco horas de viaje.

La guinda en el pastel de la aventura. teníamos por delante 3 horas de navegación por el río ./ Foto JM
He aquí la guinda del pastel de la aventura. Tres horas navegando por los cañones del río Drin, con un frío que pelaba, para acortar 154 km en la vuelta a Tirana./ Foto JM

            El traslado en la barcaza fue como la guinda en el pastel de la travesía. El río es un embalse encajonado en un cañón de decenas de kilómetros. Luego, desde Koman a Tirana hay apenas 134 kilómetros pero la carretera es infernal en los primeros 50, por lo que, al final, tardamos tres horas más hasta la capital.

             ¡Ay, Tirana! Otra vez el ruido, los cláxones, los atascos, el asfalto oliendo a sucio…

            Cuando por fin llegamos al hotel Capital era de noche. No recuperaría mi móvil hasta el día siguiente, pero, tras tomar posesión de las habitaciones, nos aseamos y nos fuimos a celebrar el final de la aventura con unas cervezas y unas tapas de jamón ibérico que este cronista había paseado por las montañas albanesas por si surgía una emergencia.

            Y fue así como brindamos por la salud, la amistad y el próximo viaje.

He aquí la síntesis de la aventura. ¡Brindad, brindad, "malditos' que lo os lo habéis pasado muy bien. ¡Salud.7 Foto JM
¡Brindad, brindad, aventureros, que lo habéis pasado muy bien! ¡Por la amistad y la salud!/ Foto JM

Epílogo

De los once que conformábamos el grupo, seis volvimos juntos a Madrid en vuelo directo desde Tirana. Llegamos pasadas las once de la noche de un lunes. Yo tenía posada en casa de un amigo en las inmediaciones de la Plaza Mayor y mis compañeros habían alquilado –sin conocer mi ubicación– un apartamento al lado de la Puerta del Sol, en la calle Correos; o sea, casualmente, estábamos al lado. Por la mañana me llamaron por teléfono para ofrecerme la posibilidad de compartir el taxi que les llevaría al AVE, en  Atocha.

            Aunque yo tenía pensado ir en metro, les dije que sí, que iría con ellos en el taxi. Pero cuando nos encontramos me dijeron que habían cambiado de idea y pensaban irse andando a coger el tren. Me pareció bien. Y eso que cada uno transportaba dos mochilas, una de ellas grande.

            Como aún teníamos tiempo y estábamos en mi antiguo barrio, me ofrecí a hacerles de guía y callejear un poco. Y así fue como emprendimos la última excursión de este maravilloso viaje, siempre riéndonos y celebrando la amistad. De la plaza de Pontejos, calle Correos, pasamos a Puerta del Sol, Carretas, calles de Cádiz y de Barcelona, (cruce donde se halla –ahora cerrado– el bar “más grande de España” según rezó siempre a la entrada del cuchitril), Espoz y Mina, calle de la Cruz, el callejón del Gato, con sus espejos cóncavos y convexos que recuerdan a don Ramón del Valle Inclán y su pelea a bastonazos con Manuel Bueno… Y de aquí por la plaza Santa Ana hacia el barrio de las Letras y el paseo del Prado.

            Era emocionante –me lo parecía al menos a mí– observar como aquel grupo de “jóvenes”, de más de 60 años, celebraba la vida cargando con mochilas y accesorios después de haber pasado mil fatigas y peripecias en los Alpes Dináricos, ascendiendo y bajando en siete días el equivalente a una ascensión al Everest.

            Una imagen poderosa, la del grupo, recorriendo la calle Huertas hacia el paseo del Prado, con el humor intacto y sobrados aún de fuerzas para celebrar con esta rúbrica y cataratas de risas el final de una aventura montañera que no es más que el prólogo del próximo viaje que viviremos. FIN.

                                                                                                                                                                                                                     Sevilla, 24 de noviembre de 2022

 

 

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Nota del autor.- Aquí termina esta crónica. Confío en haber despertado vuestro interés Y si, por ende, ha alimentado en vosotros el deseo de vivir esta o similares aventuras, ¿para qué quiero más?  Han sido ocho entregas, que pudieron ser más… o solo una. ¡Pero esto es lo que hay!

 En cuanto a las fotografías, os ofrezco todas juntas, en una “galería fotográfica”: las publicadas por capítulos y alguna más… ¡Qué las disfrutéis! ¡Soñad, soñad, amigos!

 

GALERÍA FOTOGRÁFICA

4 comentarios Añade el tuyo
  1. Muchas gracias, Joaquín, por esta crónica de un viaje en el que, una vez más, he aprendido a valorar la búsqueda del sentido de la vida en la Naturaleza y con la compañía de personas con idéntica obstinación. Gracias por compartir esta maravillosa experiencia. Un abrazo.

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