Caminando por las montañas de Albania, Kosovo y Montenegro
6. El señor Raki y el arroz con leche

Arrancamos cuesta arriba ¡cómo no! con la intención de subir al pico más alto de Kosovo, el Gjeravica, de 2.656 metros; también el más elevado de la antigua Yugoslavia. Lo tenemos justo enfrente, detrás de la montaña que sirve de frontera y por la que ahora transitamos en zigzag al encuentro del collado que nos acerque.

            Al llegar arriba nos recibe una borrasca con chubascos de aguanieve y mucho viento. No estamos equipados para soportar estas temperaturas, dice Eva. Las nubes se agarran al macizo y la visibilidad es escasa. En estas condiciones, si subiésemos, poco o nada podríamos disfrutar de las vistas.

            Tras breve conciliábulo, la mayoría nos decantamos por suspender el ascenso, aunque algunos, lógicamente, manifiestan su decepción. Pero en la montaña la prudencia equivale a vivir más. Hace años, compartí, en Marruecos, una travesía por el Atlas con un montañero de primer nivel, Jordi, que había estado dos veces a punto de coronar el Everest. En ambas ocasiones, me contaba, había desistido de llegar hasta la cima por prudencia, aunque se encontraba ya muy cerca. Retroceder era la única fórmula que conocía para seguir intentándolo de nuevo en  aquella y otras cumbres, me explicó

            Una de las noches, mientras vivaqueábamos a más de 2.000 metros, recordaba que había dejado de contar los fallecidos, entre amigos y conocidos, cuando la cifra superaba la treintena. No le he vuelto a ver, pero, si ha seguido tomando las mismas precauciones, seguro que aún anda por ahí hollando montañas.

            Nada que ver, en nuestro caso, con las aventuras de Jordi. Nuestra situación, podría decirse, no era para tanto ni mucho menos. Pero la prudencia nunca sobra. Porque la osadía, en la montaña, te mete, sin darte cuenta, en líos de los que es complicado salir. Seguramente, no hubiera ocurrido nada si hubiésemos subido; pero tampoco el Gjeravica es el Everest ni nada que se le parezca como para dejarse en él la salud tratando de llegar arriba. Lo que sí era indiscutible es que las prendas de abrigo que llevábamos no eran suficientes para protegernos con garantía de la borrasca.

Allí arriba, camino del , el sentido común se impuso ala borrasca y decidimos cambiar de rumbo./ Foto JM
Allí arriba, camino del Gjeravica, el sentido común se impuso a la borrasca y decidimos cambiar de rumbo./ Foto JM

            El cambio de planes modificó las perspectivas. Empezamos enseguida a descender por un paisaje dulce, ondulado, vestido de tonalidades ocres provocadas por las plantas invasoras de un tipo de arándanos que se extendían como alfombras infinitas por todas las laderas, tiñéndolas de matices increíbles.

            El descenso hacia el guesthouse de Sylvice se nos hizo eterno. Por el camino descubrimos varios lagos; bajábamos saltando de terraza en terraza… Teníamos gana de llegar.

            La aproximación a las cabañas, donde pasaríamos esa noche, fue como si arribásemos a un castillo. No por las construcciones que conformaban el complejo sino por las muestras de entusiasmo y magnificencia (con reverencias y aspavientos incluidos) de su dueño que, adelantándose, salió a recibirnos al camino. Nos recibió El Albanés –al que a partir de ahora llamaré el señor Raki– exhibiendo gran contento. Se colocó junto a un pequeño puente o pasarela, levantada para salvar el torrente, y, tendiéndonos la mano, estrechó la nuestra. Uno por uno recibimos el abrazo, al tiempo que repetía su particular ritual de bienvenida que nosotros, lógicamente, no entendíamos. Mientras caminábamos a su casa, aparentemente nervioso, excitado, no paraba de gesticular con la intención, supongo, de ofrecernos lo mejor y conseguir que nos sintiésemos felices.

Desarbolados como náufragos, avanzanzando hacia la meta.../ Foto JM
Desarbolados como náufragos, avanzanzando hacia la meta…/ Foto JM

            Una vez ubicados en las buhardillas-dormitorio y tras las preguntas de rigor, a saber: si había Internet… –¿Agua caliente? ¿Ducha? ¿Váteres?– algunos, como no habían tenido bastante con la travesía de ese día, decidieron hacer piernas escalando el pico de enfrente, mientras el resto nos recogíamos, envueltos en mantas, en lo que era el salón comedor de la familia. Le falto tiempo al alborozado señor Raki para aparecer sonriendo y chapurreando en su lengua sin cesar. Venía más contento que unas pascuas y, sin pensárselo dos veces, nos ofreció el elixir que cura todo por allí, incluido el frío: ¡raki!

            “Raki, raki, raki”, repetía sin parar de reír, mientras llenaba varios vasos sin importarle demasiado que hiciésemos gestos de rechazo o que el líquido se derramase.

            El Conseguidor, que se encontraba ya mucho mejor y llevaba unas cuantas horas esperándonos por haberse desplazado en el todoterreno que transportó las mochilas  –avisado del percal– nos previno y nos propuso que para evitar males mayores solicitásemos algo de comer; algo que acompañase a la ingesta de raki. Unas patatas fritas, por ejemplo.

            Y así lo hicimos. Por señas y poniéndolo todo de nuestra parte, le dijimos que si no le era molestia, su mujer nos preparase unas patatas. Así evitaríamos que el aguardiente nos abrasase el estómago o nos abriese en canal, al no tener nada dentro. La sorpresa fue que… a la inocente petición del plaato de “fritas” el señor Raki respondió con un almuerzo en toda regla: ensalada, chorizo de la casa, pan… Incluso nos invitó a degustar unos tazones de arroz con leche que, entre grandes aspavientos, sacó nuestro excitado anfitrión de una nevera. ¡En el guesthouse había nevera! Aunque no se necesitaba; a esa hora, el atardecer, el valle entero era ya puro frigorífico… Y con la llegada de la noche lo sería aún más. El señor Raki, sin duda, pasado de alcohol, avizor como las águilas, nos observaba y, en cuanto vaciabas la copa, te la llenaba.

Gallinas albanesas, felices y contentas en su montaña./ Foto JM
Gallinas albanesas, felices y contentas en su montaña./ Foto JM

            Todo esto ocurría en la espera de las  fritas… Que, por fin, llegaron ya… ¡Por fin!

            Entre copa y copa, charla, comer, beber y hablar… La cosa fue liándose. El señor Raki miró a la pared de soslayo y retiró el AK 47 que colgaba de una percha; lo cogió y salió con él, discreto. Quizá estaba pensando que a alguno de nosotros, sometido a los vapores etílicos, podría ocurrírsele ponerse a jugar con el arma y liarse a tiros.

            Obviamente, la temperatura corporal y del ambiente había mejorado. Los chupitos de aguardiente habían hecho el milagro; uno sentía el cuerpo calentito. Pero el frío  iba en aumento… Eso, seguro.

            Así que, antes de huir a la buhardilla, donde había preparado mi nido, degusté el arroz con leche, al que quiero dedicarle una mención. De repente, al probarlo, tuve un escalofrío de placer. De golpe me invadió el sabor del arroz de mi madre. Un arroz que en ninguno otra parte del mundo, nadie, llegó a igualar, a decir de algunos expertos asturianos que pasaron por el pueblo y tuvieron la ocasión de degustarlo, y que, como por todos es sabido, son buenos catadores y entienden más que nadie de uno de los postres más celebrados de Asturias.

            Pues bien, el arroz con leche que me ofreció el señor Raki sabía igual, igual, que el de mi madre… ¡Oh, sorpresa! ¡Qué delicia! ¡Dioses, qué manjar! Luego averigüé que la leche era de sus vacas, las que pacían, como quien dice, a la puerta de casa; y que la cocción y el remover lenta y lentamente era una gracia de su esposa. ¡Ay, el arroz con leche! Esa crema que se forma al fundir con el azúcar, con esa textura de leche condensadas, entre la que flotan y resbalan los granos de arroz al dente (cocidos sí, pero no deshecho) con un dulzor y aromas propios de los campos, imposibles de conseguir lejos de la naturaleza.

            Gocé de aquel manjar como no he vuelto a sentir desde que, hace nueve años, mi madre se marchó al paraíso de los mares del sur en un viaje sin fecha de vuelta ni retorno. Y una vez ahíto y relamiéndome como buen goloso gato, resolví huir del barullo que se estaba formando y subirme a la buhardilla, meterme en el saco y echarme a dormir. Eran las cuatro de la tarde y, salvo para cenar e ir al váter de madrugada, no abandoné ya el cubículo en las siguientes veinte horas.

Juego de colores, fantasías de la naturaleza./ Foto JM
Juego de colores, fantasías de la naturaleza./ Foto JM

            La tarde estaba resultando entretenida. Aparte de echarme una buena siesta calentito (había ido a caer encima de la cocina sin saberlo) compartí horas de charla con Eva (nuestra querida Pipi Calzaslargas). Eva que, como yo, también había decidido refugiarse en la buhardilla. Conversamos largamente sobre todo y sobre nada y, ya en particular, sobre el viaje que estábamos haciendo. Compartimos confidencias.

            Estando allí, sobre aquel entarimado e imaginando el frío que haría afuera, en aquel valle perdido rodeado de montañas, me dio por pensar que el mundo no existía, que todo era invención, como ocurre con los sueños. Aquel lugar en la frontera albano-kosovar podría ser el punto de partida para hacer algun cambio en mi vida, me dije.

            Viví la tarde como bálsamo; sumaba horas muertas y me sentía feliz. Aquí y allá, en mi casa, lo tenía todo hecho; no había un antes ni un después. De vez en cuando hablaba con Eva o con algún otro compañero que venía a visitar el santuario. Ningún desasosiego ni inquietud alrededor. Con nadie, en ninguna parte, tenía pactos firmados ni compromisos. Ninguna telaraña que entorpeciera el diálogo franco entre amigos. Ni siquiera el cansancio de cinco días de marcha me hacía sentir mal. Apenas se oían ruidos… Bueno, algunos… El curso del torrente repicando entre las rocas con monótona cadencia rasgaba el aire que saltaba de las cumbres valle abajo. Y el hiperactivo señor Raki, con su desaforado parloteo, inundaba la cocina, que yo tenía justamente debajo. Un extraño vocerío arengando a su mujer, con exabruptos incluidos, me devolvían a la realidad continuamente como esas olas eternas que rompen en la orilla del mar.

            La buhardilla, a oleadas, se inundaba del aroma de los guisos…

            El rodar de los cacharros en la pila del fregadero traía a mi mente inquietantes pensamientos de tortura. Pero, por encima de todo, el mayor desasosiego me lo provocaba el descontrolado señor Raki y la discusión con la visita que atendía en ese momento, a la que le hablaba a voz en grito.

            Menos mal que la cascada y el torrente que pasaba justo al lado (que el albanés aprovechaba para producir electricidad mediante el ingenio de una pequeña turbina) arrullaba, en cierto modo, el ambiente. El resto, todo lo que uno pudiese imaginar desde aquella buhardilla, me alejaban por completo de la realidad que me aguardaba en la ciudad cuando volviese. ¿Qué estaba haciendo yo allí? ¿Bastaba el placer de caminar y caminar y caminar para vivir? Para vivir mejor, se entiende, ¿serían suficientes el aire puro, el silencio y el ejercicio?

            La cena y la tertulia discurrieron “casi” como siempre; introduzco el matiz de casi porque se incorporó aquella misma tarde, y cenó con nosotros, Guery, el guía albanés que había venido para sustituir a David, su jefe. Guery, al contrario que David, tenía desparpajo, una simpatía innata y sonreía continuamente. Parecía un joven atrevido. En un español casi perfecto, muy correcto, desde luego, nos explicó las normas básicas que regirían al día siguiente, cuando él se hiciese cargo de la marcha del grupo.

            No hizo falta preguntarle por su país. Enseguida, distendido, habló de Albania y, sorprendentemente, argumentó en contra de la CEE (Comunidad Económica Europea) y a favor de “el gran imperio albanés” que, según él, existió en su momento, al tiempo que renegaba de la anhelada asimilación de Albania a Europa, según encuestas que recogen la opinión mayoritaria del pueblo albanés.

            En ningún momento Guery se achantó en el debate que improvisamos durante la cena. Según él, Occidente (la Europa rica) les “hace de menos”. Un vago argumento que nos metió en un bucle dialéctico del que nos costó salir.

            Y… como el frío apretaba, la conversación se interrumpió, se hizo el silencio largo y hubo cruce de miradas. El impasse lo aprovechamos para tocar a arrebato y salir huyendo. Medio minuto más tarde, cada mochuelo estaba ya volando hacia su olivo.

            El temporal que llevaba persiguiéndonos una semana parecía haber menguado. Amaneció un día radiante de sol envuelto en un manto azul… Azul que duró lo que dura un suspiro, porque enseguida volvieron a instalarse en las cumbres las nubes. Luego, a lo largo del día, la temperatura mejoraría.

                                                                                                           (Continuará)

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Nota del autor.- La crónica de este viaje consta de ocho entregas que se publicarán dejando uno o dos días por medio, a partir de esta primera entrega. En cuanto a las fotografías, además de las que ilustren cada capítulo, publicaré, al final, una “galería fotográfica” con una amplia recopilación de nuestras andanzas por los Alpes Dináricos.

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