Perdidos en el Torreón

Para subir al Torreón, en la Sierra del Pinar, el pico más alto de la provincia de Cádiz (1.654 metros), hay un sendero tan ancho y señalizado como los viejos caminos de herradura. Se necesita autorización al estar en una zona de protección medioambiental especial, dentro del parque natural de Grazalema. Eso significa que uno no debe despistarse y ponerse a saltar de risco en risco como las cabras.

            Pues bien, ahí tenéis a un grupo de avezados montañeros que han librado las más heroicas batallas en las cordilleras más difíciles y que, ¡oh sorpresa!, de pronto, confundidos, se ven siguiendo una senda imprecisa, que termina por conducirles a ninguna parte, salvo si aceptan trepar y salvar precipicios hasta alcanzar por una vía alternativa la cumbre.

            –No, no, que no es por ahí… –alguien grita, proponiendo otra alternativa.

            –Que no, que no, que no… ¡Que es por allí! –responden los ecos.

       –Por aquí, por aquí.., rodeando esta peña -sugiere un tercero, intentando reconducir al grupo a la senda perdida.

            Hasta que el sentido común va imponiéndose… Y, entonces, los despistados, efectivamente, buscan, como la cabra perdida la querencia, el camino que los montañeros tranquilos practican; es decir, los que someten su ansia de aventura a la voluntad de ascender con paso pausado y en orden, que es el ritmo que nos propone la vida.

            Antes, claro, “el comando”, despistado, ha transitado un buen trecho, casi en vertical, hasta dar otra vez con la senda adecuada que conduce hasta el cielo. Y menos mal que el imprevisto se resuelve, porque más de uno ya se muestra harto de haberse dejado llevar por la pasión y aceptar el despiste como algo positivo… para ahora tener que trepar cual alegre lagartija, que, salvo por el placer de correr una aventura más, y descubrir que uno puede complicarse la vida tanto como lo desee, no parece que merezca la pena “perderse” en el Torreón.

Vista general de la Sierra de Grazalema./ Foto JM
Vista general de la Sierra de Grazalema./ Foto JM

            Pero, ¿por qué ocurre esto?, reflexiono. ¿Por qué los humanos no miramos ni somos conscientes de por dónde transitamos? ¿Por qué esa falta de atención? ¿Por qué no escuchamos al paisaje que nos habla, al viento que mece los árboles y arrulla, al trinar de los pájaros? ¿Quizá porque nos creemos parte de los dioses? O tal vez sea porque damos por hecho de haber sido elegidos para gobernar la Tierra que pisamos, capaces de manejarla a nuestro antojo. Tengo la impresión de que la ingenuidad nos delata; y en ello hay algo patéticos. Escasamente conscientes de nuestra fragilidad, cultivamos la autosuficiencia. Creemos (¡creemos!) que podemos con todo y no es verdad. Estamos a punto de conseguir que el planeta salte por los aires y solo atendemos a satisfacer los caprichos. ¿Por qué el montañero, entonces, va a tener que pararse a pensar cuando llega a esa trocha, escasamente apuntada, pero que le propone una nueva aventura al tiempo que ya huele el placer de adentrarse en lo desconocido? Visto así, no parece que haya razones suficientes para rechazar una tentación como esa.

            El ser humano, en su prepotencia o ignorancia, construye edificios en cauces inundables por pertenecer a los ríos. Sí, puede que durante décadas hayan estado secos, pero eso no es óbice para que se tenga presente que cuando a la naturaleza se enfada (es una forma de explicarlo) y decide jugar a activar la rueda del azar, todo se inunda, se desborda, y el agua se llevan por delante nuestros sueños. Sin embargo, no aceptamos los hechos y declaramos que la culpa la tiene la suerte; en este caso, la mala. ¡Ay, que inconscientes! Nos pasamos la vida agrediendo al planeta y cuando no nos salen bien las cosas nos quejamos. Deberíamos no quejarnos tanto; claro que para eso tendríamos que aceptar que todo lo que nos ha ocurrido, ocurre y ocurrirá forma parte de la vida.

Descendiendo del Torreo./ Foto JM
Descendiendo del Torreo./ Foto JM

            Aceptar, aceptar… Es lo que hizo Jean-Paul Belmondo en À bout de souffle, película que volví a ver hace unos días. “Al final de la escapada”, la titularon en España. Michel, el protagonista, que hizo “todo lo que quiso” (o casi) en su corta vida, emprende el último viaje al final del film con una sonrisa… Así da gusto. El se lo guisó y el se lo comió, podría decirse.

            Vista, ahora, en la distancia de más de medio siglo (se estrenó en 1960), la película no parece que sea para tanto. Pero, entonces, Jean-Luc Godard, su director, encandiló a la elite cinéfila, además de impulsar definitivamente con ella la Nouvelle Vague.

            Independientemente de los méritos cinematográficos y el aporte al cine moderno que pueda haber hecho À bout de souffle, lo que aquí me interesa destacar es ese proceso de autodestrucción que vive el joven Michel. Alegre y sin complejos, este joven offsider se inventa la realidad a cada instante, aunque la viva como algo normal y, por supuesto, real.

            Michel piensa que por el hecho de ser joven tiene crédito sin límite para vivir. Y mientras vive, intenta alcanzar cuanto desea, como es acostarse con Patricia (Jean Severg) o viajar a Roma. Por supuesto, jamás es consciente de que se agota su crédito. Igual que mata despreocupadamente a un policía, persigue a Patricia… O se fuma cien mil cigarrillos… Tantos que a veces el humo parece escapar de la pantalla para molestar al espectador. Es el juego de la vida: matar, ir, venir, fumar, follar, morir.

            Pero, en realidad, de lo que J. L. Godard quiere hablarnos es de libertad. Para ello construye una historia (de la que no se conoce guión escrito) con dos seres atrapados en un frágil presente, que el destino se encarga de poner frente a frente. Ambos protagonistas, a su modo, sueñan con conquistar la Vida, con mayúsculas, pero será esa tozuda realidad la que les muestre el camino: A él el de la desaparición, como es lógico después de ver su forma de vivir, y a ella, el de la confusión y el sufrimiento, algo que se antoja bastante común.

            Con demasiada frecuencia nos ocurre que encontramos una senda que parece agradarnos, fácil de seguir y, aunque esté equivocada, nos cuesta abandonar pues nos sentimos en ella muy a gusto y sin tener que pensar.

            Y aquí vuelvo al Torreón y a ese placer que produce la trasgresión y al gozo que se siente gateando para descubrirse, de pronto, encaramado a un peñasco, rodeado del vacío y preguntándose uno, con cara de asombro, ¿donde estoy?

            En esta ocasión, la pregunta nos la hicimos entre risas; perfectamente sabíamos que unas decenas de metros más arriba nos aguarda el techo de Grazalema al que, seguro, íbamos a llegar. ¡Y llegamos!

            Fue un día feliz, con anécdota incluida, que, si no hubiera sido por ella, la excursión hubiese resultado tan tranquila como una balsa de aceite. Lo acontecido no le quita ni le pone un ápice a la dureza que entrañan esos tres kilómetros que hay hasta llegar a la cumbre.

            El recuerdo fue el de un día luminoso compartido con amigos. Así que aquí os dejo algunas fotos de recuerdo. Si alguien vuelve a ir por allí, que evite perderse. Aunque para perderse haya que estar ciego… Y aún así.

GALERÍA FOTOGRÁFICA

 

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