No puedo evitarlo…
Cada vez que oigo las campanas entro en trance y mi alma se siente “en unión mística con Dios”, que dice el diccionario de la RAE. ¡Qué manera de tocar… santo Cielo! ¡A todas horas todo el día! ¡Todos los días del año…! ¡Qué agobio!
A veces pienso que en uno de esos arrebatos de misticismo que tengo voy a subir al país de san Pedro a entrevistarme con él y pedirle que haga algo por nosotros; mi intención es volver cuanto antes y contároslo. ¿No podría tenernos en cuenta, a los que no creemos, y proponerle al clero sevillano un poco de mesura y que moderen sus excesos de bizarros campaneros?
Durante el trance, con los ojos a punto de saltar de las órbitas, veo a ese monaguillo que era yo –ocho añitos, apenas… ¡qué angelito!– tirando enloquecido de la cuerda que baja justo al lado del coro, desde el campanario, mientras, desbordado por la emoción, pega unos saltos de canguro que más bien parece un ser poseído, zarandeado por el mismo diablo. Lo veo, lo veo.
Aquel diablo, que, sin que yo lo supiera entonces, me hacía volar y, a veces, me estampaba contra la verja de hierro que, en Perniculás, separa la nave principal de la iglesia del rincón en el que se ubica la pila bautismal.
Repicaba yo vestido “de domingo”, ya preparado para ayudar a misa en latín. Engalanado con el traje que Escola, la sobrina de don Juan Andrés, el cura, había confeccionado de un raso carmesí que hería la vista, y para el que tuvo la idea visionaria en aquel tiempo de oscuridad y milagros, de ponerle un remate, tanto al alba como al mismísimo roquete, con un morcillón blanco de pelo fino y sedoso –¡como un hermoso pompón alargado!– tan suave como la piel de un bebé. El uniforme tenía, además, una variante para los días más solemnes: Escola ordenaba que sustituyésemos el roquete de raso por otro de seda, níveo, inmaculado, planchado hasta el último pliegue, y rematado con suntuosas puntillas entretejidas de arabescos y angelotes. Era digno de ver esos días a los monagos, ¡tan lustrosos!, luciendo como auténticos querubines.
Pero les decía que el alba se me enredaba en los pies pues era talla única. El inconveniente lo solventábamos el equipo de monaguillos, normalmente, haciéndole un pliegue que se ceñía y sujetaba con un grueso cordel o cíngulo, rematado por dorados borlones. Un cordel que, demasiado largo también, revoloteaba como una mariposa, en mi caso, en torno a mis piernas, cada vez que me desplazaba medio metro hacia arriba abducido por la fuerza centrípeta que ejercía la campana en cada volteo.
Así estaba por lo menos diez minutos; saltando como un mono. Como están los monaguillos, sacristanes y curas de Sevilla que, sospecho, en estos tiempos de plagas y herejías se embelesan con el repiqueteo. Y yo como ellos… ¡Entusiasmado! Dale que te pego al repique hasta que venía el Chispa, mi amigo, y me soltaba: “que dice don Juan Andrés que dejes ya de repicar, que vas a volver loco al pueblo”. Pero comprenderán que me costaba soltar la maroma e interrumpir los trinos metálicos de los campanazos. Lógicamente, mientras tocaba me sentía importante, ¡el más importante!, compréndase.
¡Me encantaba tocar las campanas! Era tal la pasión que ponía, tanto el arrojo, que más de una persona en el pueblo me ha comentado, años después, que a lo que yo convocaba no era a misa, sino a apagar incendios. O como decían los más descreídos: para que don Juan Andrés les dijera durante la hora y media de sermón que les echaba, lo quisieran o no, que “¡El fin del mundo se acerca…! ¡Arrepentíos, pecadores!” Y luego, engolando la voz y alargando el dedo admonitor desde el púlpito… señalaba hacia el Teso de la Bastarda que era el lugar más impuro, según él, de todo el término municipal, y por el que vendría el diablo disfrazado de ángel exterminador con su espada de fuego.
Sí, sí, por allí vendría el mismo Lucifer y, agarrándonos por el pelo, tiraría de nosotros arrastrándonos al infierno… Esto decía, o si no lo decía, lo pensaba. Porque don Juan Andrés era un cura de los de antes; y nunca se andaba con medias tintas.
Pues, como entonces, igual ocurre hoy en Sevilla. Una ciudad conjurada que, antes de que estallase la pandemia, nos recreaba a diario con excursiones de santas y santos por sus calles, visitas de primas de la Vírgen a la madre de Dios a todas horas, celebraciones de onomásticas y santorales varios, paseos al atardecer de engalanados trompeteros, tamborileros y toda clase de fanfarrias…
Sí, pero estalló la covid 19 y la ciudad se encerró en sus catacumbas; en contra de sus deseos, por supuesto. Pero ya pasó todo y hoy vuelve por sus fueros con más fuerza: ¡Madre mía, qué manera de tocar las campanas! Qué pasión y contundencia! Qué ligereza al voltear, ¡qué constancia!, ¡qué energía! Qué ganas de cristianizar a todo quisqui, supongo. Qué tribu de monaguillos no habrá por ahí, enajenados por el ansia de volver a los ritos… ¡Si lo sabré yo! Cuántos sacristanes, meapilas, beatos y ganapanes estarán esperando que Sevilla se “normalice” otra vez para echarse a la calle e ilustrarnos con su savoir faire. Y todos a una, repito, conjurados para darnos tormento. Todos compitiendo a ver quién voltea mejor y más fino; quién, más fuerte. Compitiendo entre sí para ver quién aguanta más fastidiándole el descanso a los que solo aspiran a gozar de la paz de sus hogares o, simplemente, no creen en nada.
Estos días, da la impresión de que la Iglesia en Sevilla ha concluido que la covid 19 se cura repicando las campanas. Lástima que la ciencia no esté de acuerdo. Porque si lo estuviera, con todos los campanarios que hay en esta hermosa ciudad, estaríamos todos más sanos que una manzana.
¡Qué lo poco agrada y lo mucho enfada, Ilustrísima! Un poco más de mesura, señor arzobispo.
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Nota.- Foto de portada: Plaza de España, Sevilla, de Joaquín Mayordomo