¡Arr-furbo, arr-furbo en las amotos!

Cuando yo era ladrón y salía a robar de 4 a 8 cada día… en aquella ciudad europea de la que, si me lo permiten, no diré el nombre, descubrí una tienda de chocolate de la que era fácil llevarse las tabletas por kilos. Como yo, entonces, era sumamente goloso, durante un tiempo fui el ser más feliz del mundo. Recuerdo que me metía en la cama por la noche, ponía media docena de tabletas en la mesilla, cogía un libro y, poco a poco, iba dando cuenta del suculento manjar… Cuando quería percatarme ya me había zampado tres o cuatro de aquellas tabletas. Entonces era joven y mi estómago podía con todo.

Una noche, tras el ritual de ponerme el pijama, aseo corporal, lavado de dientes, preparación del surtido de pastillas (de almendras, de naranja, de coco, de praliné, de trufa, etcétera) e instalado en la cama, me dispuse a leer A la busca del tiempo perdido, que era la fórmula más eficaz que había encontrado para quedarme dormido. Mientras esperaba a que Morfeo me abrazase, y enfrascado como estaba con la magdalena de Proust, alargué la mano derecha, tomé sin mirar varias onzas de la primera pastilla que pude rozar y, al acercarlas a la boca… ¡oh, misterio!, aquel placer inicial que siempre me había provocado el aroma de lo dulce, estalló como una cascada de fuego en mi nariz, provocándome un chirriar de dientes, tan insoportable, que me hizo temblar como si hubiese sufrido una descarga eléctrica.

Lo que en principio era un gozo, de repente se tornó en llanto. ¡Ay, ay, qué sucedía! ¡Qué sensación tan desagradable tuve al oler el chocolate, en otra hora tan extraordinariamente delicioso!

Fue solo el principio; porque el rechazo se repitió la noche siguiente. Y la siguiente… Durante semanas y meses… Simplemente oler el sugerente envoltorio me provocaba urticaria. Todavía hoy, cuarenta años después, sigo atrapado en la somatización de aquel empacho, sin poder disfrutar de algo, a mi entender tan excelso.

 

Pues bien, he escuchado esta mañana en la radio que ya “hay horarios para la jornada de fútbol con la que se reanudará de nuevo la competición liguera”. El locutor parecía emocionarse ante la cercanía del evento; algo nervioso, masticaba las palabras como si le faltase el aire. Me sorprendió la sensación de ansiedad que trasmitía al contarlo. Explicaba que habría fútbol todos los días, prácticamente; durante semanas… “Incluso a mediodía, si lo permite el calor”, apostilló.

Entonces me vino a la mente aquel día en el que Proust, su magdalena y las pastillas de chocolate entraron en colisión en mi vida, provocando el hartazgo que aún reconoce mi cerebro; o sea, el empacho.

¡Futboleros, tened cuidado! ¡Que vais a empacharos! Directivos: pensadlo mejor; no sea que embobando demasiado a la masa, acabéis por cargaros la gallina de los huevos de oro y la gente deje de seguiros!

Aunque, bien mirado, no estaría de más que el negocio del fútbol reventase y entonces volviésemos a aquellos tiempos hermosos de ¡Arr-furbo, arr-furbo en las amotos! cuando los domingos quedaban los amigos (hoy irían también las amigas) para pasar una tarde de fiesta compartiendo la épica del equipo de sus amores.

Porque entonces era como acudir a un ritual religioso: una vez a la semana, siempre a la misma hora y con el alma en vilo por si tu equipo metía la pata (la cagaba, se solía decir), capeaba el temporal o «hacía la gesta del siglo» ante uno de los Grandes…  ¡Que sería el acabose! O, simplemente, el equipo se hundía en la miseria naufragando ante otro de su igual. ¡Pero siempre era tu equipo!

Luego unas cañas y para casa. Y así hasta el domingo siguiente. Que, por medio, el tiempo y la semana se necesitaban para hacer otras cosas, no solo para empacharse de fútbol.

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Nota.- Foto de Joaquín Mayordomo. Tomada desde el acantilado en la costa noreste de Nueva Escocia, Canadá.

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