Cuando estuve ante el manantial en el que Arquímides realizó las pruebas para explicar aquello de “todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba, en vertical, igual al peso del fluido que desaloja”, sentí tal emoción que nunca olvidaré el momento. Hay imágenes que se graban en la mente y permanecen ahí, luminosas, para siempre. Esta es una de ellas; aquel brotar del agua en la penumbra a la caída de la tarde, mientras observaba el manantial, en la ciudad de Siracusa (Sicilia, Italia), lugar en el que el genio matemático realizó este y otros experimentos, sigue ahí, reluciendo en mi memoria
Arquímides (287-212 a. C.) es, quizás, según la opinión de muchos, uno de los matemáticos más grandes de todos los tiempos. Y de él también es, probablemente, una de las frases más famosas pronunciadas en los 200.000 años de historia que tiene el Homo sapiens. “Dadme un punto de apoyo y moveré la tierra” dijo el griego al descubrir que una palanca imaginaria y sin límite de medida, apoyada en un punto, podría mover cualquier peso por enorme que este fuera.
Viene esta introducción a cuento de que… si los humanos nos propusiésemos tener “un punto de apoyo” común, por insignificante que lo consideráramos al principio, tal vez pudiésemos cambiar algunas cosas a partir del confinamiento que hemos padecido durante dos meses y tras el que se asegura, en un debate sin fin, que: uno, “no cambiará nada” y, dos: “cambiaremos radicalmente”.
Pues ni lo uno ni lo otro, pienso yo. Pero, puestos a imaginar cambios, sería bueno y provechoso, se me ocurre, que renaciesen los oficios y con ellos ese tejido social que se construye en torno a esos espacios de artesanos, donde se cultiva la conversación y la convivencia mientras se celebra el paso lento del tiempo; lugares en los que la amabilidad podría ser la excelencia… Todo ello acompañado de una cercanía que ya habíamos perdido, pero que con los días de recogimiento doméstico parece que otra vez pudiera resurgir.
Si fuera así, desterraríamos la prisa de nuestra vida, la urgencia de adquirir cosas por el simple hecho de adquirirlas, el desplazamiento atolondrado a los centros comerciales en los que se pierde la capacidad de actuar a voluntad y hasta seríamos más críticos con el hábito, hoy tan común, del consumo sin sentido
¿Quién no recuerda –si ha pasado ya de los cincuenta– esos “rincones” a los que antes se pasaba sin llamar y se empezaba a pegar hebra, sin más, con la parroquia que estuviese allí, en ese momento? Hablo de la clásica sastrería, del taller del zapatero, de la peluquería, de la carpintería o ebanistería, de la tapicería…
Sí, ya sé que pedir que esto ocurra ahora es como pedir peras al olmo. Pero por soñar que no quede… Y aunque consideremos que tiempos como aquellos es imposible que vuelvan, sí podríamos echarle una mano a quienes practican los oficios y, de ese modo, aportar nuestro pequeño grano de arena, comprando en sus tiendas: en la carnicería y pescadería del barrio, al verdulero y frutero más cercano, llamando al electricista, al fontanero, al pintor o al cerrajero que, en el entorno de nuestro familiar conglomerado de calles, han decidido hacer de estas actividades su modo de vida.
Porque si no conseguimos imponernos al manual de comportamiento que sibilinamente nos venden las multinacionales, gestionadas en la mayoría de los casos por fondos buitres, estaremos otra vez chapoteando y perdidos en el magma de los ruidos, desbordados por la prisa, ahogados por la contaminación, protestando en los atascos o desahogándonos a gritos porque no tenemos tiempo de ir a ninguna parte… O a todas… ¡Qué con la confusión nunca se sabe!
Ese tejido social que imagino desde aquí, en el que las personas tuviesen una actividad que, placentera, les diese un modo de vida digno: carpinteros, zapateros, sastres, modistas, etcétera, tal vez pudiese contribuir a cambiar las cosas tras la “obnubilación” en la que está dejando al mundo la pandemia. Sería un cambio pequeño al principio; un tanto simbólico. Muchos dirán que irrealizable…
Pero, tirando de la frase del sabio Arquímides, desde un punto pequeño al comienzo, también puede moverse el mundo. Y, aunque sea con pequeños gestos, tal vez consigamos que la vida tome una nueva dirección.
¿Qué pasaría si esta sociedad llena de miedo, post moderna, perdida en la post verdad, y estos días rabiosa cómo nunca por no poder desplazarse a su antojo, empezase a apreciar de corazón, otra vez, la sencillez de los oficios: a querer y cuidar a sus artesanos y a los pequeños comerciantes de barrio?
En fin, practiquemos el slow down; sí, ve más despacio. Porque así, tal vez, lleguemos más lejos.
Gracias Joaquín, nuestro Marruecos querido sale como ejemplo de ese sector que considera lo humano y propicia el trato.
Gracias, leer lo que escribes ya es un placer, da tranquilidad y sosiego. Ojalá encontremos de nuevo el gusto de la conversación.
Totalmente de acuerdo contigo, Joaquín, eso sería lo ideal, pero visto lo visto y, oído todo lo que se ha dicho durante el confinamiento, tengo pocas esperanzas de que cambie algo…
Me has hecho recordar a Naguib Mahfuz cuando describía ese transcurrir de la vida sencillo, apacible en su libro el callejón de los milagros. Que placidez de vida! Más mucho me temo que no es sencillo. El brilli-brilli, gusta vivir de oropeles vacuos
Fascinante, la vida me sumergió en una serie de situaciones pero voy para arriba en vertical es una ley “todo cuerpo sumergido en un fluido experimenta un empuje hacia arriba, en vertical, igual al peso del fluido que desaloja” muy rica lectura
Me ha encantado su lectura.