Siempre que un barco desaparece en el Estrecho de Gibraltar o en sus inmediaciones –y esto ha ocurrido más de una vez– me acuerdo de Ulises.
Conocí al ingeniero Ulises en Tánger… Hará unos 15 años. Trabajaba, entonces, con un contrato por obra, en Metragás, la estación de bombeo que esta empresa tiene en la playa de Sidi Kacem, no muy lejos del cabo Espartel. Discreto y profesional, no soltaba prenda de su trabajo; solo me vino a decir, en cierta ocasión, que estaba actualizando los sistemas de seguridad de la planta gasista.
Sin embargo, hablábamos mucho. Las cervezas que tomábamos a veces provocaban que las palabras resbalasen, desataban nudos, y estas fluían generosas para contarnos nuestra vida. En aquellas charlas que manteníamos con frecuencia en el bar del hotel Le Mirage, Ulises, poco a poco, me fue engolosinando con sus perlas de vida o literarias, extraídas de aquí y de allá, recreando lo mucho vivido. Había sido –me dijo en una ocasión– el responsable de la instalación del sistema electrónico del bunker del palacio de la Moncloa que, algunos años antes, el presidente Felipe González mandara construir. Había estado también, relataba, en las cuatro esquinas del mundo, puede decirse; aunque, principalmente, era en los países árabes –sobre todo en los productores de gas y petróleo– donde más tiempo había trabajado.
Los encuentros, recuerdo bien, eran muy gratos; reconfortantes como la cerveza que tomábamos. Aquel hombre, de aspecto desgarbado y bonachón, voluminoso y con estatura de gigante, amaba sobre todo la vida; era un apasionado trotamundos al que su afición al universo femenino y afán de conquistarlo le había jugado varias malas pasadas. Contaba aventuras como el que te lee una novela. Tenía 55 años entonces y ya había estado casado media docena de veces; de aquellos matrimonios aseguraba tener una lista reconocida de 11 hijos. “Ahora me toca la fase solitaria”, me explicó una mañana, cuando, en uno de aquellos paseos infinitos que, a veces, me daba por la playa de Sidi Kacem, me lo encontré en una silla playera, repantigado, sosteniendo una caña de pescar, mientras miraba al horizonte que se perdía en el océano.
Pero la soltería le duró poco. No habían pasado cuatro meses de aquella conversación en la playa, cuando recibí una invitación para asistir a su boda. ¡Otra más! Apenas había despuntado la primavera… En esta ocasión se casaba con una ingeniera egipcia, especialista en energía nuclear, a la que había conocido en un crucero por el Nilo.
La boda se celebró a las afueras de Tánger en un viejo palacete, y resultó tan sorprendente y extraña, con tal sucesión de acontecimientos surrealistas, que acabé escribiendo un cuento sobre la insólita experiencia: La boda de Ulises, lo titulé.
Mas vuelvo a la cerveza y los encuentros en el hotel Le Mirage. Me contaba que había trabajado en refinerías, estaciones de extracción y de bombeo de gas y de petróleo y en centrales nucleares; siempre diseñando o perfeccionando los sistemas de seguridad.
No recuerdo ahora por qué, pero un día surgió el tema del Estrecho de Gibraltar. Quizás porque en esas fechas desapareciera algún barco pesquero en la zona, como el Rúa Mar que acaba de hundirse, y del que ha dejado de hablarse sin que nadie haya dado, una vez más, una verosímil explicación de los hechos; quizás porque la tubería que viene de Tánger a España sobre el suelo marino la teníamos enfrente de donde en ese momento estábamos hablando.
De este fondo y de los muchos inconvenientes que surgen a la hora de anclar los tubos que transportan el gas de Argelia a España, vía Marruecos, así como de la complejidad para su instalación y para no dejar cabo suelto que detecte cualquier fallo, me contó algunas cosas mi amigo Ulises. Se explayó, recuerdo bien, reflexionando sobre lo difícil que resultará, si algún día se plantea en serio, unir los dos continentes… Que unos quieren hacerlo con un túnel y otros llenando el Estrecho de columnas sobre las que se asentaría un gran puente.
Y fue ese día también cuando me dijo –¡no se me olvidará nunca!– que, a una cierta profundidad, había todavía flotando, en áreas concretas del Estrecho, un número indeterminado de minas ancladas allí durante la II Guerra Mundial. El objetivo era impedir el paso de los submarinos enemigos.
–¿Y cómo es que no se han retirado ya?, recuerdo que le dije.
–Por las dificultades que entraña la operación, supongo. Resulta muy arriesgado maniobrar en torno a ellas –me respondió.
Así que las bombas siguen ahí… ¿Cuántas? ¿Quién lo sabe? ¿Decenas? ¿Cientos?
Amarradas a su ancla, las minas aguardan su momento para subir a la superficie. Podría ser la oxidación del anclaje la que provocase su espontánea liberación, una corriente marina, un maremoto… El simple paso del tiempo. Después de 80 años…
–Si esto fuera cierto, Ulises –le dije– cruzar El Estrecho puede resultar peligroso.
–Así es. Puede ser… –me dijo, sonriendo; esbozando esa sonrisa de pillo que caracteriza a algunos genios–. Una mina/bomba a la deriva puede llevarse por delante a cualquier barco… Cualquier encuentro fortuito… Ya sabes qué depararía –concluyó, misterioso.
He cruzado decenas de veces el Estrecho de Gibraltar desde entonces. Durante los 18 años que viví en Marruecos, siempre, al cruzarlo, acudían a mi mente las palabras de Ulises. Y era en ese momento cuando me ponía a escrutar el oleaje, a buscar algún punto negro en la espuma, un cuerpo extraño subido a las olas… Imaginaba a alguna de esas bombas balanceándose en el fondo del mar, a más de cien metros de profundidad, con la cadena de anclaje a punto de hacer ¡clac!, ¡clac!… ¡Soltarse! Las veía subir liberadas y encontrarse al azar con uno de los más de trescientos barcos que pasan a diario… Con el nuestro, por ejemplo.
Un barco como el Rúa Mare que acaba de desaparecer, o como otros muchos que lo hicieron antes; siempre en unas circunstancias extrañas con un halo misterio.
Por eso, cada vez que un barco se “esfuma” en el Estrecho de Gibralatar, me acuerdo de Ulises. ¿Pero dónde anda Ulises ahora ? ¡Cómo me gustaría verle! ¡Qué placer escuchar sus historias!
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Pie de foto:
Vista general del Estrecho, bahía de Algeciras y, al fondo, a la derecha, el Peñón de Gibraltar. La foto está tomada desde la cumbre del Jbel Moussa, en Marruecos./ Foto Joaquín Mayordomo
Como siempre Joaquín curiosa e inquietante narración. Las mierdas que los humanos hemos sembrado en este planeta son infinitas. En el pecado llevamos la penitencia. Ah, gracias por la fotografía desde la cumbre del Jbel Moussa. Estaba en mis proyectos pero creo que ya no lo subiré.
Me ha encantado tu historia.
No creo en esa historia. Yo he navegado varias veces por el estrecho en barcos cargueros, desde 1970 a 1991. Nunca hubo ninguna noticia sobre hundimientos que obedecieran a razones que no fueran propias de accidentes a bordo o con otros buques. A pesar del intenso tránsito de barcos en esa zona, son mínimos los accidentes ocurridos
Un articulo muy interesante. Muchas gracias por la ilustración. Saludos.