Fue llegar allí, a la explanada de Los Álamos, y esponjársenos el alma. Sonreíamos contentos ante el día luminoso que teníamos por delante. Nos calzamos bien las botas, pertrechamos cinturón, ropa de abrigo y mochila, tomamos los bastones y allá nos fuimos ufanos en pos de la misteriosa escarihuela que nos subiese más arriba, hasta los aledaños del pico de los Frailecillos, para girar luego hacia el sur, rodeándolo, y aparecer en dirección al oeste en los llanos del Zurraque, donde una hermosa dolina alberga manantiales, media docena de robles y encinas milenarias, testigo mudos de la historia de estas tierras en las que pedregales y caprichos de caliza, simas y figuras imposibles tanto abundan. Territorio donde los recuerdos de traiciones, bandolerismo y mil venganzas gritan todavía cuando el eco, si ruge el viento, acuchilla el pensamiento en el cerebro.
Era lo previsto; pasar por allí. Mas…
¡Íbamos tan contentos! Abriendo y cerrando porteras, salvando alambradas… Siempre respetando lo que los montañeros saben bien (¡mejor que nadie!) que hay que respetar, pues las montañas son su hábitat natural. Respetar lo privado también; y a esa Naturaleza que, además de dar la vida, es un sanatorio al que los fines de semana acuden los correkas para tratarse de esos males y dolencias que cultiva la ciudad con tanto ahínco.
Cuidadosos, subíamos y bajábamos. Cantaba Esperanza, siempre alegre, como una alondra en fiestas, mientras con su bastón abría agujeros en la tierra y plantaba las bellotas. Antonio la seguía y hacía lo mismo. Por delante Fran y Pepe, marcaban el camino.
Avanzábamos, expectantes, por el viejo sendero de herradura, emocionados, saltando entre rocas resbaladizas y ramas rotas, salvando escalones gastados por el paso de los siglos y muchas generaciones, recuas de caballerías, cabras, vacas… Cuando una voz doliente interrumpe nuestra marcha, echándonos el alto. “¡Alto ahí! ¿Donde van ustedes? ¡Esto es propiedad privada!”.
Una nube gélida cayó sobre nosotros y, como a la curiosa Edith de Lot, nos dejó paralizados, al tiempo que, en seguida, nos aprestamos a pedir disculpas si, al fantasma… o lo que fuese, le habíamos faltado en algo.
Allí estaba en lo alto, en el roquedal… Y nosotros a sus pies. “Esto es como si estando ustedes en su casa, alguien irrumpe en su salón”, dijo la voz, con ira. “Esta es la sensación que tengo ahora”, añadió, temblorosa, la esfinge. Sí, allí estaba don Baldomero Cuernocabras atrapado en la telaraña, asegurando que le espantábamos el rebaño caprino, cuando todo el mundo sabe que cabras y montañeros se entienden a la perfección y se respetan. “Perdone usted, si le hemos molestado”, le dijimos, mientras nos deteníamos un momento a reflexionar y a ver si era verdad lo que veíamos (¡un ser sobrenatural, tal vez un espectro de carne y hueso!) o era una aparición de mentira; uno de esos espíritus atormentados que penan por los riscos de la sierra de Grazalema desde que almohades y otras tribus se apoderasen de estos predios, dedicándose a cortar cabezas.
No había cobertura para comprobar por Internet lo que el ínclito (o fantasma) afirmaba. Porque dudábamos… Dudábamos de que aquel camino, tan bien trazado y con apariencia de ser transitado, no fuese de dominio público… pues, es sabido, que la apropiación de las veredas y cañadas vecinales por algunos avarientos propietarios de la tierra es una práctica común desde hace tiempo.
En cualquier caso, retrocedimos… Pero don Baldomero, ya nervioso, descendió del pedestal de “su” roca caliza y bajó hasta donde estábamos para increparnos con un discurso admonitorio, asegurando varias veces que habíamos entrado en el salón de su casa, de su casa, de su casa… sin permiso. Y esto no lo iba a permitir. ¡Santo cielo, qué salón más grande tiene usted, don Baldomero! “¡Esto es una propiedad privada!”, gritó él, cegado por la ira, mientras dos hilos de espuma verde, color lagarto agrio, le caían de la boca entre el tableteo de sus labios. ¡Ay, la bilis!
!Disculpe, disculpe, usted, que ya nos vamos! Y nos marchamos. Enfilamos cuesta abajo celebrando que el esfuerzo y la aventura nos llevasen a otros mundos, por otros derroteros, lejos de agoreros y tóxicos resentidos…
Volvimos tan contentos a la pradera para buscar otro camino que nos guiase a la gloria del Zurraque. Esperanza mientras tanto, y a su lado Antonio, seguían sembrando encinas. Y en este recular con poco esfuerzo, y con más tiempo para argumentar, pensé en el señor don Baldomero y lo infeliz que debía ser, atrapado como estaba en el laberinto de sus calizas. Si hubiese sido amable y generoso y nos hubiese dicho “pasen, pasen ustedes, respeten el camino y no se salgan de él; no asusten a mis cabras” (aunque todavía no las habíamos visto), nosotros, muy agradecidos, le hubiésemos regalado simpatía y un montón de “gracias, gracias”, además de un saco grande de sonrisas y buenos deseos. Y él hubiese vuelto a casa esa noche, digo yo, más feliz que una perdiz, encantado de haber sido generoso.
Pero así es la vida. Él se quedó turbio y con su úlcera amenazándole, enrabietado; y nosotros, tan contentos, volvimos a lo nuestro que era llegar al cortijo del Zurraque para que Belén pintase, tomar la fruta, celebrar en algarada la aventura y planificar los pasos siguientes a dar…
Concluido el breve asueto, caminamos otro trecho hasta la base del pico Zurraque (1.116 m.). El grupo tuvo dudas y se escindió allí mismo en dos. Doce optaron por un sendero más fácil, rodear el pico y salir a la Vereda de Los Bueyes, y el resto, 14, emprendimos la subida campo a través, atrochando, saltando por las lajas, salvando cárcavas y arbustos hasta llegar al último penacho, donde una vertical de veinte metros invitaba a gatear por el canal que nos depositaría en la gloria, es decir, en la cumbre.
La aventura fue muy breve, pero mereció la pena. El paisaje nos envolvió de tal manera que no nos quedó más remedio que quedarnos a almorzar arriba, en la era alfombrada con hierba que, asomada al horizonte desde aquel privilegiado balcón, recreaba en un detalle la infinitud de la Tierra. Sesteamos, hicimos fotos y enseguida descendimos pues los días, en invierno, ya se sabe que son breves.
Andábamos recortando en la vaguada para salvar el collado que conduce por el Pozo de los Arenales a las inmediaciones de la Casa de Patagalana, cuando el segundo grupo de correkas se escindió otra vez. Pepe y otros cinco empezaron a sentir el hormigueo que siempre acecha a los que se alimentan de hacer cumbre y, como si les hubiese entrado azogue, les atizó el ansia en las sienes, con toque de urgencia directo a las meninges… Como si un gancho de boxeo de algún sparring invisible les hubiese cazado. Y allá se fueron ellos, sin pensárselo, a conquistar el pico de Los Lajares mientras el sol empezaba a escurrirse. Mejor así, dijimos los que nos quedamos, que podremos volver tranquilos sabiendo que tendremos que esperarles.
Y, de este modo, el día se fue fundiendo en el crepúsculo mientras llegábamos al punto de partida después de haber recorrido unos 15 kilómetros en un tiempo de 6 horas; justo en el momento en el que el sol nos decía adiós.
Un placer compartir el día con gente con las que disfruto por volverlas a ver y en plena Naturaleza gozando de las sorpresa que nos regala a cada paso.
Gracias amigo por rememorar-nos ese día.
Buena crónica de la excursión como siempre Joaquín y preciosas fotos. Gracias por ambas cosas
Precioso relato Joaquín, a bien seguro don Baldomero Cuernocabras será pasto de su propia ira.
Gracias por tu crónica, Joaquín, por cerrar el telón de la excursión, que termina así y no antes.
Y gracias por ayudarnos a seguir esta bonita tradición.
¡Qué bien narrada la jornada Joaquín! El cabrero no supo agradecer que le sacarais de su aburrimiento. Pero ¿llegasteis siquiera a ver las cabras?
Magnifico relato de vuestra ruta, lástima que don Baldomero intentara fastidiaros el día, cosa que veo no consiguió, bueno deberíamos pensar que este hombre tuvo un mal día. De todas formas si pudieras indicar el lugar donde tuvisteis tan mal encuentro sería de agradecer, para no pasar por allí. Muchas gracias