No cabe duda de que el inconsciente nos gobierna. El sábado pasado, en las inmediaciones del camping de Grazalema (Cádiz), a primera hora de la mañana, no cabía un alma. Cola para aparcar y cola para tomar el sendero que nos llevase a las alturas: al llano del Endrinal, primero, a poco más de 1.000 metros sobre el nivel del mar; después al Simancón (la cumbre más alta de esta sierra, con sus 1.569 metros), al pico del Reloj (1.535 metros) o a cualquier otro lugar que nos liberase de ese peso extra que la mayoría hemos adquirido en las parrandas navideñas.
Todo el mundo sonreía y era feliz de empezar con buen pie el año, a pesar del madrugón. Se observaba algarabía y contento por doquier, porque las endorfinas, en la montaña, creo, se activan mucho más fácilmente que en la playa, cuando uno va a torrarse y se deja freír al sol.
Hacía fresquito, cierto; pero el frío era un estímulo, y no una contrariedad. Ponerse en marcha rápido y alcanzar el objetivo: ¡la cumbre del Simancón! La gente que merodeaba por el parking tenía ganas de desquitarse de tanta bacanal, fiesta y sedentarismo; además, tocaba lucir palmito… Estilo Decathlón. ¡Que los Reyes han sido este año generosos, oiga!
Mas vamos a lo nuestro, a caminar. Basta ya de notas de color y preámbulos; no más consideraciones y empecemos a subir como hacen los correkas: como alma que ha visto el diablo y sin mirar atrás.
Los 32 que habíamos acudido a la cita este día ¡todo un récord! enfilamos el sendero en fila india, valga la redundancia, y allá nos fuimos como balas esquivando infantes y adolescentes somnolientos, señoras y señores de corte dominguero, animales varios y todo tipo de obstáculos que a buen paso (no al ‘paso montañero’, que es pausado), sino al que impone en su desorden este club, alcanzamos el primer objetivo: el llano del Endrinal.
Allí nos reagrupamos, bebimos agua y empezó el reparto de deseos: “Yo quiero ir por aquí”. “Pues yo por allí”. “¿Y tú, por dónde vas?” “¿Yo? Por donde sea más complicado…”, dije, por decir algo, medio en broma medio en serio, pues deseaba averiguar mi nivel de resistencia después de tantos días de holganza allá en el pueblo, charla a la mesa camilla y empapuzamientos gastronómicos varios. Y así formamos un grupo de doce que optó por hacer el camino más difícil (se dijo) y el más largo. No el más bonito, no; el más largo.
Esto provocaría, a posteriori, disensiones. Y voces hubo que defendieron que el recorrido que ellos habían hecho era, sin duda, el más hermoso de la tierra, el más difícil, por supuesto, y el que les había ayudado a eliminar más polvorones. Fuera como fuese, el consenso que, a la postre, siempre hay en este club estableció que es de justicia aceptar que cada uno va por donde quiere, hace lo que le da la gana y cuenta lo que le parece… Que es lo que estoy haciendo yo al pergeñar este conglomerado de palabras.
La subida hacia el Puerto de las Presillas fue suave y tendida. Giramos a la izquierda al llegar al collado y gateamos, literalmente, hasta alcanzar una mole de roca blanca, caliza incólume, a la que a esa hora del mediodía empezaba a bañar el sol solemnemente en su cara oeste, vistiéndola de inusitada belleza. Desde allí, el Simancón era una especie de parva por la que transitaban decenas de hormigas en esos momentos: subían, bajaban, corrían, se paraban… Todo el mundo parecía haberse dado cita en él este sábado, segundo de enero. Atravesamos la sima del Endrinal –impresionante conglomerado cárstico y con no pocas dificultades para salvar las rocas cortantes y los pozos que formaban– y emprendimos, tranquilamente (es un decir), el ascenso entre un ir y venir de gente que, por momentos, parecía que volvían de algún concierto.
Ya sin novedad, alcanzamos la cumbre. Eso sí, rodeados de mil tribus y de algún que otro gañán maleducado, perteneciente a esa espécimen que, más que montañeros, parecen troncha cinchas o, mejor dicho, marranos, cerditos que degluten el mecido que les sirven sus mamás en táper o esos bocadillos sobre los que hincan el colmillo con tanta avaricia que al morder dejan caer restos al suelo, el papel de aluminio, el envoltorio de plástico, las mondas de la fruta… sin pensar en recogerlos y sin comprender que la montaña siente y está viva como cualquier otro ser. A la montaña, como a la propia vida, tenemos que cuidarla y respetarla, pero ellos no entienden de eso y solo gruñen si alguien les reprende.
En la cumbre, los correkas, una vez más, nos reagrupamos. Pero paramos poco en ella porque a pesar del sol espléndido, el aire cortaba el aliento.
El descenso por la cara este del monte fue todo un espectáculo. Decenas de personas descolgándose –la inclinación, en algún tramo, supera el 80%–, abriendo brazos, alargando piernas, extendiendo bastones, inclinándose o reptando, componían un cuadro que aquí sí… bien puede afirmarse que “el marco” era incomparable mientras los concurrentes practicaban la danza o pasos extraños de ballet.
Al fondo, ¡pero muy al fondo!, el mar; más allá Marruecos; sobre las crestas del Parque Natural de Grazalema, varias madejas de nubes de algodón, encadenadas… Y bajando, como digo, cual alegres saltimbanquis, los correkas montañeros.
Llegamos al collado y el que quiso subió hasta la cumbre del Reloj. Otros sestearon a la espera de su vuelta y algunos se adelantaron, descendiendo en dirección sur, hasta la laguna Verde, donde estaba previsto el almuerzo. A partir de este momento el grupo se dispersó definitivamente y no volvió a reunirse, ya, en todo el día.
Igual que los pastores, también nosotros repetimos el ritual de cada sábado: extendemos cada uno nuestra manta mientras Manolo saca la fiambrera y enciende el camping gas; los más traen bocadillo; pero los hay también muy espartanos y, a veces, tan austeros que solo toman fruta…
La siesta siempre es breve; media hora de descanso reconforta. Aunque algunos aprovechan para poner de vuelta y media al mundo y, en el mejor de los casos, intentar arreglarlo.
El regreso fue sencillo. Para los 16 que quedamos en el último grupo, el tramo del recorrido circular que faltaba por hacer fue fácil y tranquilo. El sendero, bien trazado, rodea el pico del Reloj y lleva al punto de partida, donde dejamos los coches.
El sol se estaba yendo cuando alcanzamos a ver Grazalema, antes de descender el último desnivel. Y, ya llegando al pueblo, nos recibió una luminaria encendida sobre los pinos. Sin tiempo para más, hice la última foto.
… una delicia evocar el día compartido. Gracias 😉