Como ocurría en el Oeste, cuando los ganaderos se liaban a tiros con los agricultores o les arrancaban las alambradas y cercas porque no entendían que estos tenían que acotar sus cultivos para evitar que el ganado comiese los frutos, en la sierra de Aracena (Huelva), últimamente, las gentes del lugar han tenido que avisar a la Guardia Civil para proteger sus castañas pues, cada fin de semana, una marabunta de domingueros se acerca a la zona al albor del otoño en busca del fruto inmortalizado en el marron glacé.
Javier, urbanita en otro tiempo, pero afincado en el campo desde hace décadas, recela, incluso, de los montañeros. De mala gana acepta que los que vamos al monte para empaparnos de luz, aquietar el ánima, respirar aire puro, emborracharnos de color, o para bebernos la vida que desprende la naturaleza –que lo hacemos a base de esfuerzo pues buscamos siempre ir más lejos, siempre hasta las cumbres– no tenemos intención de coger lo que no es nuestro. Abrimos y cerramos porteras, saltamos alambradas con cuidado, respetamos la foresta y el ganado… Aunque también exigimos, por supuesto, que los caminos antiguos se respeten, que no se vallen arbitrariamente, que si se interrumpen porque el mejor cerramiento de una finca “lo exige”, se deje una puerta franca de acceso y fácil de abrir.
Mas Javier, mimetizado ya con el mundo rural –seguramente con razón– desconfía de cualquier forastero que aparece por sus predios. Y se queja. “La gente llega a los pueblos, sale a dar un paseo y piensa que lo que hay en el campo es de todos. Cree que los castaños, por ejemplo, están allí por azar y pueden coger las castañas que quieran. Son incapaces de ver lo que ha costado roturar el campo, podar los árboles, levantar los muros piedra a piedra o poner esos postes y alambres que protegen la propiedad”.
La cosecha de castañas es un recurso importante, por no decir imprescindible, para la subsistencia de los agricultores y ganaderos de la sierra de Aracena. Pero si cada uno que pasa por allí se lleva unos kilos… “Ya no son las castañas que cogen… –¡que no deberían llevarse ninguna!–; son las que estropean. Las que pisan, las que entierran…”, resume Javier.
El sábado pasado, el club Correcaminos le propuso al ex urbanita Javier que eligiese una ruta para hacer. La propuesta fue sencilla: Circular Linares, Pico la Era, Chorrito y vuelta a Linares. Apenas 11 kilómetros de recorrido.
Y allá que nos fuimos.
Amaneció el día nublado; amenazante, de lluvia. Aún así, a la cita acudimos veintitantos que, enseguida, acordamos dividirnos en dos grupos pues, para algunos (tenía sentido la división) la propuesta era suave; quizás demasiado. En el club sobra energía… Una suerte.
Antes de partir, concitamos encontrarnos durante el día, cuando los caminos se cruzasen. Pero como sucede habitualmente en este club… los deseos son solo eso, y la realidad casi siempre “tira” por donde le parece. De modo que, de la quincena de correkas que optó por hacer el camino más difícil, solo supimos de ellos, ese día y siguientes… ¡por teléfono!
Los que habíamos entendido que la propuesta de Javier resultaba suficiente –once– iniciamos, como estaba previsto, en Linares de la Sierra la marcha. Enseguida, el sendero se adentró en el monte, ascendiendo en zigzag suavemente. El bosque era una orgía de colores, destacando los tonos amarillos sobre el resto; exuberante, la vegetación lucía en todos sus matices otoñales envuelta en una capa suave de niebla, dulcificada por la humedad.
Marchábamos confiados y, efectivamente, nada más empezar a caminar encontramos a algún grupo de amigos y familias paseando; buscando, quizás, los campos de castaños. Pero por allí solo había pinos, robles y alcornoques, jaras, madroños, espineras y brezo, chopos y álamos, helechos… Poco a poco el suelo fue alfombrándose de hojas anaranjadas, rojizas…
Como en una aparición, en un prado surgieron los cuerpos rutilantes de una yegua, una cabra y una oveja. Los tres animalitos estaban dando cuenta de algunas embuelzas de pan. Como si lo natural para ellos fuese compartir ese menú; allí estaban apazconándose las tres gracias, ajenas a todo, bajo el viejo castaño de la granja, en medio de la soledad más absoluta.
El camino iba estrechándose y la naturaleza agrandándose. Algunos alcornoques, maltratados por las manos inexpertas que le habían arrancado la piel, exhibían ahora, arropados por el manto del musgo y el verdor, troncos “impúdicamente” desnudos.
Al fin aparecen los campos de castaños. “Estos tienen más de 400 años”, apuntó Javier.
Seguíamos avanzando. Unas voces confusas surgidas del fondo de la niebla trajeron hasta nosotros tres peregrinas, libélulas jóvenes, que dijeron haberse perdido en su camino hacia la cumbre del pico de Las Eras. Nos propusieron venir con nosotros y lo celebramos.
¿Las Eras? ¿Por qué Las Eras? “Porque hasta aquí subía la gente de esta tierra a aventar sus cosechas. ¡Aquí siempre corre el viento!”, comentó nuestro guía.
¿Y estos montones de piedra, para qué son?, le preguntamos. “Son cargaderos… Un recurso pensado para hacer más fácil el trabajo”, añade. Efectivamente, desde esa especie de templetes de piedras amontonadas (son varias decenas, hoy completamente enterrados en la maleza), a los campesinos les resultaba más sencillo levantar los costales y sacos para depositarlos sobre los lomos de burros, mulos o en los carros. O volcarlos en los serones.
Hemos llegado a la cumbre y no se ve a tres pasos. Pero allí está la columna de cemento que da fe de que este es el punto geodésico, el más alto de por aquí.
Tomamos nuestra fruta. Efectivamente, hace viento. Cuesta imaginarse a este lugar –hoy enterrado en un bosque solitario– con una actividad frenética, decenas de personas trabajando, lleno de vida. Cuesta imaginarse ese tiempo de labriegos reuniéndose aquí, quizá en algún momento puntual por centenares, para aventar sus muelos y celebrar el final de la cosecha.
El descenso resulta rápido y sencillo. Atravesamos un campo de castaños impresionantes por su tamaño; abrimos y cerramos porteras; observamos vigilantes el ladrido de los perros que guardan las casas de campo. Cuando vemos un todoterreno aparcado y a dos o tres personas recogiendo castañas cerca de él, sonreímos, miramos a Javier y le preguntamos con sorna y mirada inquisitiva si son o no los dueños de aquello. Podrían ser intrusos…
Retornando a Linares cerramos el círculo, justo cuando empezaba a llover. Cae la tarde y en los lavaderos del pueblo –quizás los más bellos e interesantes de toda la comarca–, engarzados en círculo unos con otros, con sus piedras de lavar talladas, los caños vierten agua como si hubiésemos llegado de pronto al reino de la abundancia.
Precioso texto. Me encanta el otoño y lo he disfrutado con tu relato. He andado mucho por esos caminos en busca de setas pero cada vez resulta màs difícil andar por ellos. Seguiré intentàndolo.
Gracias Joaquin, porque tus textos introducen el aire, los olores y el color del campo en este ambiente urbanita mio
Hola Joaquín, acabo de pasar por tu casa y ahora estoy leyendo tu texto que me hace viajar un poco por los lugares tan atractivos que tenemos tan cerca y que tu tan bien e nsalzss con tu rica prosa llena de términos castellanos. Un abrazo y dale recuerdos a Isabel