Fue como un juego al principio. Éramos 25; cinco venían por primera vez. A ver por dónde cruzamos el arroyo del Cupil… ¿Por aquí? No, por allí… No, no, por este otro lado… Parecíamos una reata de hormigas perdidas en medio de la broza de la huerta intentando encontrar el viejo camino que nos llevase al Peñón de Mures, y que nacía allí, al lado de la Venta de la Vega, justo en el desvío de la carretera a Montejaque. Había alambradas por todas partes.
El arroyo estaba enfangado por las trombas de agua caída últimamente y los alambres llegaban hasta el mismo cauce. Creo que “los nuevos” no daban crédito a lo que estaba ocurriendo; aquel ir y venir entre la maleza, intentando cruzar al otro lado, les tenía desconcertados. Y es que la acción egoísta de los propietarios, “cerrándolo todo”, unido a la pasividad de la Administración, han dado como resultado la desaparición de los viejos caminos y trochas de toda la vida.
De modo que allí estábamos como patos mareados buscando ese vado que nos permitiese saltar el arroyo para encontrar la vereda. Al fin lo logramos. Media docena de veces tuvimos que hacer equilibrio sobre las alambradas, y otras tantas abrimos y cerramos porteras (que en el club Correcaminos la propiedad privada se respeta), para llegar al fin a un bosque encantado de encinas y musgos añejos por el que nos adentramos siguiendo el regato que huía de nosotros hacia el este, camino del río Guadiaro.
Durante la marcha encontramos bastantes reliquias; la actividad que debió de haber por allí en otra época tuvo que ser notable: un puente de piedra ya cubierto por una hermosa enredadera, unas huertas abandonadas, una era; los muros de un antiguo cortijo devorados por las zarzas; la rodera de cantos gastados por la que en otra hora transitaron los carros…
No tardo mucho tiempo en escindirse la cordada y diez emprendimos la marcha monte arriba mientras que los 15 restante prefirieron seguir el curso del regato y rodear el Peñón de Mures hasta alcanzar el collado (Boquete de Mures) que separa el “macizo” del pico propiamente dicho, al que subió Miguel Ángel en un soplo para dar fe, con una foto, de que el punto geodésico señala 871 metros de altitud sobre el nivel del mar.
Nosotros, en cambio, ascendimos en línea recta entre viejas encinas, observados por buitres perezosos que planeaban buscando su presa –tal vez alguna cabra o vaca muerta– y llegamos arriba, a una meseta habitada por rocas calizas, afiladas como cuchillos, entre las que emergían hermosos ejemplares de cornicabra, un árbol que vive 1.000 años y crece donde otros fenecen fácilmente.
Casi sin querer nos encontramos ambos grupos y celebramos el reencuentro con la armonía del almuerzo en común. Fernando leyó unos poemas de Ramón de Campoamor (Navia, Asturias, 1817-Madrid, 1901) que la concurrencia aplaudió, mientras la alegría revivía otra vez a medida que reponíamos las fuerzas pues el día estaba siendo muy dulce y el cansancio, todavía, no había aparecido.
Luego nos separamos de nuevo; unos, los 15, cerraron el círculo retornando a la Venta de la Vega siguiendo la cinta de la carretera MA-8403 mientras el resto descendimos hacia Ronda –allá se veía el imponente farallón (el tajo) luciendo en todo su esplendor frente al sol de la tarde– al encuentro otra vez del arroyo del Cupil para saltar sobre él, una vez más, entre fangos y huertas, fresnos y nogales, bordearlo, y seguir por su margen izquierda hasta llegar a la carretera A-374, cruzarla, y emprender la subida al Cerro de Cueva Bermeja.
Más alambradas, más baile sobre los alambres, más deseos de vencer esos cerramientos que fatigan y aturden a los espíritus libres que aspiran a marchar sin rumbo fijo, a volar –es un decir– sobre picachos y riscos, gargantas, torrenteras, cornisas y horizontes, sin más obstáculos que los que la propia Naturaleza les impone.
El día estaba siendo magnífico; ni frío ni calor; “cero grados”, que diría el gracioso. Y una vez superado ese desnivel de un centenar de metros que nos separaba de la cumbre del Cerro de Cueva Bermeja marchamos por prados y escobales cresteando, admirando las encinas cargadas de bellotas, hacia la puesta de sol, mientras a nuestra espalda el valle que se abre ante las puertas de Ronda era un calidoscopio cambiante de vivos colores. Las alamedas, los cortijos, el campo labrado, los olivares… Todo navegaba sobre aquel mar de luz que moría reflectando su belleza en las cumbres lejanas de la Sierra de las Nieves.
Entre tanto, trotábamos; de vez en cuando nos deteníamos a bailar otra vez sobre los obstáculos en forma de cerramientos de alambre que cada dos por tres nos salían al encuentro… Así hasta que la tarde fue cayendo y, ya entre dos luces, llegamos a dónde habíamos dejado los coches. Los 17 kilómetros recorridos, los 900 metros acumulados de desnivel y las casi ocho horas que habíamos estado danzando por pedreras, roquedales y dehesas, nos convencieron de que hoy sí, hoy sí merecía la pena hacerle los honores al cenáculo de El Cortijo, aceptando de buen grado, todos, que era obligado tomarse allí un refrigerio…
Pero esta aventura del yantar mientras se le concede un reposo a los huesos molidos, os la contaré otro día.
Precioso relato, gracias!!!!
Precioso D.Joaquin, me Allegra que aunque usted proteste y se resista, al final mis indicaciones sirvan para que usted plasme un texto tan Bello
Que pena que no pueda ir con Corre caminos! Disfruté en el día de mi bautizo con la compañía y los parajes…. Pero los caminos de cabras no están hechos para mí! Ja, ja!!!
Preciosas las fotografías Joaquín. Como siempre.Yo también respeto la propiedad privada y supongo q los alambres esos o no tan alambres q últimamente están cerrando el campo por muchas comarcas española, no siempre respetan los caminos ,sendas, veredas… Creo q ue en esos casos hay q darles una patada o un tijeretazo.Y que se vea bien porq las peores alambradas son las q no se ven,enredadas entre las hierbas