Todo empezó aquella noche en Sevilla.
Cuando algunos días más tarde nos contasteis que nuestra insistencia para acompañaros a casa en la madrugada había sido un incordio, nos reímos mucho los cuatro. Luego celebramos vuestro amor y, entonces, nos explicasteis que después de dejaros “recogidos”, corristeis… ¡os faltó tiempo! a encontraros otra vez.
Os habíamos invitado a cenar. Y nosotros, en el momento de la despedida, no parábamos de decir: “Venga, que sí, que os acompañamos a casa, que no nos cuesta nada llevar a Tereixa primero, y luego a ti, Alex”. Y, vosotros –que aún ocultabais “lo vuestro”–, os hacíais los locos y rogabais a todos los dioses… “¡¿Pero estos pesados no van dejarnos en paz?!”
En fin, aquello fue el principio y la vida siguió su curso…
Alex siempre estaba allí. Cuando le pedía que le echara una ojeada a mi artículo, él se desataba del barullo que tenía entre manos, se acercaba, y me daba un consejo; la mayoría de las veces una frase era suficiente para que la noticia cobrase otra forma y se hiciese más comprensible.
Yo miraba por la ventana de la redacción de El País en Sevilla y veía Marrakech, la luna entre las palmeras… Eso sí, sin el Atlas al fondo. Los seis años que acababa de pasar en Marruecos me retraían a aquellos recuerdos. Sevilla de noche, desde aquel ventanal, seguía siendo la ciudad musulmana que gobernara el rey poeta, Al-Mutamid, cuya tumba yo había visitado años antes.
Y luego volvía la vista… Y allí estaba Alex entre una maraña de informes, descifrando documentos, para darle luz a algo que se me antojaba tan oscuro como la noche que caía sobre nosotros.
¡Ay, la economía! A mi me gustaba y Alex me ayudaba a entenderla. Él, licenciado en esta disciplina, había preferido –me dijo una vez– dedicarse a informar a la gente en lugar de sucumbir a la tentación del dinero ejerciendo la profesión para la que se había formado.
Alex ha sido una de esas personas normales que son sabias. En medio de la tempestad que siempre generaba un debate, en las discusiones más ácidas… tú le mirabas… “¡Di algo!” Y él pronunciaba esa frase que lo aclaraba todo.
Un día vino a casa a ayudarme en una mudanza y mi padre, embutido en aquel mono azul que solía utilizar los veranos durante las faenas de cosecha para protegerse del polvo y del picor de la muña –75 años tenía entonces– no hacía más que arrojarle muebles encima desde lo alto del camión… Alex le miraba, me miraba, volvía a mirarle, aturdido, y sonreía. No decía nada. Cogía los muebles como podía –sus 30 años no eran suficientes para desenvolverse de lo que le estaba cayendo– y para allá iba…
Alex siempre fue así. Nunca le oí negarle su tiempo a un compañero aunque él estuviese hasta arriba de trabajo.
Es verdad que cuando los mejores nos dejan nos duele más. Pero, aunque el dolor nos hiera hasta hacernos sangrar, no podemos permitirnos entregarnos al llanto. Por Alex. Porque él no querría que esto ocurriese. Seguro que él cogería esa montaña de penas que cada uno de los que le hemos tratado tiene aún encima y, párrafo a párrafo, iría deshaciéndola hasta elaborar un buen artículo en el que abundasen los deseos positivos y algunas sonrisas; ese artículo que nos permitiese alumbrar un poco de luz a tanta oscuridad y dolor como nos ha dejado su pérdida.
Alex ha sido mi amigo, nuestro amigo, y nunca hemos tenido que decírnoslo. Así da gusto, ¿verdad?
Cuando volvía de cubrir aquellas reuniones del G8 o G20…, y yo le preguntaba –por teléfono la mayoría de las veces– “¿qué tal?, ¿qué ha pasado?”, él me decía: “Nada. Todo seguirá igual”. Pero luego, enseguida, se ponía a explicarme los matices. Es decir, Alex ha sido tan generoso que aun no teniendo nada novedoso que contar… te atendía. Por eso las enfermeras le han cuidado tan bien hasta el último instante; porque, en realidad, era él quien cuidaba de ellas, evitando darles guerra. ¡Alex cuidador de los otros! Como periodista, y, en su vida privada: con Elba, su hija; con Tereixa, su mujer.
Por eso, en este hasta cuando sea, voy a permitirme, abusando de su infinita paciencia, pedirle que no nos descuide, que siga cuidándonos.
“¡Eh, Alex, mira hacia acá!”
Sé que disculpas, que, como el Mago que me gustaría haber sido contigo, no haya podido curarte, pero al menos hemos compartido energía y desmenuzado, juntos, los sueños que abrasan al mundo hasta llegar, relativamente tranquilos, ¿verdad?, al momento de este adiós. De modo que ánimo, querido amigo; ya nos veremos en ese país de la Nada.
Y aquí nos tienes; riendo y llorando; escuchándote. Reunidos para decirte “hasta luego”.
¡Hasta luego, Alex!
Y dinos algo tú… ¡Que nos quedamos huérfanos!
Hasta aquí el texto que escribí para el adiós a mi amigo, leído por Charo Macías en la ceremonia laica que Tereixa Constenla y los hermanos de Alex organizaron para despedirle. Luego vino el desbordamiento mediático, la tempestad de recuerdos y las anécdotas. El trending topic en las redes sociales…
¡Dioses del Olimpo! ¡Cómo se hubiese reído de esta desmesura comunicacional! Él, que huía de estas cosas como el gato escaldado del agua, no estaba de acuerdo, ¡y por supuesto le costaba aceptarlo!, que un “puñado de caracteres” distrajesen al lector del disfrute de una información bien hecha.
El pasado 31 de agosto, a los 47 años, se fue Alejandro Bolaños Correa (Madrid, 1971-2018) tras luchar contra un cáncer de páncreas durante dos años y medio sabiendo desde el principio que sus posibilidades de vencerlo eran muy escasas. Pero eso ni le ofuscó ni le hizo perder la paciencia. Lo combatió mientras intentaba hacer una vida “normal” en la medida en que esta enfermedad lo permite; como solo una mente privilegiada puede hacerlo. Con voluntad y determinación. No solo aceptó cualquier propuesta médica (siempre tras sopesar y analizar los detalles), sino que hizo todo cuanto la fuerza de su mente y sus manos le permitían para que la vida fluyese en él y a su alrededor con naturalidad. El obituario que Tereixa Constenla, su pareja, escribió en El País lo dice todo. Practicaba el deporte hasta donde podía; yoga; meditación… Escrutó las posibilidades terapéuticas que ofrecen los alimentos porque una alimentación adecuada es la mejor medicina. Se dejó aconsejar; siempre escuchaba; proponía; nunca se negó, aunque le costase la misma vida, a embarcarse en aquello que le aportase un rayo de luz en el túnel en el que se encontraba atrapado.
Hablamos mucho durante estos años de lucha; siempre a tumba abierta; nos adentramos en ese país de la Nada, en el que todos, un día, acabaremos, y reflexionábamos juntos sobre las posibilidades que había de retrasar su viaje. El objetivo siempre era el mismo: luchar como lucha el atleta que sabiendo que le va a costar ganar, corre contra el reloj para rebajar unos segundos su marca. Y así hasta el último instante en el que uno acepta que ha llegado la hora de irse…
De Alex se cuentan muchas anécdotas, pero casi todas tienen que ver con su generosidad; Desde acoger en su habitación a colegas de la profesión para facilitarles el trabajo (algo poco frecuente en el periodismo), a decirse de él que “era muy lento escribiendo”, y que por eso sus jefes le encargaban temas para el fin de semana, para que tuviese más tiempo de hacerlos, cuando en realidad lo que de verdad sucedía, era que le estaba solucionando la papeleta al área de economía y al periódico con un buen trabajo que sería apertura de la sección (noticia principal) y, probablemente, tema de portada durante el fin de semana en el periódico.
Pero quizá, la anécdota más genuina que he oído estos días sobre Alejando Bolaños –y que lo define perfectamente– es la que me contó su hermano Carlos, un par de años más joven que él. “Tendría yo unos 9 o 10 años –me decía Carlos– cuando una mañana se me acercó con un puñado de folios y me dijo: ‘Ve al colegio y le das este puñado a fulano; este otro a mengano; y estos son para zutano…’ Y allá que me fui. Pero a quien primero vi fue a su profesora, me acerqué a ella y le dije que mi hermano me había dicho que le diera… etcétera, etcétera. La profe puso los ojos a cuadros y el trabajo que Alex había estado haciendo toda la noche para ayudar a sus compañeros resultó inútil”.
Este era Alex, tan generoso que hasta su vida, que ha sido breve, nos la ha regalado, abundante, para que sigamos alimentando ese sueño de un mundo mejor.
Perfecta definición de nuestro amigo. Precioso texto, como siempre querido Joaquín. ¡Qué suerte hemos tenido de que formase parte de nuestras vidas! Aunque se nos haya ido tan pronto…
Por tus bellas palabras, Joaquín, creo que este compañero tuyo era muy admirado por ti, tanto personal como profesionalmente, y que con ellas describes mucho de su alma que te ha dejado impregnado para siempre. Los recuerdos de los amigos sinceros nos estimulan para seguir buscando la belleza y la verdad de las cosas.
Una pregunta, este hombre era de Huelva.
Un fuerte abrazo y nos vemos pronto
Siento que hayáis perdido a tan entrañable amigo…
Preciosos sentimientos transmitidos a través de tus palabras, Joaquín.
Estupendas palabras!! Nosotros túvimos la suerte de conocer a Alex y a Tereixa en una escapada a vuestra casa en Sevilla. Una pareja maravillosa.
Sentimos esa gran perdida.
Un abrazo enorme
Muy emocionante … ni conocía pero me da mucha pena . Q le vamos hacer así es la vida avece es dura 😔
No, no era lento, era reflexivo al máximo y descuidaba los asuntos propios porque dedicaba su tiempo a escuchar a los demás y a encontrar una respuesta adecuada a los problemas que les planteaban(mos) siempre dentro de una tolerancia exquisita y un tono mesurado, sin agresividad alguna…
En esta época de las prisas y de los personalismos desaforados, que falta hacen personas de su talante!!!
Gracias Joaquin por recordarlo con tan bellas palabras