Tiene por costumbre esta troupe de excursionistas acomodarse a yantar al abrigo de algún árbol, una roca, bajo la floresta frondosa de un pinar o algarrobo; pero siempre procurándose un balcón desde el que otear y agrandar el horizonte. El sábado a esa hora del almuerzo tocó cobijarse a la sombra de una encina; un majestuoso ejemplar que en su momento tuvo la fortuna de librarse de la deforestación y ahora sobrevive cerca de las cumbres, en la serranía de Ronda.
Tras el placentero refrigerio, nuestro presidente –siempre maquinando a ver a quién le hace la broma de colocarle una piedra en la mochila sin que el protagonista se dé cuenta– nos leyó, del gran poeta Neruda, el último poema de Veinte poemas de amor y una canción desesperada; aquel que dice: “Puedo escribir los versos más tristes esta noche…”
Y entonces, fugazmente, aleteó sobre nosotros el pájaro del amor ilusionando a los correkas; del manantial de los afectos brotó el deseo y, ya, emocionados, los veintidós concurrentes que estábamos allí nos pusimos a aplaudir, dando rienda suelta a la emoción; alguno, incluso –dijeron después las malas lenguas– habían dejado escapar un par de lágrimas: una por los amores que se fueron y otra por el que acababa de llegar. Es lo que tiene andar por el monte: que a medida que se acerca uno a sus cumbres, enloquece…
Mas este episodio duró poco, lo que dura un suspiro, un relámpago. Porque enseguida, alimentados el espíritu y el cuerpo, nos dispusimos a reposar el almuerzo tal como manda el reglamento en este club; algunos, incluso, se hacen un nido y se repantigan como si fuesen a quedarse para siempre en el lugar; por nada del mundo perdonarían la siesta.
Pero no todo el grupo estaba dispuesto a pegar ojo, y hete aquí que a la encantadora Ana le dio por ilustrarnos con su vida e informarnos de sus cuitas; y así pudimos enterarnos graciosamente de sus proyectos futuros resumidos –para no darnos demasiado la lata, supongo– y de lo que tiene pensado hacer en los próximos cien años.
Entre tanto, el presidente, acurrucado entre un par de raíces, se revolvía algo inquieto, buscando esa posición cómoda, fetal, a la que recurrimos casi siempre cuando no encontramos el sueño; pero él lo encontró… porque algún respiro hondo nos fue regalando de tiempo en tiempo. En cambio otros no pudieron pegar ojo; por lo bajo… ¡despotricaban! Pero Ana, estimulada por la retahíla de preguntas a las que Carmen, curiosa, la sometía, desgranaba con gracejo, sobre el manto del sopor que suele traer consigo una digestión campestre, las muchas aventuras que había vivido desde que llegara a España y las que pensaba vivir todavía, antes de que la atrapase el futuro.
Y cuando quisimos darnos cuenta el tiempo del asueto había acabado. Era hora de irse. Nadie parece que durmió demasiado; solo algún espartano, capaz de dormirse en la silla de un dentista, consiguió traspasar la realidad, abstraerse del gorjeo de la valkiria y caer en los brazos de Morfeo. Sí, es cierto, algunos se durmieron. Y en honor a la verdad cabe decir que hubo quien lanzó sin avisar, en plan furtivo, un par de extemporáneos ronquidos.
Afortunadamente no importó demasiado el no haber podido descansar lo suficiente porque el recorrido previsto para este sábado de mayo estaba programado con carácter muy liviano.
Habíamos salido a buena hora (la habitual: once de la mañana), desde las inmediaciones de Ronda para recorrer el Tajo del Abanico hasta el puerto de Encinas Borrachas. Al principio, el barranco, espectacular, nos engulló y condujo en un dulce caminar siguiendo el arroyo de los Chopillos hasta llegar, entre encinares, al cortijo del mismo nombre, donde alguien con ínfulas de emperador megalómano soñó una vez –el proyecto está ahora parado por suerte– con crear un centro de ocio a estilo hollywoodiense o un parque temático como si fuera Walt Disney. De aquella fantasía solo quedan unos cuantos viales a medio hacer y un lago artificial en el que, sospecho, el supuesto emperador imaginaba un abanico de sirenas danzando. También hay una ridícula plataforma que sustenta seis columnas con aspiraciones a templete (o templo) al borde del agua; columnas de estilo corintio; un perifollo que, en el paisaje de encinas viejas, rodeadas de cumbres rocosas, pega igual que un traje de cola con lunares en un banquete con rigurosa etiqueta. Las puntas de hierro oxidado, que sobresalen por encima de los adornos corintios, corroboran lo absurdo del invento de este hombre, al tiempo que certifican el fracaso de su sueño.
Por lo demás, visitamos el dólmen de Encinas Borrachas que, según reza en el panel (bastante deteriorado) que hay al lado, tiene la friolera de 6.000 años. Por estos andurriales anduvieron singulares individuos, sin duda peculiares, y de los que, se asegura, son nuestros ancestros; si eran ellos raros…, ¿cómo no vamos a serlo nosotros?
Leímos todo lo que había que leer, hicimos fotos y nos asomamos al mirador (por llamarlo de algún modo) del puerto de Encinas Borrachas al tiempo que descubríamos en lo alto del roquedal a un grupo de cabras que nos miraban circunspectas. Lógico; las cabras, con buen tino, seguro que temían que aquella marabunta de extraños visitantes le estropease la tarde.
Pero optamos por darnos la vuelta, y hartos de gastar calcetines por la pista, buscamos el sendero que baja por el arroyo de las Culebras, que nos guiaría hacia los coches. La fronda y el agua fueron nuestro guía. ¡El agua, esa maravilla que nos refresca los pies, la vida! Y en esas estaba una compañera (refrescándose los pies) cuando el inquieto presidente quiso hacerle una gracieta y mojarla arrojando una piedra al caozo, con tan mal tino y fortuna que le señaló el empeine. ¡Santo cielo, vaya apuro! Mas el grupo, que se entiende hasta cuando se hace bromas que yerran, se deshizo en risas dulces y disculpas. Eso sí, la próxima vez, quien quiera salpicar a algún humilde peregrino mientras se moja los pies, que bata el agua con la lengua, no con piedras. ¡Será digno de verse!
A todo esto, la tormenta nos seguía en el horizonte pero no llegó a acercarse. Algunos sacaron sus paraguas y aquello parecía más una romería a buscar la virgen, que un grupo de montaña. Y es que por allí, cerca, está una de las muchas ermitas que hay dedicadas a la Virgen de la Cabeza. También leímos carteles que anunciaban una fiesta de comunión.
Al fondo, en el barranco, retumbaba con furza la música. Pero nosotros habíamos llegado ya a los coches y nos disponíamos a partir. Por el oeste, el oscuro azul del cielo se tornó negro augurando lo peor. Habíamos estado caminando 7 horas, recorrido 18 kilómetros y acumulados 700 metros de desnivel en un placentero día de montaña. El viento comenzó a bailar más fuerte, trayendo remolinos de nubes…
El próximo sábado, más.
Ya no podras faltar ningun Sabado D.Joaquin, pues un Sabado sin tus cronicas, ya no sera lo mismo
Precioso relato. Enhorabuena!!
Q bonito recorre todo esos lugares tan interesantes,bonitos ! Preciosa la naturaleza y la montaña ⛰😍
Veraz y Colorido relato, gracias Joaquin, que buen dia pasamos