Como le ocurriera a Swann con la magdalena, el sábado fue un día de evocación y reencuentros, en el que abundaron los placeres. Reencuentros con los amigos, con el bosque, con la luz; con los colores, el aire, el mar… Hacía meses que no acudía a la cita de estos correcaminos, que, haciendo honor a su homónimo, van de acá para allá, ora se suben a un monte hasta alcanzar la cumbre, sorteando la ventisca y la nieve, ora se solazan, tranquilos, por las finas arenas de las playas del sur.
El sábado fue uno de esos días de solaz. Pocas veces el mar del Estrecho recibe a quien acude a su encuentro con aguas tan dulces, azules y claras. Pocas veces lo he visto –y he vivido más de una década frente a él– tan amistoso y tranquilo; tan sereno y tan límpido. Caminamos de Barbate a Caños de Meca y volvimos (unos 15 kilómetros en total) por los acantilados y el Pinar de la Breña en amistoso relajo, conversando y admirando el paisaje, el infinito horizonte, los ramilletes de flores que nos sorprendían en rincones insólitos, el verde reventón de retamas y arbustos; los enebros con sus bayas henchidas de jugo, el lentisco brotando, las jaras… Hasta los pinos parecían estar disfrutando de esta resurrección.
El recorrido es suave, buscando la altura, siempre asomándose al mar (Torre del Tajo, Punta Paloma) con un sendero marcado para que nadie se pierda… Pero ¡ay!, los correkas no soportan el orden ni la monotonía, y, como avezados rastreadores, buscan enseguida escondrijos, pasos ocultos, senderos que mueren en el mismo precipicio, que suben y bajan, y trepan, y, a veces, anuncian peligros, pero que, a ellos, a esta hermandad de impenitentes caminantes, seres todoterreno, les atraen como imanes hasta llevarles a descubrir lugares perdidos, miradores espectaculares, abismos que otros ignoran, experiencias que no olvidarán nunca…
Y así, de un paseo “dominguero”, el Club Correcaminos puede inventarse cualquier aventura en su afán de gozar al máximo de la naturaleza.
Acudimos 20 del club este sábado, 5 de mayo, para celebrar un día espléndido de primavera. Primero con esos desayunos opíparos que en las “ventas” sembradas por toda Andalucía se sirven con generosa abundancia. Y después, ya reunidos ¡por fin!, ¡reunidos por fin!, para iniciar el camino y gozar de esa medicina que es el ejercicio al aire libre mientras se conversa, se ríe, se cuentan chistes o anécdotas, experiencias vividas o se indaga, se habla de política, de amores… O de lo que haga falta. El tiempo entonces se detiene y los correcaminos, como los sabios que saben que no saben nada, se acoplan unos a otros en función de su capacidad y destreza. No pasa nada porque el grupo al cabo de un tiempo de marcha comience a desperdigarse. A veces hasta puede resultar divertido porque, en el esfuerzo para volver a reunirnos a todos, puede, también, haber aventura. En cualquier caso, la excursión de Barbate a Los Caños de Meca ofrecía pocas posibilidades de dispersión; aún así, tres correkas desaparecieron durante todo el día…
Mirando al océano infinito, comimos nuestro bocadillo a la sombra de un pino. Allí estaba, enfrente, el cabo de Trafalgar, con su faro pintando en el lienzo de la historia uno de los episodios más negros vividos por España. Algunos bajaron a la playa a bañarse; una playa nudista en la que ya había grupos de terrícolas torrándose al sol, lechosos todavía y más blancos que la cal. Nosotros, no; nosotros preferimos dormitar sobre la alfombra de hierba, acompañados de invisibles manadas de insectos: arañas, garrapatas, mosquitos… Todo normal. Porque la vida es de todos y vivir significa practicar el juego de la tolerancia entre los millones de millones de seres vivos que habitan sobre el mapa de la Tierra. Y no pasa nada. Por eso, algunos, desinhibidos, durmieron, roncaron… y hasta soñaron. Otros se fueron a tomar un café.
Al final, nos reunimos de nuevo (menos los tres que se habían “perdido”) para iniciar el regreso a Barbate. Por el camino de vuelta no quedó rincón que no explorásemos. Anduvimos buscando aquel árbol asomado al abismo que Antonio quería enseñarnos, también el barranco por el que se precipitó Carlos… No se sabe si queriendo practicar aquel sueño que siempre persiguió a los humanos, o si, por eso de ver más allá, más allá, más allá… –como el gato curioso–, se arrimó demasiado al precipicio, tanto, que no le quedó más remedio que palmotear como un pájaro… y rodar malherido hasta el lecho de la playa. Pero ni el árbol ni “el barranco de Carlos” aparecieron. Quizá se los había llevado el último temporal, quizá…
Porque en la vida, más que nos pese… ¡todo es efímero! ¡Hasta los barrancos!
Deliciosa crónica para un día luminoso 🙂
Preciosa crónica!!!! Escribir desde el sentir, más que desde el ver, proporciona siempre este inmenso placer al leerte, Joaquín. Besos mil
Guachy 👌😍😍
Encantador paisaje…precioso dia que homenajeó con su dulzura a los viandantes, y qué decir de éstos…pues que me encantaría volver a repetir en cuanto mis obligaciones labores me lo peemitan
Que gusto leerte Joaquin!! Y q nostalgia de los caminos recorridos contigo y con charo!!💋💋