He discutido estos días largamente (a veces con acritud) con algunas feministas que aman el idioma español y me dicen que decir portavoza es pasarse de frenada. Y no hablemos ya del debate con los hombres que, entre estos… ¡qué pocos son los que comparten mi opinión! ¿A dónde vamos a llegar si cada cual se inventa el palabro que quiere?, me dicen las feministas, puristas de la lengua, y, por supuesto, los hombres.
Tenemos una gramática, insisten, y hay que respetarla. Y yo les digo que la gramática ha cambiado con el tiempo sus reglas y que los hombres, mientras no se demuestre lo contrario, son los que mandan y se inventarán palabras todos los días, cuándo y cómo les da la gana. Al final, si sale el tema, cada discusión es un debate inútil en la charca del habla, en el que ni ellas ni yo nos mantenemos del todo a flote; cierto es que tampoco nos ahogamos, menos mal. Eso sí, reconozco que estoy en franca minoría en este asunto. O más que eso: pertenezco a ese grupo reducido que piensa que las mujeres tienen derecho a “tener su propia lengua” o, dicho de otro modo, a inventarse las palabras que les plazcan con tal de ser reconocidas en su actividad como personas pertenecientes a una sociedad que convive en igualdad.
No soy académico, claro. Pero hablo, escribo, pienso… Incluso lo hago con cierta fluidez. Y, como digo, ¡pienso! Y al pensar me doy cuenta de que el origen del problema, digan lo que digan los señores académicos y los que acusan a las mujeres de “buscar guerra”, el conflicto, más que en inventarse palabras, está en esa frontera que separa a hombres y mujeres, que no es otra que una injusta representación social; una injusta, también, representación en el idioma; y en una injusta, injustísima remuneración laboral.
No digo que no tengan razón los que, desde el púlpito del poder (pudiera ser que la tuviesen) y en plan filibustero lapidan a las mujeres que se atreven a decir portavoza, jóvena o miembra. Lo que si tengo claro es que sus reacciones furibundas a la hora de combatirlas (a la palabra y a ellas) no son porque se hayan inventado un vocablo, sino porque son mujeres… ¡Y a las mujeres ni agua!; que, aunque no lo digan, lo piensan.
Los hombres principalmente, aunque hay muchas mujeres que también, lamentablemente, se rasgan las vestiduras, como he dicho antes, porque hay personas del género femenino que proponen nuevos términos o medidas correctoras para superar ese traído y llevado “techo de cristal” que en tantas y tantas actividades de la vida humana parece aún insalvable.
Pero, bueno, ¿no es la lengua algo vivo, que cambia y se reinventa cada día? “Sí, ya… Pero tiene sus normas, ¿sabe usted?, sus reglas, su sintaxis, sus raíces, su estructura, sus desinencias, sus…”, corea la corte de puristas, que no consiente que nadie les toque una coma hasta que ellos lo decidan.
Me acuerdo de cuando a mi pueblo llegó por primera vez una médica. “Tengo que ir al médico”, dijo mi abuela. ¡Cómo iba a ir a la médica! Imposible. Aquello le sonaba tan mal que solo de pensarlo le subía la fiebre… Fíjense si sonaba mal, que hasta hoy les cuesta a algunos y a algunas emplear la palabra “médica” para referirse a esa mujer que cuida de nuestra salud. Y eso que ahora, la mitad, son mujeres en la profesión. Exactamente el 49,1% de los 242.840 “médicos” que había en España en el año 2015, según datos del Instituto Nacional de Estadística (INE).
Hace un par de semanas, coincidí haciendo senderismo con una chica a la que después de un rato largo trepando y hablando, le pregunté: “¿Y tú a qué te dedicas?” “¿Yo? ¡Yo soy médico!”, me dijo. Me quedé tan sorprendido que me salió del alma: “¡Querrás decir médica…!” “Sí, claro”, corrigió. Ella es una más de las 121.420 médicas que dice el INE que había en 2015. Y, sin embargo, no se reconoce.
Es decir, ni el hábito hace al monje ni el uso hace que aceptemos de buen grado las palabras que nos proponen las mujeres. ¡Tal es el poder masculino y el manual con el que lo ejercen! Ni por más que las usemos, aquellas que han cobrado vida y significado tras la incorporación del género femenino al espacio público, serán aceptadas de buen grado, con naturalidad. En cambio, cuando es al revés y hay hombres por medio, la palabra femenina (ejemplo: enfermera) se pasa al masculino y a los cuatro días de ejercer la profesión los hombres ya no hay “un congreso de enfermeras”, sino “de enfermeros”. Y para muestra un botón: El INE, en el apartado Profesionales sanitarios colegiados. 2015, en la columna correspondiente a enfermería, escribe “Enfermeros”, ¡faltaría más!, aunque de los 284.184 que había en 2015, enfermeras sean 238.283 (el 84,2%)
¿Y que me dicen de las cocineras? El arte culinario ahora solo pertenece a “los grandes cocineros”, cuando se da la paradoja, como escribía Carmen Morán en El País, no hace mucho, que la mayoría de estos “maestros” reivindican, se nutren y reconocen que su arte se lo deben “a las recetas de su abuela” o de “su madre”. Es decir, no es tan grave que las mujeres inventen palabras (con o sin acierto) como el trato que reciben estas (¡por injusto y desigual!) en el uso de la lengua.
Pero volvamos al asunto de la vilipendiada portavoza. Ya, ya sé que portavoz (porta + voz) es una palabra compuesta en la que “voz” es femenina y, en consecuencia, no habría lugar a inventarse lo de “voza”. Este es su argumento, o uno de ellos, en el que los críticos de Irene Montero basan su aserto a la hora de ponerla a caer de un burro o, si lo prefieren, de chúpame dómine.
¡No toquemos la lengua ni sus reglas!, exigen los hombres que presumen de saber de qué va esto del habla. De acuerdo, de acuerdo. ¿Entonces, las mujeres no podremos inventar nunca palabras para nombrar actividades que ahora ejercemos normalmente? ¿Irene Montero no puede proponer que se le denomine portavoza? Y Carmen Romero, ex diputada del PSOE, como se recordará, ¿no puede hacer una jerigonza y sentirse jóvena… porque… le parece justo que a LAS jóvenes se les nombre así? ¡Con la cantidad de palabros que los hombres pergeñan a diario cuándo y cómo le da la gana, con tal de hacerse notar o salirse con la suya.
Mi opinión es que las mujeres tienen todo el derecho a inventarse palabras nuevas; palabras que les permitan sentirse mejor, identificarse mejor con un oficio o una actividad que, existiendo de nuevas para ellas, no tiene un vocablo adecuado que la nombre. Si hay mujeres portavozas, pues aceptemos que ellas quieran que se les nombre así. Y no nos vengan ustedes, con su vitola de puros, argumentando lo que no pide argumento, sino comprensión; que es algo tan simple como… ¡Si una actividad requiere de un vocablo más preciso para que quien la ejerce se sienta reconocida, invéntese! Que, por otra parte, es lo que han hecho siempre los hombres…
Los señores académicos nos quitan los acentos del “solo” porque la gente se ha hecho vaga y no los pone ya. Lo mismo ocurre con los pronombres demostrativos… También aceptan las palabras del inglés hasta en la sopa y no pasa nada. Todo el mundo va por ahí hablando de like, branding, coach, post, blog, spam, newsletter, startups, brainstorming… y así hasta el infinito. Y nadie reivindica las precisas y preciosas alternativas que tiene la gramática española para estos anglicismos. Pero aparece una mujer que quiere que su oficio tenga un nombre concreto (portavoza) y se tiran a ella a degüello porque desde el Sancta Sanctorum de la lengua y otras tribunas, como los medios de comunicación, se considera que el sustantivo portavoz es común en cuanto al género. La Academia considera…
Pero… ¿no cree usted, mujer, que detrás de estos asertos hay mucha testosterona?
¡A que sí!
Tetosterona machistona!!.Y la peor la de las mujeres, Q somos la madre q la parió y crió a la criatura.Besicos
Me encanta leer tu artículo. Es como si me hubieras leido el pensamiento. Me reconforta saber que hay personas empàticas y capaces de tener la mente abierta como tu. Te lo agradezco, llevo varias semanas debatiendo el tema en varios foros y sintiéndome incomprendida, rara, sola, estraterrestre…Gracias Joaquín.
Ufff…, Mayordomo. Demasiadas cosas en un artículo tan complejo y rico; merecería todo un comentario de texto. Trataré de ser breve y hasta taquigráfico:
– Nada tienen que ver palabras como “médico”, ”juez”, “abogado”, “presidente”, que son del género masculino y que tradicionalmente no existían en femenino porque sencillamente no existían mujeres en esa profesión (y es normal que ahora se usen en femenino, y la lengua lo acepta con toda naturalidad) con el caso de “portavoz”, que ya es una palabra de género FEMENINO (“la” voz). Inventarse “portavoza” es una soberana memez de gente que no piensa más allá de las consignas, se mire como se mire.
– Por supuesto que la gramática cambia (todo cambia) pero lo hace desde su lógica interna, siguiendo sus propias normas, y de una forma “colectiva”, es decir por aceptación del conjunto de los hablantes. La lengua es un “bien común” (quizá más que ninguna otra cosa) y no puede depender del capricho o la ocurrencia del listillo turno. Si todos pudiéramos hablar como nos dé la gana (podríamos hacerlo, desde luego) pero el lenguaje perdería su función colectiva que es la comunicación. No vayamos a caer en la lógica de nuestros amigos secesionistas: “como las leyes y la Constitución no son inamovibles, yo puedo saltármelas cuando me dé la gana”.
– Afirmas que las “reacciones furibundas a la hora de combatirlas (a la palabra y a ellas) no son porque se hayan inventado un vocablo, sino porque son mujeres”. Reconocerás que es, cuando menos, una petición de principio; pues conocer las razones íntimas y ocultas de cada uno es más que dudoso y aventurado. Más razonable parecería rebatir los argumentos y no prejuzgar las intenciones.
– En muchas de tus afirmaciones, en cambio, estoy plenamente de acuerdo. Y otros puntos también merecerían puntualizarse. Pero lo dejo aquí, no quiero alargarme demasiado, no vaya a resultar el retoque mayor que el edificio.
El francés, por ejemplo, no ha incorporado cambio de género en los nombres de profesiones. Se dice «M. le médicin» y «Mme. la médicin»; «M. le ministre» y «Mme. la ministre».
¿Serán, por eso, los franceses más machistas que los españoles?