Dejamos Irkutsk una mañana luminosa con la sensación de que teníamos que habernos quedado más tiempo. Habíamos pasado cuatro días disfrutando de aquel rincón de la tierra, donde el mar interior, que es el lago Baikal, esconde inescrutables secretos, alimenta leyendas y almacena la mayor reserva de agua dulce del mundo. Pero fue subir al tren chino que nos llevaría a Ulán Bator, capital de Mongolia, y caer de golpe en el pozo de la realidad; el compartimento al que llegamos siguiendo las indicaciones del billete parecía más bien un hogar abandonado en el que unas gallinas rebeldes hubieran estado escarbando en los restos de comida dejados allí por anteriores viajeros. Como el agua de lluvia, las migas de pan estaban por todas partes.
Mientras discutíamos cómo asear la que sería nuestra casa las próximas veinticuatro horas, el joven chino responsable del vagón nos miraba con cara de ido, inexpresivo, sin hacer el más mínimo gesto de acercarse; como si estuviese colgado de las nubes y nosotros fuésemos extraterrestres. Recostado al lado del samovar que había al fondo del pasillo, nada en él indicaba que pudiera pensarse que la limpieza del vagón era parte de su cometido. Sin embargo, a su lado se distinguía un escobajo; un enorme y robusto escobón como los que usa la gente del campo; y pegada a este como dos piezas siamesas, una fregona; un mocho de larga melena, más negra que el carbón con el que el fogonero alimentaba la máquina… Una locomotora que en esos momentos anunciaba, con un largo silbido, la partida hacia Ulán Bator.
No. No pretendo establecer comparaciones entre los países de Rusia y de China, pero es obvio que nada tiene que ver el tren, al que acabamos de subir, con los tres trenes rusos, pulcros y limpios, en los que nos hemos desplazado hasta ahora.
Apenas lo pensamos… Y decidimos tomar la escoba aparcada y barrer, en una batida de urgencia, el cubil y, de paso, espantar cualquier intruso que, atraído por las migas y otros residuos, tuviese la tentación de sumarse a nosotros en este viaje. ¡Ay, cómo añorábamos ya a las diligentes provatnitsas!
Hasta la frontera con Mongolia todo fue bien; y no es que después fuera mal, simplemente que resultó ser distinto. Salimos de Irkutsk, a 440 metros sobre el nivel del mar, bordeando el gran lago entre colinas y bosques de pinos, serpenteando junto a la orilla, a veces muy cerca del agua. De vez en cuando aparecía una playa y en ella algunos turistas y lugareños que, aprovechando que era domingo y hacía buen tiempo, se habían acercado a darse un chapuzón en las aguas heladas. El entorno del lago en esta región es muy verde y los pinares llegan a recostarse en la orilla.
El tren seguía avanzando impertérrito, trazando meandros, emitiendo ese sonido característico de las máquinas de vapor y el aún más monótono y monocorde… tacata-tá, tacata-tá, tacata-tá, que se produce cuando las ruedas enlazan un raíl con otro. Llegamos hasta la desembocadura del río Soligná y, tras un giro de 90º, fuimos remontando el terreno, siguiendo su curso, para dirigirnos al sur, a Ulán Bator, en Mongolia, a 1.350 metros de altitud, y siempre buscando el centro de Asia. A medida que nos alejábamos del lago, la tierra iba volviéndose parda y la vegetación cada vez era más rala. Pronto aparecieron los campos de cultivos y algunos pueblos grandes con aspecto de viejos; seguramente eran lugares de paso anclados allí por la historia desde tiempos remotos. Las casas, de una sola planta, eran de madera; en general, las construcciones se mostraban rudimentarias y pobres.Se suceden las horas… Nuestro tren se me ocurre pensar que viaja cansado; ronronea como un gato; igual que aquellos que allá, en nuestra infancia, se retorcían en las cuestas, traqueteaban como si fueran a romperse y, a veces, hasta se paraban si el fogonero, despistado, no atizaba a tiempo la caldera. Este también es así: gatea siguiendo el curso del río mientras deja atrás la taiga siberiana para penetrar en la estepa, donde los árboles brillan ya por su ausencia y el verdor se revela en un verde-amarillo, por momentos ocre.
Ahora todo se antoja más lento. El compartimento, ya sometido al rigor de la escoba y familiarizados con él, es habitable, aunque sigue siendo más angosto que los que hemos ocupado hasta ahora en los trenes rusos. ¡Pero cómo nos acordamos aún de las gélidas rusas, aquellas gobernantas que nada más escuchar que salía alguien del baño allí estaban ellas con la fregona y el desinfectante en la mano!Una norteamericana dormita en el compartimento contiguo; a ella lo de los intrusos no parece preocuparle lo más mínimo; la suciedad sigue ahí. A veces rebulle y trata de leer en un libro arrugado. Se cansa enseguida y sale al pasillo; mira despistada por la ventanilla, vuelve a su sito y se deja caer sobre la litera, recostándose en la almohada ahíta de mirar, adormecida.
Enfrente, en la litera que está a la misma altura que la suya se ha acomodado un ruso gigantón, desvencijado, que solo deja la horizontalidad para ponerse a comer o para bajar a comprar más comida cuando el cruce con algún otro tren exige una nueva parada. El ruso está ahora acostado boca abajo, como si fuera una boa en permanente digestión. La “yanki” le mira de reojo, se retuerce confusa y sale al pasillo otra vez, a ver qué puede hacer. ¿Y qué va a hacer? Mirar. Mirar hacia la nada porque la nada es esa nube invisible que a veces envuelve el paisaje. Más allá, tres nibelungos sonrosados no hacen más que reírse, vociferan. Y como si fueran hormigas van y vienen al samovar a por agua caliente para ablandar los cereales que no paran de engullir.
Paseo por el vagón y no observo otras historias que merezcan la pena reseñarse; en general, los viajeros, turistas o los que son de por aquí y se desplazan con nosotros, dormitan; no entiendo por qué, pero la gente apenas deja la litera para ponerse unos minutos de pié y volver a acostarse enseguida. ¡Qué manera de vaguear mientas el tren engulle los kilómetros!
En mi observación disimulada no descubro historias de amor (ni, por supuesto, de sexo, que también podría haber). Tampoco de otra índole; la representación de un crimen pasional, por ejemplo. Aunque indago, no hallo ningún desenfreno; o esas calenturas (calenturas del tren) que en viajes como este atacan al viajero avispado, alerta y permeable a lo que pudiera ocurrir. Recuerdo ahora el día en que me atacó uno de estos virus volviendo de Ginebra a Barcelona. Ella era rubia y algo mugrosita; es decir, traía encima más historias que mierda acumula el palo de un gallinero. ¿Cuánto tiempo llevaría sin cambiarse de ropa? Pero era muy hermosa y ambos volvíamos a España necesitados de cariño, supongo. En mi caso, acababa de pasar cuatro meses fous, de amor y desamor, en Suiza. La chica sin nombre había subido al tren en Grenoble; llegó por el pasillo arrastrando una sucia mochila y abrió la puerta del compartimento, miró, vio que estaba yo solo, soltó en el suelo el equipaje y se acomodó, sin decir ni una palabra, frente a mí, al lado de la ventana. Parecía muy cansada. Nos miramos fugazmente; luego unos segundos y después, intensamente. El tren ya volaba surcando los viñedos de Francia… Y entonces las manos comenzaron a bailar; luego nuestros cuerpos. Hasta que llegó al cenit el deseo y se produjo un eclipse total. Una eclosión de sabores, olores y aromas indescriptibles, que aún las recuerdo, inundaron mi mente y el compartimento se abrió al horizonte como una jaula de pájaros que de pronto vuelan libres. De esto hace ya muchos años… Y aún estoy viendo a aquella chica sin nombre, esbelta y sonriente, descender del tren y echarse la mochila a la espalda…
Seguí explorando los vagones. Me fui hasta el de primera clase; quizá en este ocurra algo, pensé. Aquí se viaja más relajado, con más confort, aire acondicionado… Las suites, lacadas como el característico pato chino, resultan un tanto opresivas; los asientos están tapizados en rojo. ¿Acaso esto invita al tonteo? Ummm, no sé. ¡Qué cosa, estos orientales! Hace cuatro días eran más comunistas que nadie, y ahora, en lo que es un simple tren, practican el clasismo más burdo: a unos viajeros los asan de calor y a otros les matan de frío, en un vagón vestido de rojo.
En Ulán Udé, una vieja ciudad industrial rodeada de chatarra y polígonos abandonados, fruto, imagino, del cambio de régimen que supuso la implantación de la Perestroika a mediados de los años ochenta, el tren se detiene 45 minutos; tiempo más que suficiente para que el ruso baje por enésima vez a por comida y los mochileros nibelungos a reponer sus reservas de alpiste y cereales. En esto, estaba mirando por la ventanilla y observo que un tren pintado de verde, ribeteado de burdeos con dorados, se detiene; va hacia Moscú. Zaregold es su nombre. Descienden de él un puñado de chicas-guía portando banderolas a las que siguen mujeres y hombres de edad muy avanzada –quizá octogenarias–. Son personas adineradas llegadas desde todas las partes del mundo, me cuentan, que han decidido despedirse de los gozos terrenales con un penúltimo viaje exótico entre Moscú y Pekin.
Abre la marcha de cada grupo reducido (confeccionado por idiomas, intuyo) una jacarandosa muchacha con el banderín correspondiente, mientras le siguen las glorias de este mundo, sus ilustrísimas. A algunas figuras se les ve ya muy deterioradas, en cambio a otras, hay que reconocerlo, se les distingue airosas y pinchas, como corresponde a su rango, pues, como dicta el refranero español: “quien tuvo, retuvo”, o eso debe ser. Cierra cada comitiva otra azafata-guía vigilante para que nadie se pierda o se quede rezagado. Así, unos a su aire y otros renqueantes, allá van “los jóvenes viajeros” en pos de la cena, servida en algún hotel de lujo de Ulán Udé, siguiendo el protocolo más estricto, como corresponde a viajeros de tan alto rango.
Se está poniendo el sol y nuestro tren reanuda la marcha… ¡Hasta la frontera! ¡Vamos, vamos, que ya falta poco!
Avanza la noche, se cierra; la máquina aceza y se para. ¡Estamos en la frontera rusa! Control de pasaporte, perros policías, militares de uniforme, apertura de cajones y cualquier otro escondrijo… Abran las maletas… La procesión por los pasillos de funcionarios y funcionarias no cesa. ¡Estaremos dos horas aquí!, se asegura en las guías. Pero todo pasa y el tren vuelve a moverse. Quince minutos de marcha… ¡Otra vez parados! ¡Frontera de Mongolia! Nueva procesión de uniformes; de mujeres, sobre todo. Una mira, otra apunta, otra te coge el pasaporte y otra más se lo pasa a un funcionario escuchimizado (el único hombre en la comitiva) que aguarda un paso más atrás; este lo encaja con cuidado encima del resto y luego, cuando ya tiene todos los del vagón apilados, los mete en una maleta, se la pasa a su jefa, que se apresura a bajar del tren y se los lleva.
Es media noche y aquí estamos varados en tierra de nadie, expulsados de Rusia hace un instante. ¡E indocumentados! Estamos entre Rusia y Mongolia, sin ningún documento oficial que acredite quiénes somos ni de dónde venimos. Ummm, ¿y si las funcionarias no fueran, sino una banda de ladronas disfrazadas, que se dedican a robar pasaportes? Desde luego en este tren obtendrían un suculento botín de documentos.
Para que la espera nos sea más llevadera y la mente no se entregue al juego peligroso de practicar el delito, el maquinista se pone a jugar con su tren: ahora va hacia atrás, ahora, adelante; cambia de vía y otra vez para atrás. Por fin vuelve a ir a adelante… Se para. Entonces sube la funcionaria jefa y su ayudante, abren el lustroso maletín de piel de yak y reparten los pasaportes. Comprobamos que nos ha dado los nuestros; el visado tiene el sello de entrada al país. ¡Todo en orden! Volvemos a ser ciudadanos.
Un silbido breve y agudo anuncia que el tren está en marcha otra vez. Hacemos las camas deprisa y nos echamos a dormir. Mañana será otro día… A las ocho en punto el tren Moscú-Pekín tiene prevista su llegada en la estación de Ulán Bator. Hasta entonces, muy buenas noches.
me gusta lo de «mochileros nibelungos» y «su alpiste». muy ilustrativo
Te sigo. Estoy a la espera de llegar a Ulan Bator.