Sobre los tejados de Moscú; a la derecha una de las Siete Hermanas, «los rascacielos de Stalin»./ Foto J.M.
¡Al fin, Moscú! La estación es un hervidero. Son decenas los grupos procedentes de todas las partes del mundo que se cruzan en andenes y pasillos mientras siguen obedientes a los guías. Guías que, en silencio, enarbolan, en cada caso su particular banderín, como si fuera un cayado y ellos esos pastores convencidos (¡jamás miran a atrás!) de que el rebaño les sigue; vayan a donde vayan, les sigue.
Apenas 5 horas ha tardado el AVE ruso en recorrer los 664 Km. que separan San Petersburgo de Moscú. Cómodamente instalados, hemos disfrutado de un paisaje monótono y siempre verde; interminable. Durante todo el trayecto, una madre joven, al otro lado del pasillo, enfrente de nosotros, ha manejado con sabiduría y discreción el comportamiento de sus hijos; cuatro, y el mayor no creo que hubiera cumplido los 10 años. Les ha contado historias (supongo) y susurrado para que no hablasen muy alto; les ha propuesto juegos y les ha dado de comer; y durante la mayor parte del trayecto ha engañado el tiempo sonriendo y hablando con ellos. ¡Ni un ruido hemos oído! Qué educados son los niños rusos, pensé.
Tras los controles –habituales ya en cualquier viaje por el mundo– salimos a la calle y nos dirigimos al metro. Los taxistas nos proponen un recorrido más cómodo al hotel, pero la aventura de tomar el suburbano y explorarlo puede más en nosotros que el confort que nos ofrecen. Dos cambios de línea y volvemos a la superficie y, enfrente… Esa mole… Una de las siete catedrales (por las Siete Hermanas de Moscú se les conoce) con las que Stalin pretendió hacer grande la ciudad. Son siete rascacielos imponentes, al más puro estilo soviético, que, incrustando su aguja final en las nubes, mires desde donde mires, siempre vas a ver a alguno de ellos rasgando el horizonte.
El hotel está muy bien; es nuevo y no queda lejos del Kremlin; puede irse andando. Callejeamos media hora y ahí está el barullo: largas colas, dificultad para entenderse, desinformación. ¡Todo el mundo quiere entrar al Kremlin! También nosotros; aunque renunciamos a visitar algún museo y otras dependencias a cambio de disponer de más tiempo para recorrer el recinto amurallado en el que el Poder siempre se esconde: plaza de las catedrales, el palacio del Patriarca, el cañón gigante de 38 toneladas, que nunca llegó a disparar; o la campana del Zar, la más grande del mundo, según dicen, de 216 toneladas de peso y 6,6 metros de diámetro que, debido a un incendio, en 1737, se rompió, por lo que le pasó lo que al cañón: tampoco llegó a sonar.
Cómo siempre, en un viaje así, ¡con tanto que ver y asimilar!, el viajero, ávido de ampliar conocimientos, se relaja y se muestra receptivo a los chorros de información, sonora y visual, que le llegan. Hasta que hace ¡crac!, se colapsa. Y entonces dice ¡basta! Hay que huir… Y sale del recinto amurallado a esa plaza Roja que es como una playa a la que llegas tras una tempestad. ¡Ay, qué alivio! El turista libera poco a poco la tensión acumulada y pasa la cortina del olvido sobre esa infinidad de miniaturas, frescos y advocaciones religiosas que le han caído encima, sin comprender demasiado, en las visitas que ha hecho a cuatro o cinco iglesias –también perdió la cuenta– del famoso Kremlin. En cambio, aquí, en la plaza, la sensación es de paz y bienestar. Las bellas panorámicas, además de propiciar cierto sosiego, dan alas a la mente; desatan la imaginación. Los monumentos se ven de otra manera, con una perspectiva que se abre al horizonte: El museo de la Historia de Rusia, las catedrales de Kazán y San Basilio, las galerías comerciales Gum, incluso el Mausoleo de Lénin, escondido bajo tierra, le producen al turista atribulado cierta sensación de alivio por haber escapado al fin del Kremlin.
Moscú deslumbra. Y no lo hace por tener un monumento que sobresalga por encima de los otros, sino por su magnitud de gran ciudad. La lista de edificios y espacios singulares es interminable; sólo museos, hay más de 400. Y a los ya citados monumentos añado por mi parte el teatro Bolshoi, la estatua de granito, gigantesca, de Carlos Marx, el parque Gorki o los modernos rascacielos que compiten entre ellos en espectacularidad. No, lo que impresiona en Moscú (12,5 millones de habitantes) es la monumentalidad en la que la megalópolis se envuelve, la estética de sus imponentes edificios, sus inabarcables avenidas o algunas estaciones del metro, verdaderas salas de museo.
Aún estamos en Moscú, donde empieza de verdad nuestro viaje. Paseamos por la calle Arbat, peatonal, en un ambiente distendido, entre los puestos de libros o los quioscos de flores; hay bares y restaurantes por doquier. Cenamos en la terraza de un restaurante georgiano –país que no hace tanto formaba parte de la URSS– en recuerdo y homenaje a Nina, una buena amiga de aquel país. Y estando allí, una marabunta de moteros de lo más estrafalaria nos rodea. Venían al bar de enfrente, un templo del rock. Así, a primera vista, nada tenía que envidiar, por estética y el tuneo de sus motos, a los míticos Ángeles del Infierno californianos y otras tribus de aquel país. La realidad, una vez más, se muestra en su crudeza. ¡Ay, la globalización!
Visitamos el Jewish Museum and Tolerance Center, espectacular y sobrecogedor por su diseño y contenido, para al fin “perdernos” en el metro y dedicarle todo el tiempo que quisimos a recorrer sus estaciones, verdaderas obras de arte. Aunque el metro de Moscú es mucho más que esas salas de encuentro: es la puntualidad absoluta, la limpieza y el orden, el silencio y la luz, la fantasía. ¡Esas columnas de mármol! ¡Esos capiteles, esas cornisas! Esas lámparas modernistas o de araña que parecen dispuestas para iluminar una gran fiesta! ¡Esos mosaicos…! ¡Y todo, tan pulcro y ordenado! Ni un solo papel pude apuntar, descubierto en el suelo, en los tres días que estuvimos explorando el subterráneo.
¿Y qué decir de la gente? Tan educada, tan callada, tan fría, tan ausente. Relajados y sin prisas, caminamos entre las riadas de personas que se desplazaban sin correr, pero diligentes, ni deprisa ni despacio, subiendo y bajando a los vagones que con “puntualidad soviética” se detenían cada dos minutos exactos en el andén.
Disfrutamos de la armonía que reina aún en pasillos y estaciones, gracias a que apenas hay publicidad. Al mirar alrededor, lo que ves es “digerible”; ni la vista ni el espíritu sufren todavía, como ocurre en occidente, por el bombardeo de mensajes. ¡Parece todo tan normal! ¡Todo está tan ordenado! Y allí, al final de las escaleras mecánicas que bajan a lo oscuro, donde, sin embargo, habita el arte y se refugian los misterios, la “comisaria” de turno, embutida en su uniforme y encerrada en la cabina de cristal, muda y circunspecta, sin mover un solo músculo, pendiente de todo y vigilándolo todo para que el orden no se quiebre, permanece horas y horas sin moverse, sin hacer el más mínimo gesto. ¡Solo vigila! Mira y cuenta con sus ojos cualquier signo extraño que le llame la atención, cualquier comportamiento raro, a cualquier viajero que por lo que sea se “salte” las normas, no escritas, que explican cómo comportarse en el metro de Moscú… Y si procede, si fuese necesario, la comisaria hace un escorzo, y por un instante se libera de la tensa vigilancia para manipular los mandos que tiene delante y activar la tercera escalera mecánica en una u otra dirección, según el flujo de viajeros. ¡Cuánta quietud en su rostro! Podrían rodar cientos los viajeros escaleras abajo –se me ocurre– y la señora comisaria no inmutarse; esa es la impresión. Y es que tengo la extraña sensación de que, a las mujeres rusas no les da tiempo a concluir el deshielo antes de que vuelva a caer el invierno. ¡Si es que ni mueven las pestañas! Aquí sonreír cotiza alto, pienso.
Por lo demás, ¿Moscú? ¡Espectacular! ¡Ay!, si no fuera por la dificultad del idioma… Aunque algunas letras y palabras habría que aprenderse antes de ir, ¿no? Menos mal que en un arrebato de generosidad, supongo, a alguien se le ha ocurrido traducir de vez en cuando las letras del alfabeto cirílico al latino. Entonces el turista respira profundo y continua explorando esas estaciones-museo subterráneas o, ya fuera, en la calle, las avenidas de una decena de carriles, los parques, o las estatuas que adornan y enaltecen cada rincón de la ciudad.
De vez en cuando, el viajero caminante se detiene sorprendido a escrutar alguna de esas moles desperdigadas por el mapa callejero. Es una de las hermanas auspiciadas por Stalin. Hermana que aparece de improviso, al doblar en una esquina o frente a una salida del metro. Son los rascacielos de Moscú más genuinos, los más antiguos, los que representan aquel sueño megalómano de progreso igualitario. Unas “catedrales” extrañas que rezuman ahora polvo y decadencia por cada uno de sus poros… Y que, sin embargo, fueron estandarte, santo y seña, de la fantasía liberadora de los desheredados de la tierra, durante tantos años patrocinada y fomentada por los líderes soviéticos.
Cuentas tan bien Moscú, que uno tiene la sensación de haber estado. Tu relato es preciso y poético, algo de lo que adolecen las guías de turismo. Un viajero pasa por la ciudad, en un turista la ciudad pasa por el.
Me ha gustado mucho. Tienes que ir pensando en organizarnos un viaje a cualquier punto del planeta, aunque con tus descripciones ya sabemos como es Moscu.
Gracias por compartir el paseo por Moscú y especialmente por el metro. Me has transportado al lugar.
Gracias por viajar juntos a través de tu relato.