El Hermitage, San Petersburgo. / Foto Joaquín Mayordomo
La primera impresión que se tiene al llegar a San Petersburgo, ciudad levantada en 1703 sobre un pantanal en la desembocadura del Neva, a orillas del Báltico, es la de encontrarse en una ciudad ensimismada, varada como esos barcos viejos a merced de las olas hasta que les llega el olvido. Esto le agrada al viajero, que enseguida experimenta una extraña sensación de bienestar, que no se explica al principio, pero que a medida que pasan las horas intuye que se debe a que los edificios de la monumental metrópoli han quedado congelados en el tiempo.
En San Petersburgo las calles y plazas, sus amplias avenidas, no refulgen bajo el abigarrado vestuario de la publicidad como ocurre en otras ciudades europeas. Nadie ignora que en el paraíso del consumo occidental, sea el que sea el rincón habitado, la colonización publicitaria es tan poderosa que todo lo distorsiona, diluyendo la vida en un marasmo de rótulos y carteles, a la vez que suprime cualquier atisbo que recuerde al primigenio paisaje, sus particularidades, o cualquier otra esencia de la ciudad original, mientras el visitante, cegado por tanta propuesta imposible de conseguir, se siente atrapado en un carrusel de pulsiones que, a la par que le envuelven, le proponen juventud eterna, belleza a precio de saldo, placeres infinitos, amores sin límites o la posibilidad de hacer realidad cualquier sueño… Todo ello por un puñado de monedas.
Aquí no; aquí, en San Petersburgo, todo se muestra en su “estado natural” todavía, podría decirse; no hay estridencias ni chaparrones de luz que enloquezcan al turista como ocurre en la paradigmática Times Square de Nueva York o en la asombrosa ciudad de Las Vegas. Aquí los chaparrones son solo de lluvia y cuando deja de llover vuelve la calma a las pulcras avenidas, a las amplias aceras, a las fachadas limpias, casi transparentes. Aquí se percibe aún la armonía entre los espacios urbanos y la gente que pasea.
En San Petersburgo apenas hay carteles publicitarios luminosos (por ahora), paneles para venderte el Dorado o frases rotundas invitándote a ser como un dios. Ni siquiera lo más perentorio, esa necesidad de alimentarse que ataca de pronto al exhausto turista, se oferta con grandes reclamos. Los restaurantes, los supermercados, las tiendas de ropa o las joyerías conservan ese toque discreto (¿proletario?) y austero; nada que ver con la lujuriosa exhibición de consignas, iconos y artificios que la sociedad de consumo actual nos ofrece en el mundo moderno.
No, en la otrora Petrogrado la belleza es desnuda, limpia y un poco añeja, como sus muros; silenciosa como sus gentes, a las que apenas se les oye cuando hablan.
Y hablando de gente, para muestra la marabunta de turistas que llega por oleadas, por tierra, mar y aire, desde todos los rincones del mundo, a este Sancta Sanctorum del arte y el refinamiento que es el museo Hermitage, antes palacio, domicilio particular de los zares y sede del gobierno de la Gran Rusia hasta 1917, año en el que saltó por los aires el régimen zarista.
Y aquí estamos: haciendo cola para ver maravillas exclusivas: cuadros, joyas, esculturas, frescos, tapices, bargueños, sillería, columnas, espejos, flores de porcelana que son tan reales que el turista no avisado las huele… Aquí estamos moviéndonos como zombis, empujados por una turba de chinos que acaba de entrar fotografiándolo todo, pasando de todo, mirando solo a la pantalla de su móvil, mientras se aprietan unos con otros, acuciados por la oleada de japoneses que les sigue, que les persigue, parece, atrapados también en su móvil, correteando como crías de perdiz, con esa expresión que trasluce en los ojos cuando acecha el miedo a perderse. Luego, en el paso a la Sala de la Malaquita, donde reina el Gran Vaso, nos bloquea una tempestad de… tal vez sean coreanos. En cualquier caso, aquí nos hemos citado turistas de todo el mundo (preferiría hablar de viajeros, en fin…) como si se tratase de asistir a una Asamblea General de la ONU. Tropezamos con ingleses, franceses, alemanes, italianos, australianos, americanos del sur y del norte…
El museo es un hervidero; los vigilantes no dan abasto para ordenar, dirigir… Tengo la impresión de que, en general, lo que menos le importa a este hormiguero de humanos es la historia que nos cuentan las salas, los objetos que hay en ellas, las pinturas grandiosas (ese Leonardo da Vinci y su Madona Litta), esos muebles de diseño imposible y marquetería asombrosa, esas obras de arte pensadas y ejecutadas por artistas, casi dioses, que tuvieron la fortuna de que el zar poderoso se fijase en ellas.
Seguimos recorriendo el palacio infinito –24 Km. de exposición– y el pensamiento, confundido, va y viene de la belleza a la historia, y, al repasarla, acaba en la tragedia. Es inevitable pensar que este actual santuario del arte fue construido sobre el esfuerzo y la vida de miles de siervos, que derramaron su sangre para levantar estos muros, trabajando bajo un régimen de esclavitud.
La visita al Hermitage concluye con la sensación de haber superado una carrera de obstáculos; con los reflejos de las pantallas de los móviles en la retina y con un calidoscopio de imágenes archivadas en el cerebro que al turista le dejan ahíto, imposibilitado para continuar gozando de más arte, pero consciente de que debe seguir. Porque el programa es el programa.
Entonces huye de allí, toma un tentempié y se sumerge –ahora es lo que toca– en el General Staff Building, las dependencias administrativas del antiguo imperio zarista, donde se exhibe una espléndida colección de pintura impresionista. Van Gogh, Gauguin, Cézanne, Monet, Renoir, además de Modigliani, Picasso, y un largo etcétera, que, mirados deprisa, no son más que manchas de color que perturban o hacen enloquecer de placer, dejando al viajero atrapado en sus formas, encerrado en una luz imposible.
Finalmente la jornada de “inmersión” artística concluye y los turistas, no deseando otra cosa que descansar, se reúnen en torno al autobús que le conducirá hasta el hotel. Quienes viajamos “por libre”, animosos todavía, dejamos que la curiosidad nos conduzca por callejuelas y canales –a San Petersburgo se le conoce también por la otra Venecia– disfrutando, una vez más, de esa armonía que ya habíamos descubierto, al llegar a la ciudad.
En San Petersburgo la gente es amable aunque poco expresiva. No es fácil comunicarse con ellos. A muchos restaurantes ha llegado la modernidad y empieza a asomarse el diseño en la presentación de los platos, en la decoración. Pero es el silencio el que reina sobre todo; aunque el local esté a rebosar de personas, no se oye ni una mosca.
Durante tres días exploramos monumentos, parques y avenidas; visitamos algunas iglesias, como la de la Sangre Derramada, que debe su nombre a que en este lugar, el zar Alejandro II fue asesinado en 1881. También nos acercamos al palacio Peterhof, lugar de veraneo de los zares, a 29 Km, de la capital. Es un maravilloso “capricho” que emula a Versalles, y en el que destacan sus fuentes (más de 70) y los amplios jardines sembrados de esculturas (unas 250, se dice que llegó a tener). En unos paneles con fotos antiguas y un texto, se explica, a quien quiera curiosear y leerlo, que el palacio actual es una reproducción del original. Los alemanes, que lo ocuparon en 1940, lo redujeron a escombros al vislumbrar su derrota.
Como destacaba al principio, la rica y colosal Leningrado soviética –más de 5 millones de habitantes actualmente–, que fuera sometida a bloqueo durante más de dos años por los nazis, entre 1941 y 1943, obligando a sus resistentes a practicar el canibalismo, renació de aquella experiencia traumática con más fuerza si cabe, recuperó su grandeza y, cerrando una especie de círculo, se varó como un barco viejo en la orilla del Neva. Y ahí sigue, exhibiendo la sobriedad de su estética. Por eso al viajero le agrada; porque, quienes se acercan a ella pueden disfrutar todavía de una ciudad… “auténtica”; es decir, de una ciudad tranquila y sin esos ropajes agresivos y absurdos que son con frecuencia los reclamos publicitarios. Pero será por poco tiempo. Porque, esa legión de avispados para los que solo cuenta el dinero y el consumo, la colonizarán también. La aparente sintonía que ahora exhiben los presidentes de EE UU y Rusia, Donald Trump y Vladimir Putin, parece una premonición… La señal que los publicistas aguardan para desplegar sus garras sobre fachadas y plazas.
En cualquier caso, San Petersburgo pasará la prueba de fuego durante el próximo Mundial de Fútbol a celebrar en Rusia, en 2018; es una de las sedes. Tal vez por esto le quede solo una primavera de sosiego a la hermosa ciudad antes de claudicar, antes de que sucumba a las garras depredadoras del capital. Un capital que la convertirá… ¡como a tantas! en una ciudad sin personalidad; en una ciudad como esas miles que hay repartidas por el mundo en las que lo que se ve, lo que se come, lo que se huele, lo que se oye, lo que se siente… es siempre igual.
He leido el artículo y me hago el propósito de ir a Leningrado, si puedo, este verano. Usaré como guía tu escrito.
Que bien , maravilloso ! 🙋
Gracias amigo .
Como todo lo que escribes , es un placer haberlo leído .
Una visión perfecta para tener en cuenta de la cuidad y de su historia.
Amplio y grande ; como vos !
Gracias por tu aportación. Feliz semana.