Entro en un gran supermercado de Tánger a comprar una cerveza. No se vende alcohol, está prohibido. Me quedo mirando a las estanterías, perplejo; pienso… ¿Será posible que los humanos seamos tan estúpidos? Me pongo a leer etiquetas y no veo más que veneno condensado en fórmulas “mágicas” e irreconocibles por todas partes. Salvo el “agua mineral” (que vete tú a saber si no tiene también algún producto que hace que se conserve “pura” y “clara”), el resto de bebidas contienen de todo, empezando por altos niveles de azúcar, hoy ya demostrado lo dañina que esta resulta para la salud.
De las estanterías de conservas y alimentos manufacturados, mejor que no les hable, porque, si abren una lata, un bote, o cualquier otro envoltorio cerrado al vacío, puede que aparezca un cocodrilo invisible, una serpiente de cascabel, una víbora camuflada o una bacteria que te roerá las entrañas. Perdón, una bacteria no; es casi imposible que haya bacterias en este negocio. Porque la concentración de veneno es tan alta y las fórmulas de manipulación tan radicales que es improbable que haya un bicho vivo en un supermercado.
De las secciones de dulces, galletas y demás parafernalia de bollería y golosinas… ¡ay, ni las mientes! ¿Cuántos conservantes, colorantes, reforzadores del sabor y del gusto contienen? ¿Qué productos son esos que esconden, que, duran meses, incluso años, consiguen que no se estropeen? ¿Y qué coños le habrán echado también, que abres un paquete y no puedes dejar de comer hasta que lo acabas?
Mas vayamos a la fruta que es hermosa y muy variada, exultante con su bello colorido… Puede pudrirse una pera por dentro… y por fuera estar “más sana que una manzana”. Así hasta el juicio final. ¡Eso no es normal! Puede, ya les digo, que al cabo de un año la manzana reluzca como el primer día. ¡Igual que cuando la cortaron del árbol!, incluso mucho más; más porque del árbol la arrancaron tan verde como el color de una rana. Luego, en las cámaras frigoríficas ya se encargarán de darle un tratamiento de belleza intensivo para que viva en estado de hibernación permanente, hasta que usted, al partirla, descubra que en lugar de manzanas lo que compró en el mercado fueron pedazos de corcho disecados. Esto tampoco es normal, ¿verdad? ¿Qué está haciendo la industria alimentaria con la fruta que comemos?, me pregunto. ¿Qué le echan? ¿En qué condiciones la cultivan, cuándo la cortan, con qué la conservan?
Sigo en el supermercado de Tánger pensando en la suave cerveza que no puedo comprar; para una vez que se me ocurre beber algo…
No quiero acercarme tampoco a las secciones de carne y pescado. Pescado “fresco”, te dicen. Pero sé que lleva los peces varios días estresados, entrando y saliendo de las cámaras frigoríficas a golpe de resfriado. Y ahí están: congelados y tristes. Los pobres animalitos no pueden aguantar más y te miran con ojos opacos y cara de estar absolutamente drogados… ¿Qué drogas les darán?
No. No se vende alcohol en este supermercado porque beberlo es ofender las leyes divinas, pero sí puedo envenenarme mil veces cada día con el resto de productos que hay allí.
La síntesis de este cuento que les cuento, quizá, esté en lo que le acaba de decir a una persona que aprecio, su médico. Ella, que es musulmana –aunque podría ser de cualquier otra creencia, que en todas partes cuecen habas– y ha sido diagnosticada diabética hace unos meses, está muy, muy, preocupada, ahora que se acerca el mes de ramadán (creo que empieza el día 26). Su médico, como el gallo que escarba hacia fuera, le ha dicho: “Pruebe usted a hacer ramadán unos días, si quiere y si ve que se pone muy mala, muy mala… déjelo”. “Ay, y si entre tanto te mueres, ¿qué hacemos?”, le digo. “Si me muero será que es la voluntad de dios”, me responde. “Amén”, digo yo.
Pues eso. La voluntad de dios… ¡Y yo sin poder saborear esa cerveza!