Entre la vida y la nada, que es donde habita el desierto, el juego que más se practica es el de los equilibrios. Allí el viento criba incansable la arena y traza planos imposibles sobre las colinas, separados por aristas tan finas como un hilo, mientras, constante, conforma figuras de perfil caprichoso que se expanden por la inmensidad; es la expresión de la firmeza y la fuerza, la síntesis de la eternidad.
Las montañas de arena del Erg Chebbi, de 150 metros de altura, 22 kilómetros de largo y 5 de ancho, deslumbran doradas, abrasadas por el sol que, inexorable, cae sobre ellas a plomo, a los pies de Merzuga. ¿Cuantos miles, millones de años hacen falta para acumular tanta belleza? Y es que el tiempo aquí no se mide; su ritmo es inmutable. Aquí todo cambia y permanece a la vez.
Mientras, en esta quietud, algunos dromedarios arrancan, literalmente, con los dientes los juncos del cauce seco de un río que hace siglos lo fue, pero que ahora solo es una imagen, un sueño, una evocación. Otman, el guardián de la manada, sestea tirado en el suelo a la sombra de una acacia raquítica o se entretiene tejiendo figuras de animales o humanas, con las briznas que arranca de las hojas de las palmeras.
A veces llueve en el desierto de Chebbi. Y cuando se obra este milagro el río enterrado en la arena recoge algunas embuelzas de agua y la naturaleza revive en el lecho arenoso, brotando, aquí y allá, matojos de hierbajos y de flores. Los dromedarios se desplazan entonces danzando entre ellas; alargan el pescuezo, buscan y rebuscan escrutándolo todo, otean, y siguen su marcha al ritmo cansino que solo ellos son capaces de llevar, mientras, incansables, mastican –ras-ras-ras– durante horas. Jamás se detienen. Van de acá para allá sin alterarse; sostienen el ritmo mientras su dueño les sigue, mimetizándose todos, pastor y animales, con la mancha parduzca de piedra molida que conforma la hamada. Y es que en el desierto no caben las prisas; cuando se ha de caminar, se camina. ¿Para qué correr? El horizonte siempre está lejos.
En la casa plantada al azar en medio de la nada -un cubo de barro de apenas dos metros y medio de alto por unos cinco de ancho-, la joven Guraya –15 años y madre ya–, prepara el té con el agua que ha acarreado, en bidones de plástico, desde varios kilómetros, a lomos de un pollino que ahora, perezoso, sestea a la sombra de una de las acacias que hay por allí. Su hijo, Agizul, asoma detrás de la madre, gatea, y le tira de la melfa; ella se vuelve y le sonríe.
Entre tanto, los viajeros esperan en la jaima adyacente, tejida con pelo de camello, el té que ya humea, que desprende aromas que retraen a misterios, leyendas o evocan lo desconocido. Ni moscas se ven por aquí. Un mundo de silencio, infinito, lo envuelve todo. Es el único mundo que conoce Agizul, el hijo de la arena de Guraya, que aún no ha cumplido los tres años y ya gatea por las dunas; que trepa, para luego rodar divertido, por los toboganes dorados que tiene a sus pies, a la puerta de casa. ¡Son sus montañas! Esas asombrosas figuras a las que el viento y el sol moldean a diario.
Anoche llovió –¡oh, sorpresa!– en el desierto de Merzuga. Los charcos formados junto al hogar de Guraya reflejan su melfa y pintan en la superficie rizada de agua un manto de flores; es la fotografía de la tela, coloreada y alegre, que envuelve el cuerpo de la joven berebere. Guraya, como su hijo, celebra sonriendo la visita de los viajeros, al acercarse a la jaima con el té; y también, como el niño, mira de reojo sin salir de su asombro a los parlanchines turistas, intentando descifrar los sonidos extraños que emiten, sus incomprensibles palabras, su estrafalaria forma de vestir o los gestos que hacen. Guraya y Agizul no pierden detalle y, mientras ella sirve el té y coloca en la alfombra un platillo con pastas, sus ojos profundos, tan negros como un pozo sin fondo, escrutan e intentan comprender el misterio que ahora está viviendo.
Pero el encuentro, que podría antojarse turbador, tampoco rompe el equilibrio del desierto. Porque nada que sea natural o se practique con respeto en la hamada o en las montañas de arena, puede quebrar la armonía que durante miles, millones de años, la Tierra ha ido cincelando en estas latitudes. De hecho, aunque resulte chocante, ver un tenderete levantado con palos retorcidos traídos de no se sabe dónde o acarreados por los vientos, techado con enseres inútiles –deteriorados utensilios de plástico, hierros herrumbrosos, un triciclo, ropa vieja, sillas desvencijadas– acaparados por el mago de la familia (emigrante) en el opulento occidente, no parece tampoco romper la armonía que todavía reina aquí, en la infinitud en la que habita Guraya. Quizá, porque en un espacio sin lindes pensamos que puede caber todo.
Aunque resulte increíble, aquí hubo fertilidad y abundancia. Pero todo pasa. Y de aquellos rebaños, ríos caudalosos, valles fértiles y montañas cubiertos de bosques frondosos que era el Sahara, no quedan más que una extenisión infinita de piedras, arena y esas rocas en las que los pastores de entonces se entretenían esculpiendo gacelas, bueyes, cabezas de toro o rudimentarias figuras humanas. De esto hace ya 5.000 años.
El tiempo, reitero, no cuenta en este lugar y el viajero, aficionado a los misterios geológicos, descubre en el lecho de un río seco, su paraíso; eso también es equilibrio: recoger piedras fósiles, que es como excavar para penetrar por el túnel por el que llegó hasta nosotros la vida. Y equilibrio es, asimismo, pasarse la existencia en estos páramos,dando vueltas como el burro en la noria, caminar por esta nada, haciendo como si de verdad se viviera: ora voy a acarrear agua, ora enciendo un fuego; ora pastoreo el rebaño, ora duermo.
Nada que este en consonancia con la naturaleza humana y la propia de la tierra, puede romper en el bello desierto de Merzuga el eterno equilibrio. Sólo los hombres y mujeres de hoy, con su culto al hedonismo y ese afán de gozar destruyendo, pueden convertir al Erg Chabbí en un basurero. Y sospecho que no falta mucho tiempo para ello. Ya se ven dolorosas muestras por allí: la basura se acumula en rincones al abrigo del viento, al amparo de los matojos; los torbellinos de ruido al amanecer y al atardecer, provocados por los motores de los quad y coches todo terreno, quiebran, resquebrajan, rompen en mil pedazos la paz del hermoso arenal. Con estos artilugios trepando por las dunas, atronando en cada rincón de silencio… el mundo de Merzuga, sí, enfermará lentamente.
He visto, mientras oteaba al infinito aguardando la puesta de sol, sentado en la cresta de la Gran Duna de Merzuga, como un todo terreno aterrizaba a mi lado pilotado por un par de desalmados –no se me ocurre otro nombre para calificarlos–. ¡Increíble! Habían trepado hasta allí soltando chorros de humo y de ruido… Solo para divertirse.
Como viene sucediendo con otros lugares de extrema belleza, en distintas partes del mundo, –de Marruecos podría citar varios: el nacimiento del río R´bia (ahora absolutamente degradado), por ejemplo, o el llamado Puente de Dios (Al Qaantara de Rabí, para los lugareños) en el río Farda, en el parque nacional de Talassemtane, en las inmediaciones de Chaouen–, la acción depredadora de los humanos acabará también con el paraíso de Merzuga. Este pequeño pueblo y su desierto, si no se protegen, dejarán de ser ese lugar de equilibrios en el que la vida en su estado más puro amalgama, todavía, la soledad y el silencio, la aventura interior… y la quietud. Aunque por poco tiempo, me temo.
Me encantan los hiperbatons y la adjetivación. Todo muy sinestesico. Sigues en plenas facultades.
Un abrazo.
Aurelio.
Eres un crack ! Como todas las lecturas tuyas interesante y súper guay ?
Me ha encantado y transportado a Merzuga.
Gracias por tan maravilloso relato.
Gracias por hacernos visualizar a través de tus palabras nuestro viaje hace más de 30 años….
Esperemos y deseamos que todo siga igual por lo menos otros 30 más …
¡Qué bonito, hijo!
Doy fe de que describes muy bien emociones, lugares, realidades y sentimientos vividos y compartidos. Enhorabuena Joaquín, enhorabuena, amigo.
El artículo mete el dedo en la llaga. El desierto se llena de turistas, de hoteles, …, y todo ello genera basura y contaminación, además de perder encanto. Solo hay que echar la vista atrás a ese Merzouga con un solo hotelito y sin servicios. Pero la gente del lugar quieren que vengan más y más, ya que el turismo es, casi, la única fuente de ingresos. El eterno debate entre pobreza y desarrollo.
Te acuerdas del desierto de Chegagga, que casi inauguramos nosotros las visitas? Ahora está lleno de excursiones con promesas de «aventuras». No lo reconocerías.
Siemrpe nos quedará el Sghro, al menos hasta que lo asfalten, que es lo que piden los habitantes.