Hubo un tiempo en el que a la Jemaa el Fna se llegaba guiado por una nube de polvo; aquella mancha gris, junto a la Kutubía, era el faro que orientaba al viajero hacia lo desconocido. La plaza representaba, entonces, un territorio misterioso donde la sorpresa era la regla para abrir los ojos; en cuanto llegaba, el visitante se sumergía en un mundo en el que solo cabía lo inexplicable: hombres sin edad definida, viejos de barba raída y sorprendentemente larga, con oscuras grietas en el rostro, esculpidas por el viento y el sol, narraban acontecimientos que ni siquiera existían en los libros. En torno a ellos se congregaba una multitud ansiosa por saber más, aunque no entendiese gran cosa. También estaban los que ofrecían milagros: por un poco de bálsamo puesto aquí o allá te garantizaban la vida eterna. A sus pies, una montaña de tarros de todos los tamaños y colores daba fe de su sabiduría y experiencia en el arte de sanar. Un poco más lejos, una anciana tomaba la mano de la mujer que se lo solicitaba y con magia y susurrándole misterios, le dibujaba sobre el mapa de la vida inescrutables arabescos con la henna que eran, decía ella, el mejor regalo que una a sí misma podía hacerse para descubrir el amor y ser amada. Y también había músicos que espolvoreaban por el aire sus melodías más antiguas, rescatadas de la memoria de los ancianos que vivían en los valles perdidos del Atlas o más lejos, en el desierto. Y echadoras de cartas, sacamuelas, sastres, aliñadores del espíritu, buhoneros exóticos, moralistas, saltimbanquis, exploradores de lo ignoto, magos, seres estrafalarios o encantadores de serpientes que podían encantarte allí mismo, en un pispás, si se lo pedías, o hacer bailar para ti a la cobra al son acompasado de su flauta.
Era la Jemaa el-Fna. La reencarnación de un mundo mágico. Un lugar para no olvidar nunca pues en ella se condensaba la eternidad; la experiencia destilada de un racimo de horas recordatorio de mil años de tiempo. Y si tenías hambre, allí estaban aquellos malandrines de la gastronomía improvisada que te vendían como manjares exclusivos, por cuatro chavos, caracoles del desierto, tripas de recental, sardinas de Safi o Essaouira o cualquier cosa que demandases como si fuesen delicias recién llegadas del paraíso. Todo ello envuelto en un humo dulzón y grasiento que era la consecuencia de su mucha labia y de churruscar la vida, los pescados y el cordero, con el fin de evitarle al visitante cualquier riesgo de subir antes de tiempo a los cielos desde aquellos taburetes sobre los que se sentaba, ufano, dispuesto a probar la mismísima gloria.
Sí, sí, esta era la plaza de la Jemáa el-Fnaa; un territorio en el que el éxtasis podía arrebatarte, ¡tanta era la felicidad! Todo era entonces gozo, misterio, seducción, amor, encantamiento… Hasta que la ONU tuvo la “feliz” idea de darle rango y título, designándola Patrimonio de la Humanidad. Y ya nada fue igual.
Empezaron a llegar las termitas viajeras en oleadas. Los avispados misioneros de los tours operators predicaron sin tregua las bondades, misterios y singularidad de este lugar y a allá que fueron en manada tras manada las turbas a ver qué ocurría, sin otro interés que satisfacer su curiosidad. Hombres y mujeres de toda condición, ávidos de acumular fotografías, aprovechaban cualquier circunstancia para darse palmadas en el hombro mientras engullían un caracol, edulcoraban una sonrisa junto a un aguador, exhibían un gesto de triunfo con una serpiente en el cuello o elevaban al cielo ambos brazos, haciendo la uve de victoria con los dedos, mientras tres palomas tontas se posaban en su cabeza.
¡Aquello fue el acabose! Como la miel avisa a las moscas, así las miríadas del low cost atrajeron a los buscavidas y ociosos que, aunque no sabían hacer nada, intuyeron que podrían pescar pieza, es decir, algún dinero, en medio de aquel atestado enjambre. Y así ocurrió… que los ancianos relatores de cuentos se cansaron de hablar sin ser escuchados porque solo querían fotografiarles, los músicos se murieron de tristeza porque llegaron otros que hacían más ruido que ellos y ahogaban sus melodías con artilugios electrónicos y amplificadores, las magas que cultivaban el arte de la henna dieron paso a mujeres más jóvenes, más eficaces y mejores recaudadoras de dirhans, dólores y euros. La plaza se zambulló entonces en la mediocridad y el despropósito; se embarulló de tal forma el lugar, que perdió todo el sentido. Ya no había sacamuelas ni quien te solucionase un avío o te tomase medida para un traje. Los charlatanes se quedaron sin voz y florecieron, en cambio, las orquestinas de ripios, que no tocaban nada, pero que enseguida estaban dispuestas a pasar la gorra. Más y más gañanes y simuladores se apoderaron del lugar con el único objetivo de sablear a los inocentes turistas. No importaba que su “arte” no fuera tal o no interesase a nadie, en cuanto descubrían una cara forastera, allá iban corriendo, con la bandeja por delante, a pedir su emolumento.
Y esto está yendo a peor. Ahora el visitante, el turista o el viajero de la Jemaa el-Fna ya no puede levantar siquiera la vista del suelo si no quiere correr el riesgo de pagar peaje. En cuanto le descubren mirando, allá van a por él. No puede detenerse a curiosear en un corro, ni mirar hacia la serpiente dormida (¡que el dueño se apresura enseguida a arrojársela encima!), ni hacer fotografías a las nubes o al aire, porque si alguien le ve piensa que está fotografiándole a él y entonces le exige que pague. “¡Dame, dame! ¡Dame… uro, uro!”
La última vez que estuve por allí, hace unos días, sentí tanto dolor por lo que estaba ocurriendo que prometí no volver a pisar la plaza. Mas Marrakech también es un sueño. Y siendo así, ¿cómo negarle a los sueños la posibilidad de hacerse realidad? ¿Cómo hurtarle a este lugar, campo de creación y juegos de la humanidad, otra visita? Así pues, volveré; volveré aunque sólo sea un instante y para mirar de reojo… Eso sí, sin que los buscavidas descubran que soy un forastero. Me disfrazaré de aguador y así podré evitar que aquel polvo de antaño, ¡que tantos recuerdos me trae!, lo conviertan a mi costa en dinero.
Magnífico texto. Sabes que volverás y que volveré…
Una descripcion de hoy para los que conocimos ayer la Gran Marrakech, la hermosa y humilde plaza jemaa el -fenaa. Un dia del 1985, me encontre solo a las 21 horas, sin miedo y con un cielo en el que se rompía la noche. Que belleza y detras……mas belleza!!!
Es verdad. Así era y así es.
Supongo que inevitable y que pasa con todo.
Pero qué pérdida.
Me ha encantado… no sé puede definir mejor la vivencia de una tarde en la Jemaa el-Fna…
Muy buen post, muy recomendable! Un cordial saludo.