Quizá porque el día era propicio –víspera de la gran fiesta reivindicativa de las mujeres–, quizá porque lo quiso así el azar, lo cierto es que nunca cómo el pasado 7 de marzo hubo un porcentaje tan alto de personas del género femenino en la excursión montañera que, cada sábado, convoca el Club Correcaminos. Lo de “PERSONAS” en lugar de “mujeres” lo subrayo con toda la intención, pues pienso que en el hábitat cultural en el que los humanos convivimos, a las mujeres se les niega con demasiada frecuencia su condición de personas.
Para la cultura androcéntrica las mujeres no acaban de ser personas; personas reconocidas e iguales, con los mismos derechos y deberes que los varones. Sobre todo en el ámbito privado y emocional, en el que las palabras, la exposición de ideas y pensamientos, las expresiones, los gestos… cobran un significado y valor distintos, según de quién procedan.
Y así resulta que en esta realidad del asesinato cotidiano de mujeres, de violencia verbal contra ellas, física e iconográfica (véase si no la publicidad), de sexualización de niñas y adolescentes, de cosificación de la mujer y de la gresca política con individuos que, tal como se expresan, parece que se han escapado del medievo… los hombres, ¡ahí les tienen!, en cuanto barruntan alguna amenaza a su zona de confort se revuelven y atacan.
Llevábamos apenas un kilómetro de subida, camino de la cumbre del pico Albarracín, en el municipio de El Bosque (Cádiz), cuando retumbó la voz del hombre herido. Tiró de masculinidad y, saliendo de la maraña de brezos que en ese momento nos envolvía, emitió su particular opinión sin pelos en la lengua.
La charla en el grupo (8 mujeres y 4 hombres) hasta entonces era dificultosa; el desnivel extraordinario, superior al 40% en algunos tramos, nos dejaba sin resuello. Pero, aún así, conversábamos a ratos. La belleza del paisaje verde brillante, vestido de color primavera y luz, la armonía del entorno y el aire que respirábamos… alimentaba la alegría. La conversación discurría en torno a los temas de actualidad: el coronavirus (por supuesto) y ¿como no? sobre el Día de la Mujer, que, en mi opinión, su celebración es imprescindible para seguir llamando la atención sobre lo injusta que es la humanidad y la vida con las mujeres.
De pronto, una voz a mi espalda solicitó mi atención; supongo que porque en ese momento reflexionaba en voz alta acerca del comportamiento social de los hombres y ese machismo que parece incrustado en nuestros genes.
–Perdone usted… –me interpeló la voz masculina, de la que desconocía hasta su nombre pues era el primer día que venía con el club–. Perdone, pero eso que está usted diciendo no es así; no es verdad. Las mujeres son las maltratadoras… Lo que llamáis violencia de género es un invento. Aquí, las que maltratan, las que ponen denuncias falsas, las que utilizan a los hijos y los colocan en contra de los padres… Esas… Esas son las mujeres ¡Las mujeres! ¡Ellas son las maltratadoras de verdad! –concluyó.
–Eh, eh, disculpe, pero… ¿Pero qué dice usted?
–Lo que oye.
–Pues no puedo creer lo que oigo –le respondí por decir algo, antes de plantearme qué hacer–. Lo que ha dicho, ¿no lo habrá dicho usted en serio, verdad? –añadí–. ¿Estará de broma, no? ¿Cómo puede decir que las mujeres son las maltratadoras? No le niego que pueda haber alguna –de hecho las hay, aunque en un porcentaje ínfimo– que utilice artimañas o haga trampas para vengarse de algún hombre. Pero atribuirles la violencia… Mire usted, los datos de la Fiscalía General del Estado y, por tanto, oficiales, correspondientes al periodo 2009-2017, recogen que en ese tiempo hubo 1.222.172 denuncias por violencia de género de las que solo se reconocieron falsas 96; es decir, un 0,001%.
–Eso no es así…; son más del 60%… Mire, tengo 20 amigos de los que 19 han sufrido denuncias falsas. Yo mismo he estado en la cárcel por ese motivo… Sé de qué hablo.
*** *** ***
El sendero se empinaba de lo lindo en ese momento. Aún así aceleré el paso y salí huyendo hasta colocarme en cabeza del grupo en la larga fila india que manteníamos. Comprendí que discutir sería inútil y que el nubarrón que había caído sobre el club Correcaminos no debía dejarnos sin sol, y menos ensombrecer el maravilloso día de montaña que teníamos por delante.
Escuché en la distancia que algunas compañeras trataban, todavía, de argumentar ante el sujeto y explicarle la realidad a aquel hombre herido. Pero cejaron pronto. Y volvió todo a la calma. Por mi parte, procuré evitarle durante el resto del día y él, solo, fue apartándose del grupo hasta juntarse con otros nubarrones de su misma opinión que aparecieron por el monte. Nosotros, los correkas, alcanzamos la cumbre del Albarracín como estaba previsto y seguimos celebrando la vida.
Durante el almuerzo en las ruinas de la Casa de las Zaurdas salió, lógicamente, el tema del feminismo. Mi argumentación al respecto siempre es la misma: toda la violencia que se genera sobre las mujeres, la desigualdad existente, el lenguaje no inclusivo y tantas otras cosas de la vida cotidiana, como los llamados micromachismos, se deben a esa falta de reeducación en los hombres que conlleva aparejada el no reconocimiento de la mujer como persona.
El Poder y quienes lo ejercen han de revisar, hacer introspección y repensar ese status quo masculino fortificado con todo tipo de artimañas a lo largo de los siglos. El objetivo debe ser desmontar la cultura androcéntrica y elaborar una nueva; una Cultura que ya desde la base preconice la igualdad entre ambos géneros además de promover el mutuo respeto.
Recientemente, el tenor Plácido Domingo, valiéndose de su estatus, ha reconocido haber “causado dolor” a numerosas mujeres. Este comportamiento, que desde el punto de vista feminista resulta inadmisible, ha sido justificado socialmente, sin embargo, por intelectuales y personas (de ambos sexos) con altas responsabilidades políticas o sociales, argumentando que es “un linchamiento” por unos “actos” ocurridos cuando “socialmente” eran admitidos. ¿Admitido por quién? ¿Por las víctimas? No, no. Por los hombres y “su” laxa cultura. “Actos” admitidos por quiénes parece que todavía justifican el derecho de pernada.
Intelectuales como Fernando Savater han dicho, asimismo, que pelillos a la mar si a cambio hemos de perdernos el disfrute de la voz de un gran tenor. O sea que, en aras del arte, puede justificarse, quizá, la violencia.
No debería emplear esta crónica para teorizar sobre feminismo y machismo. Es verdad y lo acepto. Pero, dado que varias compañeras de andanzas por la montaña intercambiaron durante la sobremesa sabatina coincidencias al respecto conmigo, me permito traer hasta aquí alguno de mis pensamientos. Y termino. Aunque antes, una última reflexión que, además, ¡qué casualidad!, corrobora un artículo publicado hace unos días en el periódico El País sobre ¿Qué es ser un hombre en el siglo XXI?
Comencé a reeducarme hace varias décadas y aún sigo… Con esto solo quiero decir que la “identidad masculina” y todos esos atributos de hombría, pelo en pecho, autoridad porque sí, “porque lo digo yo y basta”, falsa seguridad, vocabulario rotundo, violencia gestual, exabruptos…, etcétera, etcétera, debería ser revisada ya. Ya. Y tal vez puesta en negro sobre blanco en manuales que le leyeran los padres a sus hijos e hijas cada día; en manuales para uso en las escuelas; en manuales, en fin, para que repetidos en la televisión se propagasen como ejemplos… Si no, no conseguiremos evitar que algunos hombres sigan denigrando (incluso matando) a las mujeres.
En cambio, si reseteamos la cultura actual, nos reeducamos, y aceptamos la Nueva Cultura que propone el feminismo, la vida será mejor y más fácil para todos y la humanidad podrá ser más feliz.
La excursión desde El Bosque, Albarracín, Ponce, Benamahoma y, por el río Majaceite, vuelta a El Bosque, concluyo sin más preocupación que la de seguir compartiendo por mucho tiempo nuevas experiencias montañeras entre mujeres y hombres.
Muy bello relato, Joaquín, que al final derivas hacia el tema del supuesto «feminismo» sobre el que, como ya sabes, tendríamos mucho que hablar.
Solo un pequeño «pero»: Creo que simplificar el artículo de Savater en un «pelillos a la mar» es desvirtuarlo demasiado. Savater no escribe en ningún momento eso de «pelillos a la mar», ni argumenta nada parecido, dice algo mucho más rotundo y mucho más serio. Dice, como conclusión, que le abruma » que el cretinismo puritano de sacristanes y petardas alcance definitivamente estatura universal»; nada menos. Se podrá, desde luego, no estar de acuerdo, e incluso se podrá, tal vez, rebatir. Pero lo indiscutible es que la afirmación de Savater tiene muchísimo más calado (para bien o para mal) que un simple y descafeinado «pelillos a la mar».
Acepto que puedo haberme excedido al reducir mi comentario a un «pelillos a la mar” entrecomillado que, efectivamente, no es del filósofo sino mío. Así que retiro las comillas y pongo la frase en cursiva para que el lector sepa que es solo mi opinión. Es más, para que cada cual pueda sacar sus conclusiones, enlazo el link del artículo. Aunque dudo mucho que haya un porcentaje elevado de hombres que comparta mi criterio –sí el de usted, querido amigo– y, en cambio, serán las mujeres mayoritariamente las que estén de acuerdo conmigo y no con el filósofo; obviamente, ellas son las que sufren el maltrato de los hombres.
Pero es que ahí radica el problema. No es cuestión de fijarse en el dedo cuando se está señalando a la luna, ni de hablar de las capas de la cebolla cuando lo que cuenta es el núcleo. No se trata si juzgar si el señor tenor fue galante, gracioso, encantador de serpientes, canta bien o mal… O si fue acosador en mayor o menor grado… No. De lo que se trata de es saber si un Hombre por el hecho de serlo y el estatus que tiene puede coaccionar, obligar, someter, humillar, dominar… a una mujer y, en última instancia, obligarla (de la forma que sea: por ejemplo, hipnotizándola con sus dotes de tener y berborrea) a hacer cosas que ella no desea para poder obtener un trabajo. En un terreno neutral, que cada cual juegue sus cartas. Pero si el encuentro es para conseguir o no un empleo, las artimañas del macho no me parecen de recibo. Resumiendo la condición masculina y el estatus que a veces le otorga no justifica en ningún caso el abuso sobre la mujer.
Pues bien, pelillos a la mar es mi particular síntesis, muy libérrima, de lo que, entiendo, quiere contarnos el señor Savater en su columna. Yo sí estoy de acuerdo con el Ministerio de Cultura y con todas aquellas instituciones que, dado lo afamado que es el señor tenor, utilicen este hecho, retirándole credenciales, para llamar la atención sobre lo que no se debe de hacer. Por cierto, la Ópera de los Ángeles acaba de confirmar que las denuncias de las triquinuelas seductoras y otros actos reprobables cometidos por el gran tenor, Plácido Domingo, son “creíbles”.
Estupendo artículo, lleno de verdad.
Como siempre, un placer leerte.
Gracias, Joaquín, por la crónica y especialmente por detallarnos el inciso y aclararnos este gran problema que no debería de proliferar más. Considero, sin embargo, tenue tu resumen del artículo discutido como «pelillos a la mar», porque creo que se le podría atribuir al tenor, que persigue perdón sin contricción, pero el filósofo trata de desautorizar acciones oficiales calificando de malos hábitos los abusos. Creo que simplemente trataba de escandalizar (será su deporte) ofendiendo con sus ironías en una auténtica apología del abuso sexual por una autoridad. Es importante que personas que se expresen tan bien como tú sigan defendiendo la lacra del machismo, y podamos aprender los demás.
Un abrazo, amigo…