Por los caminos del moro,
de Benaocaz al castillo de Aznalmara

Por los caminos del moro…/ Foto Joaquín Mayordomo.

La belleza del día… La primera imagen fue ese sol rompiendo el cristal de la niebla. Después se abrió el cielo y apareció la campiña sevillana alfombrada de verdes trigales hasta donde alcanzaba la vista. Íbamos camino de El Coronil por la carretera SE-431 y una imagen insólita nos distrajo: durante algunos kilómetros, grupos de perdices se calentaban al sol, indiferentes al paso de los coches. Fue algo mágico, porque no es frecuente poder observar a estas aves, tan esquivas, luciendo plumaje en posiciones tan quietas.

Por los caminos del moro... Empieza la marcha./ Foto J. Mayordomo
Empieza la marcha./ Foto J. M.

Esta fue la primera experiencia de un gran día de montaña. Luego, tras el desayuno de rigor en Las Piedras y el reencuentro de los miembros del grupo –nos habíamos dado cita este sábado una veintena de correkas – reemprendimos la marcha hasta Benaocaz, lugar donde teníamos previsto iniciar la excursión que nos llevaría al castillo de Aznalmara, para después regresar haciendo un pequeño círculo… Serían en total 14 kilómetros de un sube y baja por valles y piedras que no se antojaba demasiado difícil.

La dama burlada y el guerrero que huye del Ojo del Moro./ Foto J.M.
La dama burlada y el guerrero que huye del Ojo del Moro./ Foto J.M.

El día era espléndido y el ánimo, el de siempre: ambiente festivo y todos entregados para sacarle el máximo partido al camino. Nada más arrancar nos topamos con un grupo de excursionistas que ya descendían del Ojo del Moro, ese lugar singular desde el que uno puede asomarse al pasado e imaginarse batallas, raptos medievales, contiendas entre espadas y alfanjes, pasiones…
Sí, pasiones. Porque aquí, en este altar pétreo, más de uno habrá celebrado esponsales a su antojo y manera con doncellas enamoradas… o raptadas, dado lo confortable e inaccesible que puede resultar el lugar para quien huye. Si uno mira al oeste por el caprichoso agujero abierto en la roca caliza puede viajar al pasado por el río de los siglos y llegar hasta el año 715 en el que los árabes fundaron la localidad de Benaocaz. Aunque aquí hay vestigios antiguos que hablan del neolítico, por ejemplo. O huellas de los íberos, de los romanos (con calzada incluida) y, por supuesto, de los conquistadores cristianos que con Rodrigo Ponce de León al frente expulsaron de estas serranías, en 1485, a los árabes.
Aunque fueron los musulmanes los que «sometieron», por decirlo de algún modo, a estos valles de difícil acceso para conseguir su uso y disfrute: abrieron caminos, levantaron puentes y edificaron castillos.

Armonía y equelibrio./ Foto J.M.
Armonía y equilibrio./ Foto J.M.
El gato que sabía de leyendas y buhoneros./ Foto J.M.
El gato que sabía demasiado./ Foto J.M.

De modo que cuando uno se desplaza por estos senderos, no necesita echarle demasiada imaginación al viaje para escuchar la reata de acémilas marchado en fila india, salvando barrancos, cargadas hasta arriba de fardos y guiada por Mohamed, el experto buhonero y deshacedor de hechizos que conoce todos los entresijos y misterios de la Sierra de Grazalema. En las cabalgaduras no solo transporta deseos, sueños o ungüentos para la eterna felicidad, también cosas más tangibles y útiles como harina, aceite, garbanzos, telas… y otros mil cachivaches que vende a los aldeanos de Ubrique, Villaluenga del Rosario, Grazalema, Benamahoma, El Bosque…
Mas nosotros vivimos en la época de los satélites, que nada tienen que ver con la Luna ni las estrellas que guiaban a Mohamed. Y son estos, los satélites –el GPS– los que nos orientan para encontrar el camino franco hacia las porteras, para salvar alambradas y llegar al nacimiento del río Hondón, que viene estos días desbordado y que sorteamos saltando como los andarríos sobre los improvisados pontones de piedras.  Junto al manantial encontramos al gato misterioso, feliz y sabio, que nos habla también de misterios y otras andanzas de sus antepasados. Pero no le hacemos mucho caso porque vamos con prisa; aún nos quedaba un buen trecho para llegar al castillo.

Bordeamos el arroyo del Pajaruco, dejando el cerro de Tavizna a la izquierda y nos encontramos un puente medieval (¡una joya!) que cualquier día de estos el paso del tiempo se lo llevará río abajo, consumando el mayor de los olvidos. Entonces ya no podremos evocar en lo alto de su único arco ojival, hecho a base de mampostería, cal y ladrillo, al buhonero Mohamed guiando a sus mulas de acá para allá. Una pena que el olvido se lleve consigo la belleza y la historia…

Miguel nos guió al castillo, allá en lo más alto./ Foto J.M.
Miguel nos guió al castillo, allá en lo más alto./ Foto J.M.

Salimos del bosque y avistamos enfrente, en lo más alto, subido a “su” pico, el castillo de Aznalmara. ¡Qué grandeza! Visto desde la cara este, uno no puede evitar cierto asombro y sentir admiración por los nazaríes del siglo XIII al imaginarlos trepando hasta allí, primero para levantar la fortaleza y más tarde cuando vivían en ella. Desde la base del picacho se tiene la impresión de que la cumbre no puede alcanzarse si no se escala. Luego se descubre que hay un viejo camino imposible, derruido, por el que trepaban las personas, las recuas de mulas y los caballos.

Almurzo en el patio de armas, entre siglos de ruinas. Foto J.M.
Almuerzo en el patio de armas, rodeados de ruinas. Foto J.M.

A estas alturas, algunas correkas –era la primera vez que venían– no pueden más con su alma y deciden no afrontar la subida. Tras un breve almuerzo, acuerdan tomar un atajo que les acerque a la carretera A-373, en las inmediaciones del pueblo de Tavizna, y allí esperar a que alguien del grupo las recoja a la vuelta.
Una vez arriba, las ruinas asombran. La argamasa a base de cal y de piedras resiste. Quedan algunas almenas y paños de muros… poca cosa. Un torreón derruido… El viejo recinto aguanta achacoso todavía y las grietas y escombros son la memoria de decenas de asedios, saqueos e incendios. En el patio de armas, el aljibe. Y a su alrededor los buitres planeando sobre un mundo de cortijos, pueblos blancos, campos de olivos, bosques de robles y alcornoques, gargantas y riscos.

Almorzamos sobre la alfombra de tierra, cubierta de hierba en estas fechas, que da sepultura a siglos de historia de los que solo quedan efemérides y recuerdos. Los buitres siguen planeando al acecho, supongo que para ver si alguno de nosotros flaquea o da muestras de debilidad. El cielo, inmaculado sin mancha, y azul sobre azul, nos arropa cuando intentamos dar una cabezada para descansar. Las crestas del Parque de Grazalema que asoman al norte y al este pintan una raya en el horizonte infinito. Las del Parque de los Alcornocales, por el oeste y el sur…

Nos olvidamos de que hay que volver.  Pero Benaocaz nos aguarda; desde donde sesteamos lo vemos asomarse a lo lejos, allá junto al Ojo del Moro.

El buitre, al acecho./ Foto J.M.
El buitre, al acecho./ Foto J.M.

La vuelta la hacemos por un sendero que sabemos que existe, pero que no conocemos; nos tienta explorarlo. Aunque se discuten alternativas, entre ellas volver por el mismo camino de ida, nadie renuncia a la aventura de sumergirse en lo ignoto. Al principio la senda es asequible, pero a medida que nos adentramos en el barranco del arroyo del Pajaruco, aumentan las dificultades. El último tramo… sinuoso, cada vez más escarpado, resulta muy atractivo y prometemos repetir su recorrido. Al fondo ruge el arroyo, es su forma de avisarnos para que estemos atentos. ¡Cuidado con resbalar y caerse! Alguna cascada, varias pozas y los últimos rayos de sol incendiando los roquedales de enfrente nos acompañan en los últimos tramos.
La tarde se muere y los correkas vuelven a reunirse en los coches.

El puente medieval y los viejos caminos que no volverán..../ Foto J.M.
El puente medieval y los viejos caminos que no volverán…/ Foto J.M.

 

5 comentarios Añade el tuyo
  1. Magnífico relato como siempre Joaquín. Un recorrido,el de vuelta, para repetir sin duda si es posible a la ida, sin prisas para poder regocijarnos en cada revuelta.

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