Colombia, entre la realidad y la aventura
10. También en Santa Marta lloran los amantes

Hoy toca desplazarse. Nos vamos a la costa del Caribe. Santa Marta es el destino. Somos diez y cada uno con dos o tres bultos (mochilas, maletas, bolsos de mano…), lo que complica aún más la gestión del transporte. Máxime si, como solemos hacer, lo decidimos sobre la marcha y en el último instante. Indagamos, llamamos por teléfono, discutimos el precio… Al final siempre es lo mismo: aparece una furgoneta en la que personas y bártulos encajamos como podemos.

              A las 8,30 dejamos Santa Rosa de Cabal camino del aeropuerto de Pereira. Durante la hora de traslado observo una orografía tan accidentada que cuesta imaginarse una explanada en la que quepa una pista de aeropuerto. La carretera es un gusano retorciéndose entre barranqueras y colinas. Hasta que subimos arriba de un monte y ¡ahí está! Es nuevo y pequeño; de diseño atrevido, coqueto… Y el personal es tan amable que, aunque uno estuviera enfadado o de mal humor, no quedaría más remedio que sonreír para responder a su afecto.

              La amabilidad es una de las virtudes que atesoran esta gente. «Me regala usted su correo, por favor», me solicita la empleada de la oficina de cambio. ¡Qué bonito!, exclamo, sin poder evitarlo.

              Mientras esperamos el vuelo a Bogotá, los tahúres buscan un rincón con una mesa y montan su particular timba del día. Es una forma sencilla de abstraerse y engañar el tiempo de espera.

El placer de emplear el tiempo en lo que a uno le gusta./ Foto JM
El placer de emplear el tiempo en lo que a uno le gusta./ Foto JM

              El vuelo hasta El Dorado, en Bogotá, dura una hora. Luego, una hora y media más a Santa Marta y todo cambia. Es el Caribe. Una bofetada de calor de 36º ardiendo y 80% de humedad nos da la bienvenida al salir del aeropuerto Simón Bolívar en la ciudad caribeña. Negociamos el traslado al Oasis, hotel en el que tenemos la reserva.

              Ahora el paisaje es tan distinto que nos confunde; se acabó ese manto verde que, creíamos, cubría toda Colombia. Hasta donde alcanza la vista está el campo reseco; abunda la basura entre los cactus y en las cunetas. La carretera sigue la línea del mar; es domingo y la playa rebosa de gente. Parece una playa popular. Un babel de músicas diversas estalla al abrir la ventanilla. Los chiringuitos se suceden al abrigo de hileras de palmeras. Y los vendedores ambulantes de bebidas y comida anuncian, a los cuatro vientos, las bondades y milagros de sus productos.

Las huellas del esplendor y el paso del tiempo./ Foto JM
Las huellas del esplendor y el paso del tiempo./ Foto JM

              Nos alejamos de la costa hacia el interior por la nacional 90, salvamos un pequeño cerro y ahí está, enfrente, Santa Marta con su medio millón de habitantes; una ciudad cargada de historia, a la que me enganché hace unos años en un deseo simbólico, cuando leí el libro Buscando el sur, de Román Morales, una epopeya que duró tres años y medio –el tiempo que tardó el tinerfeño en ir a pie desde aquí hasta Upsala, en Argentina–.

              Morales salió entonces caminando de Santa Marta con la intención de llegar a Tierra de Fuego. Y, desde que leí su libro, siempre he tratado de ubicarme en esta región de pioneros conquistadores, ponerme en el lugar de Morales e imaginar qué sentimientos le asistieron aquel día, cuando se echó a hombros la mochila y dio los primeros pasos. Hay que pensar que el canario tenía por delante nada más y nada menos que 10.000 kilómetros a pie, además de 80.000 metros de desnivel positivo y otros tantos negativos que salvar. La mayoría de los que pensaron hacer esta travesía seguro que si hubiesen llegado hasta aquí, a Santa Marta, se hubieran quedado atrapados, atenazados por el miedo, como le ocurre a esos viajeros que se “cuelgan” en una ciudad, terminan mendigando para sobrevivir y mueren en ella.  He conocido a varios de estos personajes, todos singulares. El más exótico, tal vez, y el que más me impactó fue un tal Alberto, alicantino, hijo de un industrial del calzado, que se enganchó a las dulzuras del peyote en Real de Catorce (México) y nunca más salió de allí. En su caso, es comprensible, porque para abandonar aquel lugar, tan misterioso como único, solo cabe hacerlo por un túnel o escalando una montaña de más de 3.000 metros. Mas Morales no, Morales nunca renunció a su viaje ni se rindió y, según cuenta en su libro y, a pesar de las mil vicisitudes y peligros que tuvo que superar, consiguió su propósito: llegar al sur del sur.

              El Oasis está en el centro de la ciudad vieja, en la calle 21. En la primera panorámica que trazo, al bajar de la furgoneta, descubro desconchones y suciedad en aceras y viviendas. En el aire flota un vaho agridulce; la sensación es de abandono. En cambio, el hotel es nuevo y de corte racionalista; nada que ver con lo que muestra el entorno en el que se ubica.

              Al traspasar la puerta del hall la música nos envuelve. Estamos en un patio multiusos: en él comparten aire y espacio el mostrador de recepción, el bar con su barra y sus mesas, un charco de agua (piscina diminuta) y, en ese instante, una pareja de amantes que se exhibe acariciándose dentro del agua, ¡cual solemne recibimiento!, mientras sorben de sus bocas y copas licor y besos.

              La recepcionista es diligente; enseguida nos entrega las llaves de las habitaciones. Tomamos posesión, soltamos el equipaje, nos aseamos un poco y nos echamos a la calle.

Lo que queda de aquella experiencia de conquista./ Foto JM
Lo que queda de aquella experiencia de conquista./ Foto JM

              La vieja Santa Marta, que cumplirá 500 años el 29 de julio de 2025, tuvo en su momento sus días de gloria –se observa enseguida al pasearse por ella– pero ahora, su casco antiguo, es un cuerpo moribundo de difícil reanimación; una ruina abandonada. Claro, hay otra Santa Marta de barrios cuidados, torres de apartamentos luminosos y colonias de viviendas unifamiliares. Pero a nosotros nos atrae más la historia, esos muros corroídos por el salitre y esas voces ocultas tras los dinteles de las puertas de los pioneros que anduvieron por aquí librando duelos, violando leyes, conspirando siempre. Sí, la catedral, las numerosas iglesias y conventos, la Casa de la Aduana, el liceo Calderón y esos palacios, numerosos, con patios interiores en los que se busca el recogimiento y el frescor, símbolo y muestra del gozoso bienvivir de una clase social opulenta. Aquí se encuentra también la Quinta de San Pedro Alejandrino, hacienda del siglo XVII, donde falleció el libertador Simón Bolívar.

              Pasear por la decadente Santa Marta, como en otras ciudades colombianas visitadas durante este viaje, es alimentar nostalgias para caer poco a poco al pozo del recuerdo; que no está mal por unas horas, desde luego; pero no debe olvidarse que existe la realidad, porque en ella vivimos.

Esplendor entre hierbas, podría decirse, con esa sonrisa de Gioconda./ Foto JM
Esplendor entre hierbas, podría decirse, con esa sonrisa…/ Foto JM

              Cenamos en el Parque de los Novios, en la terraza de Donde Chucho Gourmet, corazón del centro urbano. Eso sí, como ya es habitual, torturados por la actuación estridente de un grupo musical que desde el centro de la plaza esparcen sus desahogos hasta los confines del mundo.  Porque una cosa es interpretar y gozar con la armonía y otra muy distinta es atormentar a los comensales hasta el punto de romperles los tímpanos a base del bombardeo a decibelios. Una pena, porque el lugar es muy agradable y el menú, excepcional; la cena, bien servida; y el precio, pensamos que justo.

              La noche no da para más y regresamos al hotel. Dentro hay un festival, bailoteos y canciones. Pero es el ritual amoroso que se traen los dos amantes, el que tiene a la clientela pendiente, que los mira de reojo mientras una gran parte de los huéspedes sigue su aventura. Ellos, a lo suyo, solo interrumpen el juego de los besos para sorber el licor de sus copas y beberse la boca otra vez… ¡Ay, ella se echa a llorar! Otra vez salen del agua pegados como lapas –quizá han bebido demasiado– para subir, tortoleando, a la habitación donde ella llorará un poco más (es lo que se oye en el pasillo). Y él, ardiente, la acaricia y se la come a besos. No tardarán tanto en bajar de nuevo y volver a meterse en el charco; ya lo han hecho dos o tres veces a lo largo de la tarde. Ella luce hermosos ojos y agudas ojeras, mientras gruesos lagrimones resbalan por sus mejillas torturadas por las dudas y el desamor. Él, con mano inquieta –aleteo de mariposa– le palpa los miedos. ¿De qué temes, mi amor? Pero, ¿qué es lo que les ocurre? Son como esa isla imaginaria de Jauja en la que la miel también se agota. Tanto amor, tanto amor. ¡Y al fin el drama!  Ella llora y llora y él la mira sin saber qué hacer.

El descanso y la espera./ Foto JM
El descanso y la espera./ Foto JM

              Salen otra vez del agua y se van dejando en el aire hipos y un rosario de suspiros, además de interrogantes en la corte de curiosos. Suben abrazados en el ascensor. Salen y, por el pasillo, avanzan tambaleándose como dos aves heridas. Entran a la habitación. Otra vez más llanto –claro, claro, se les oye–, más consuelo, más abrazos y más besos. Más dolor y más amor. Un totum revolutum que a la clientela del Oasis hotel la tiene ya en ascuas. ¿Son acaso esa clase de amantes que, atrapados en la culpa, son incapaces de gozar de su felicidad? Tal vez estén aún en ese “sí, te quiero, sí, te quiero”, pero ninguno de los dos lo tenga tan claro. ¿O están recién casados, confundidos en esa tormenta que desencadena siempre una luna de miel cuando descubres secretos inconfesables en el otro… o en la otra? Quizá sean solo novios y ella acaba de descubrir que él tiene más novias… ¡Vete tú a saber!

              Y así muere la noche. Cesa al fin la música, se calman los amantes (ya no se les oye llorar) y nos vamos a dormir. Mañana más.

              Madrugamos para ir paseando con calma hasta el mercado. Los mercados suelen ser (también los cementerios), un buen lugar para sopesar, saber y entender una ciudad. Por el camino confirmamos la ruina general del casco antiguo. Hay demasiada gente tirada en las aceras o al abrigo de cochambrosos portales. En cuanto nos alejamos de las calles más céntricas las casitas de planta baja se suceden acumulando miseria.

Meditando, soñando, esperando... en Santa Marta./ Foto JM
Meditando, soñando, muriendo… en Santa Marta./ Foto JM

              El mercado es un armatoste sin gracia de dos plantas; un edificio feo, viejo y con apariencia de estar a punto para que inicien su derribo. Hay carnicerías con reses enteras y enormes tajos de carne colgando; algunos puestos de verduras y otros de frutas exóticas. Pero apenas hay clientes, lo que indica que por aquí no vive demasiada gente. La sensación es de un absoluto abandono; un mundo que ha perdido el tren. Todo está desvencijado, sucio… Compramos unos plátanos enanos (muy sabrosos), unos kiwis raros y una fruta exótica de la que no sé su nombre. Una señora me sonríe y le pido permiso para hacerle una foto. Su puesto, este sí, lo tiene a rebosar de hierbas aromáticas, medicinales, para ungüentos, infusiones… Sonríe levemente; tiene ese rictus que me recuerda a la insinuante Gioconda.

              En cambio, la sección de pescadería nada en la abundancia (pargo, bagre, sierra, mojarra, atún, merluza…), aunque tampoco hay mucha clientela por aquí; eso sí, se nota que Santa Marta es ciudad de mar. Un enjambre de moscas revolotea sobre los puestos que tienen ese aire viejo del antiguo alicatado con baldosín.

              Dejamos el mercado y caminamos hacia la orilla del mar. Las casas, de una planta, apenas se sostienen. Ventanas rotas y agujeros, desconchones. Damos un paseo, tomamos un jugo de mango en una terraza y regresamos al hotel; es hora de irnos. La furgoneta contratada para que nos lleve a la montaña nos aguarda. Adiós, Santa Marta.

Desayunando en el puesto del pescado./ Foto JM
Desayunando en el puesto del pescado./ Foto JM

              En el traslado a Minca, 22 kilómetros apenas, pasamos de una tierra árida a la más exuberante vegetación. Es verdad que son 600 metros de desnivel en muy pocos kilómetros, pero aun así sorprende la selva que rodea al pueblo de unos 500 habitantes, aunque en su área de influencia vivan más de 2.500 personas, explica Julio Cesar, el dueño del hotel Alto de la Montaña, uno de los 150 establecimientos hoteleros que, asegura, hay en la zona.

              Pero, ¿qué hace tanto turista en estos pagos? Pues… cuando se hartan de las playas, suben a la montaña y se solazan en las pozas y cascadas de aguas limpias y claras. Están a un puñado de kilómetros y los precios son ridículos (todavía) para el poder adquisitivo que se tiene en el primer mundo. La mayoría de la gente que vemos por aquí son alemanes y holandeses; nórdicos también. Y norteamericanos, que estos son como las moscas: capaces de descubrir el agujero más exótico del mundo en el que haya una gota de miel.

              Además de la foresta impresionante, de los ríos, pozas, manantiales…, hay senderos para todos los gustos y para todos los niveles si se desea caminar por la selva. Y un amplio abanico de ofertas gastronómicas (colombiana, hindú, orienta, italiana, francesa…) a precios ya europeos (o casi) como no podría ser de otro modo. ¿Alojamientos? Los hay para elegir según el gusto, manías y exquisiteces. Que hemos visto mucho místico por aquí, yoguis y personas con indumentaria y aspecto alternativo.

En algún lugar de la selva./ Foto JM
En algún lugar de la selva./ Foto JM

              Tras desayunar los consabidos huevos y café –¡estamos hasta el gorro de comer huevos pericos, revueltos o fritos!, ¡hartos más que hartos del mismo desayuno cada día!–, una parte del grupo se va caminando al Pozo Azul y a las cascadas de Marinka, con pozas para bañarse, en las que la guirilandia desinhibida da rienda suelta a su entusiasmo para alivio de calores y fantasías. El resto alquilamos un todoterreno que nos lleve al Pico de los Pinos, desde donde descendemos en un par de horas, pasando junto a algunas viviendas solitarias y a una escuela unitaria en la que los niños rezan en ese momento; quizá para que esta plaga que somos invasores de occidente no dejemos de venir nunca jamás, pues, a pesar de los pesares, les traemos el maná.

              Por el sendero que a veces se pierde, cruzamos plantaciones de café y de plataneras, tramos de bosque selvático, barrancos y dos ríos que, al ser la época seca, bajan con caudal escaso.

              Nos juntamos los dos grupos en Marinka, donde reina un gran ambiente. Para empezar, tenemos un restaurante donde almozar, si alguien lo desea. Y unas redes flotando sobre los árboles, a modo de solárium, sobre las que el Conseguidor, el Wikipedia, el Impasible y el Azogue se dejan caer relajados mientras las garotas, a su lado, en bikini, se empotingan con protectores solares, antes de desparramarse para tomar el sol, después del baño que se han dado en una poza.

En el Parque Natural de Tierra Adentro./ Foto JM
En el Parque Natural de Tierra Adentro./ Foto JM

              Estamos en medio de un barranco, en plena selva, en el parque natural de Tierra Adentro, no lejos de Minca y apenas a un par de decenas de kilómetros de las playas del Caribe. ¡La magia de la Naturaleza!

              Al fin sesteamos todos…. No solo nosotros (montañeros-senderistas… hoy con pocas ganas de caminar), también esa juvenil troupe de efebos y ninfas, guiris y algún que otro turista autóctono, que, como enjambre de abejas, van por ahí libando de los placeres del mundo mientras lo colonizan todo hasta convertirlo en un parque temático, no importa el país.

              En este caso, como ya comenté, la mayoría de invasores son europeos y americanos, así como de los oasis acaudalados que, aunque no lo parezca, abundan en América Central y Sudamérica.

              Mientras tanto, mirando a abajo, al barranco, a la charca que hay al final del precipicio por el que irrumpe el agua en serena cascada, observo el intenso y sorprendente espectáculo (por el hechizo del lugar) que genera el revoloteo de etéreas mariposas embutidas en escuálidos bikinis mientras liban de un refresco, saltan de piedra en piedra, se sumergen, gritan, se achicharran… Pero ¡siempre, siempre, gozando del sol!

              En cambio, algunos de los componentes de este grupo –los que se han acercado a la balsa, quizá con la intención de darse un chapuzón– están cubiertos hasta las cejas con sombrero, guantes y manguitos, temerosos de las picaduras de los mosquitos o de esos rayos solares traicioneros.

Apenas a 20 kilómetros de las playas caribeñas los guiris se refugian en las cascadas de Minca./ Foto JM
Apenas a 20 kilómetros de las playas caribeñas los guiris se refugian en las cascadas de Minca./ Foto JM

              Ellos y ellas no, desinhibidos se afanan, ríen y celebran jolgoriosos encuentros en medio de la foresta o chapoteando en el agua, lucen palmito, bañadores y atuendos coloridos, se tienden sobre una toalla y se embadurnan con esmero, mutuamente, la piel nívea con potingues exclusivos. ¿Acaso los insectos saben de distingos y a estos no les pican? O tal vez sepan también de amores y, enamorados de ellas, les respetan. Puede que se conformen con libar del aroma de los perfumes. Sea como fuere, ellas lucen cuerpo y alma frente a ellos, que también exhiben el suyo, todos despreocupados, ajenas al sol achicharrante y a los posibles rosetones que tanto duelen, cuando, sobre la piel golosa, un coleóptero traidor clava su garra.

              Regresamos al pueblo andando, aunque por aquí el “animal” de acarreo es la motocicleta; el vehículo ideal para estos pagos. Por eso han desaparecidos los mulos. Ni rastro de reatas ni de ninguna otra caballería. También abundan los coches todoterreno y pequeñas furgonetas. La realidad es que ya nadie camina. Solo algún que otro viajero que, como nosotros, desea experimentar la sensación de conocer el mundo andando, mientras aviva la memoria con recuerdos del pasado.

Caminante, no hay camino.../ Foto JM
Caminante, no hay camino…/ Foto JM

              Julio Cesar, el dueño del hotel en el que nos hemos alojado, es periodista y dirige una emisora de radio, Carbón Stereo, que emite por Internet desde el mismo hotel. Aunque su semblante es de hombre serio y distante, se acerca hasta nosotros con ganas de conversar. Le preguntamos cómo llegó a construir un hotelito tan lejos del pueblo, a media hora caminando, asomado a un barranco. Entonces nos cuenta la historia de su familia y la de su mujer… Al final, todo se reduce a que su suegro poseía el terreno.

              Hablamos de política también. Defiende a Gustavo Petro, el actual presidente, aunque asegura que no lo tendrá nada fácil para gobernar. En Colombia hay grupos sociales y económicos muy poderosos, comenta, que harán lo que sea para que no lleve adelante su programa; demasiado intereses encontrados y tramas que interferirán para que fracase, viene a resumir.

              La forma de pensar de Julio Cesar se condensa, por lo que leo, en el primer párrafo del ideario de la emisora que dirige: “Somos una Radio Participativa conformada por un equipo de voluntarios, que busca el bienestar común a través del Servicio de Información, Entretenimiento y Educación que se brinda en nuestra programación radial”. Para concluir, en otro de sus puntos, diciendo que el proyecto es “Informar y Educar de manera objetiva, resaltando los valores, promoviendo la justicia y la equidad social”. Justo lo contrario de lo que por aquí, en estos lares, practican muchos de los medios de comunicación que tenemos. Es que allí, en Colombia, en América, a las palabras todavía no se las ha desnudado de sentido, nombran lo que se practica; mientras aquí, la lengua no es más que un ariete para el eufemismo o el insulto, para confundirnos o para denostar al contrario.

(Continuará)

 

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