Colombia, entre la realidad y la aventura
9. La cena que me recordó a ‘Bonny and Clyde’

Antes de salir hacia Santa Rosa de Cabal, donde parte del grupo sueña con un día de asueto y holganza en un balneario, visitamos las cascadas de Santa Rita, a 15 minutos de Salento.

              Como están en finca privada, hay que pagar 10.000 pesos por persona, unos 2,50 € al cambio. Eso sí, el recorrido está muy cuidado (puentes colgantes, zonas de acampada, cabañas…) y hasta las propias cascadas, en las que no hay ni un papel ni rastros de plástico. Es admirable el respeto que el pueblo colombiano tiene por el medio ambiente y la naturaleza, al menos en la parte del país que hemos visitado hasta ahora.

              En la excursión empleamos unas tres horas. Como no podía ser de otro modo, elegimos recorrer el sendero más largo, abrupto, empinado y resbaladizo, hasta llegar a lo alto de un cerro para no ver nada, pues, como siempre, la selva oculta cualquier perspectiva. Luego descendemos deteniéndonos en cada una de las cascadas. Ni sendero ni torrente de agua nos llaman la atención. Tampoco nos conmueve la “aventura”; es como si estuviésemos ya acostumbrados a esta selva tropical, en la que parece que llevamos toda la vida, conviviendo con el extraño Tarzán y su adorada Jane. Solo nos falta la mona Chita. Porque, insisto, por aquí siempre es lo mismo: vegetación exuberante, que apenas deja resquicios para seguir el camino. No ocurre así en las montañas alpinas, que tienen perspectivas, horizontes, laderas escarpadas, recorridos sin vegetación; y unas vistas increíbles cuando se camina por las crestas. Aquí, la masa forestal que te atrapa es todo lo que ves.

Ese bosque grandioso en el que destaca el yarumo banco, que con la luz parece cubierto de ceniza./ Foto JM
El espectacular ‘yarumo banco’ que, con la luz, parece cubierto de polvo de plata./ Foto JM

              Además de las cascadas, nos acercamos a una cueva y a otros entretenimientos bien publicitados. Todo explicado en los elegantes folletos como si fuera el mismo Dorado vendido a los turistas que, inocentes y amaestrados, se dejan llevar de acá para allá al reclamo de lo insólito, gastando dinero en absurdos y, sobre todo, gastando tiempo, siendo como es, el tiempo, lo más valioso que tenemos.

              Gastamos nuestro tiempo en tonterías sin sentido. Porque una cosa es visitar verdaderas cataratas, las de Iguazú, Niágara o Victoria, por ejemplo, y otra muy distinta acercarse a cualquier charco, un rincón donde cae agua, que un avispado publicista nos vende con la misma efusividad y empeño que el que te ofrece la posibilidad de picar en una mina de oro.

Uno de los túneles con los que se pretendía comunicar Bogotá con Ibagane./ Foto JM
Uno de los túneles con los que se pretendía comunicar Armenia e Ibagué con Bogotá./ Foto JM

              Santa Rita no es para tanto; si acaso para pasar unos días acampado, meditar y sentirse en comunión con la naturaleza. Para eso sí; no para ir de visita y largarse.

              Por cierto, si se sigue el circuito pintado en los carteles, se ha de pasar por un par de agujeros abandonados que no dejan de ser llamativos y motivo de contraste entre tanta naturaleza casi virgen. Los túneles responden a la megalomanía de los humanos, ¡cómo no! Según cuentan las crónicas de la época, los túneles son el resultado de una calentura, un sueño tal vez, que algún preboste bogotano tuvo a mediados del siglo pasado, cuando imaginó que era posible unir por ferrocarril Armenia e Ibagué con Bogotá. Quizá algún día pueda cumplirse el deseo. Pero, por ahora, el arrebato quedó solo en un sueño.

Casa pintada en Santa Rosa de Cabal./ Foto JM
Casa pintada en Santa Rosa de Cabal./ Foto JM

              Para ir desde Salento a Santa Rosa de Cabal pasamos por Pereira. Y aquí es donde, por fin, al mediodía y bajo un calor sofocante, después de una semana dándonos la brasa –“¡quiero una lechona, quiero una lechona!”–, el Conseguidor puede almorzar su lechona anhelada, que tanto desea, y darle gusto al cuerpo. Algunos le acompañamos y así, después de cuatro días de no hablar de otra cosa, degustamos el recio plato elaborado a base de cerdo relleno con arroz, trozos de carne y tocino, además de los inevitables condimentos, comino, azafrán, limón, sal al gusto… ¡Pues no es para tanto!, pienso, después de probarlo. Pero el Conseguidor está más que contento… Solo que el lugar elegido para tan ansiada celebración es la mar de cutre; de hecho, no cabemos en él, tan reducido es el boliche.  Ni cerveza fría tiene. Ni aire acondicionado.

              En Santa Rosa nos instalamos en el hotel Los cristales, al lado de la plaza principal, en pleno mogollón y con todos los ruidos urbanos de fondo. No difiere esta ciudad demasiado de las que ya he citado o descrito en los distintos capítulos de esta crónica. Además de estar inmersa en el Eje cafetero tiene el aliciente, Santa Rosa, de contar con varios balnearios afamados, con ricas aguas termales, a los que acude en masa la gente.

Los billares son lugares habituales de reunión en ciudades como Santa Rosa de Cabal./ Foto JM
Los billares son lugares habituales de reunión en ciudades como Santa Rosa de Cabal./ Foto JM

              Una vez instalados, salimos a dar un paseo. Callejeamos por el centro, que es un hervidero. Es viernes. Los comercios se suceden puerta tras puerta, la mayoría pequeños; cada uno con su particularidad y productos específicos. Todos atascados hasta arriba de contenidos. Las peluquerías están a tope. Los salones de juego, especialmente las salas de billar, son un enjambre de hombres que miran, juegan, beben y especulan con el tiempo y lo que pueda surgir a su alrededor. Chicas con aire de busconas, maquilladas y envueltas en olorosos ungüentos, apenas vestidas y aireando curvas y encantos, pasean por las aceras, entran en los locales de recreo, echan un vistazo mientras abren y cierran los ojos, salen, vuelven a entrar y sonríen a aquel que les guiña…

              La música es un estruendo y tormenta de ruido; insoportable. Cada establecimiento tiene a la puerta su altavoz para que vomite al exterior su particular canción de reclamo. Entre tanto, la oscuridad llega y la ciudad se abraza a la noche. Buscamos un lugar para cenar.

              Entramos en el restaurante Amadeus. Elegante. Vacío. Aquí la música aturde también… Somos diez. Nos atiende una camarera de las tres que nos miran desde detrás de la barra con cara de estar más aburridas que un pato en una jaula. Por favor, ¿podrían bajar la música?, le solicitamos mirándolas. Acude Luciana, elegimos qué cenar, toma nota y nos disponemos a esperar. Por favor, ¿pueden poner un poco más baja la música?, volvemos a intentarlo, suavemente. Entre tanto la cena no llega, no llega, no llega. ¡Eh, por favor, la música! Llevamos ya una hora esperando… Como no tenemos prisa, celebramos la tardanza con humor y cerveza. Cuando al fin nos sirven, hay una confusión con uno de los platos y alguien se incomoda más de la cuenta. Normal, ¡estamos hartos de no cenar y la espera! Aumenta la tensión. Alguien desenfunda… No, no somos narcotraficantes. Tampoco trapicheamos con café, señora, lo que ocurre es que estamos hartos más que hartos de esperar. ¡Y encima usted se confunde!

La parda de los Willys junto al mercado central de Santa Rosa./ Foto JM
La parda de los Willys junto al mercado central de Santa Rosa./ Foto JM

              Pienso que en este momento podríamos haber asaltado la cocina y pegarle dos tiros al inepto cocinero o secuestrar a las tristes camareras. Ocurre así en las películas ¿no? En las pelis del Oeste, por menos de lo que está aquí ocurriendo, se arma la de Dios. Hubiéramos salido en la prensa. “Diez extraños turistas, que decían ser montañeros, asaltan la cocina del restaurante Amadeus, en Salento, y matan al cocinero”. Pero el plumilla local, que tuvo la fortuna de contar esta historia, y al que los sucesos (si hay sangre, mejor) le hacen salivar y relamerse de gusto, mientras tiende a exagerar e inventarse los hecho, escribe: “Las camareras aseguran que estaban borrachos. Pero una pareja de enamorados que llegó al restaurante en el momento álgido del suceso ha afirmado, tanto él como ella, que a los forajidos les oyeron decir, antes de irse, que ‘llevaban hora y media esperando a que les sirviesen la cena, que se confundieron con los platos, quizá porque querían envenenarlos al confundirlos con traficantes, y que la música seguía sonando a toda pastilla, a pesar de que le habían solicitado tres veces al servicio que le bajasen el volumen. Vamos, igual que en Bonnie and Clyde, que no se casaban con nadie y se llevaban por delante a quien fuese”, remata el aguerrido periodista.

              Menos mal que solo somos viajeros y vamos desarmados…  Y que tenemos claro que en el saco del haber debemos echar todo lo que nos ocurre, que, si no, esa noche la cena podría haber terminado saliendo en portada de los telediarios. Pero, como sabemos que todo lo que ocurre forma parte del viaje y cubica a nuestro favor en el balance final, también esta experiencia la integramos. No pasa nada, pero no volveremos más por el restaurante Amadeus.

              Amanece un nuevo día en Santa Rosa y los amantes de los baños termales se engalanan para irse para allá. Sin tiempo que perder, María Dolores, África, Encarna y Adolfo, salen escopetados a remojarse y torrarse en las aguas y el sol curativo. El resto planificamos una nueva aventura por las montañas cercanas.

              Alquilamos, después de negociar durante un buen rato el precio, un Willys entre los cientos que hay al lado del mercado central y emprendemos un viaje dando vueltas por el pueblo, primero, pues no hay modo de encontrar la salida que nos lleve al comienzo de la ruta según el Wikiloc. Hasta que, por fin, después de casi una hora de cuestas y barrancos, el Conseguidor anuncia: “¡Aquí es!”. Nos bajamos y ¡oh, qué maravilla! Ahí estamos plantados en lo alto de un cerro, rodeados de cafetales y horizontes (esta vez sí), aunque el camino que parece que debemos seguir esté enterrado, literalmente, entre la vegetación; es decir, como siempre. El Willys, antes de que nos demos cuenta, se va.

              Debe ser por aquí, sugiere el Conseguidor. ¿Por aquí? Pero si ahí no se ve sendero alguno, solo el matorral que va a enterrarnos, le digo. Pues Wikiloc indica “por aquí”, insiste él. Y ahí, a tientas –yo el primero–, asentando los bastones con cuidado antes de dar cada paso, nos adentramos en la vegetación que nos llega hasta las cejas, por un camino que en algún tiempo debió serlo, pero que hoy, por lo que parece, nadie transita. Descendemos por una pendiente, a veces tan vertical que se torna una escalera. Avanzamos a saltos; la humedad y el calor, literalmente, nos diluyen. Abajo, ruge el río. Las plataneras y frondosidad de otras plantas que harían las delicias de un botánico, nos cubren, nos enredan con una maraña de lianas, tallos, raíces… Llevamos una hora y no se adivina el final.

Nuestra mayor aventura en la selva, cerca de Santa Rosa de Cabal./ Foto JM
Nuestra mayor aventura en la selva, cerca de Santa Rosa de Cabal./ Foto JM

              La marcha se complica, pero nos alienta que, en lo que podría llamarse un pequeño claro, se ven huellas de un sendero transitado en otro tiempo.

              Esta es la mayor aventura del viaje por ahora. Sí, es cierto que la senda aparece pintada en el mapa, pero, por lo que fuese, los nativos dejaron de usarla. Mas, ya metidos… Paso a paso. De pronto, en una roca, en el saliente que deja libre la vegetación, alguien ha colocado un altar con una virgen. ¡Cuánta fe! A partir de este punto parece que el camino se aclara. Un espejismo. Porque enseguida se enreda otra vez con pasos más difíciles y tierra resbaladiza, barro y agujeros a los que mejor no asomarse.

              Aun así, nos sentimos seguros. Los satélites nos guían… Celebramos la aventura haciendo fotos en una selva tropical. El río está ya cerca; ruge. Lo vemos. Sus aguas bajan raudas y chocan con las rocas para formar nubes de espuma; saltan sobre troncos y peñascos para escapar, ansiosas, hacia otros cauces más calmos, siempre buscando el mar.

              “Ahí tenemos el puente que buscábamos. Desde aquí, sí, ya hay un sendero claro”, comenta el Conseguidor para que se le oiga, por si alguien tiene aún la intención de abandonar, aunque no creo, dado el desnivel que hemos bajado.

              Junto al río el camino está más definido. Por aquí hay ya cultivos: plataneras, algún campo de café. Concluimos felizmente el descenso y celebramos la aventura como si estuviésemos de vuelta de un viaje a otro mundo. ¡Esto sí que ha sido caminar por una selva virgen! ¡Qué barbaridad!

              Nuestra idea es ir a unas cascadas señaladas en el mapa en un recorrido circular, pero nos equivocamos de camino y, además, el Conseguidor nos dice que no se siente bien hoy y que él prefiere darse la vuelta, tomará la pista que sigue el curso del río y que más adelante nos espera hasta que volvamos nosotros. Pero si no se siente bien, no vamos a dejarlo solo. Nos volvemos con él. Entonces el grupo se dispersa. Unos se entretienen haciendo fotos o explorando un barranco y otros se echan la siesta en una ladera sobre la hierba fresca. A la caída de la tarde llamamos por teléfono al dueño del Willys y nos recoge. Fin de la fiesta.

              Por la noche celebramos con el Estoico su 76 cumpleaños. Una cifra que todos envidiamos, no solo por el número en sí, sino, sobre todo, por su buena salud y forma física. Compartimos una tarta e infusiones, cola-caos y chocolate, té… A elegir. El homenajeado nos sorprende con un licor extraño, delicioso, que previamente había adquirido en Barichara en el puesto de un brujo alquimista.

 

(Continuará)

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