Colombia, entre la realidad y la aventura
8. Del cafetal a la aventura en el volcán Machín

¿A quién no le gusta el café? O, mejor aún, ¿acaso el café no es un remedio? Remedio para  limar asperezas tras un desencuentro entre amantes. Y es remedio, también, para facilitar el encuentro, y posible acuerdo, en ese negocio que se tuerce. El café es un elixir para mitigar los malos humores, para limar la pereza, para acabar con la apatía o la desgana.  Lo es para animar una charla o para reencontrarse en la barra de un bar.  Asimismo, cuando parece que el mundo se hunde ante nuestros ojos, nos tomamos un café y pensamos que todo reverdece de nuevo. Invitamos a alguien a tomar un café para alimentar esperanzas, darle alas a la vida y soñar con el amor, con «su amor». O… para imaginar que un día nos querrán un poquito más tras ese café. Sí, sí, el café es esa poción a la que siempre recurrimos para resolver casi todo. O eso pensamos.

              Pues, justo hoy, tenemos la ocasión de conocer los secretos del café. Estamos en uno de los paraísos de esta infusión, en Salento (Colombia), donde se tiene la creencia de que es aquí, en esta región, donde se cultiva el mejor café del mundo.

              Como hemos despedido ya a don Antonio –no era cuestión de pagarle mientras lo teníamos con los brazos cruzados, ya que su furgoneta no puede acceder a donde queremos ir estos días–, tomamos un Willys –igual que se toma un autobús– y nos vamos a la finca cafetal El Ocaso, a 5 kilómetros del pueblo, en la que, según las guías de viajes, allí te ilustran con profesionalidad y con detalle sobre los orígenes de esta infusión, variedades que existen, calidad, sabor o textura, explicándote los pasos que se siguen en el proceso de producción del café hasta llegar a esa taza humeante en la que saboreas el mágico líquido, inhalas sus aromas, o sientes cómo el elixir que da fuerza a los dioses penetra en tu ser, activa tu sistema nervioso y te genera un palpable bienestar, al tiempo que te proporciona energía y buen ánimo. ¡Es el café!

Belleza en el valle de Cocora./ Foto JM
Belleza en el valle de Cocora./ Foto JM

              Para que la experiencia parezca más auténtica, nada más llegar, Julieta, la guía, te ofrece un cestillo de mimbre con correa, que fijas a tu cintura, y, durante un cuarto de hora, te invita a que recojas granos maduros de café. Así, mientras buscas esos granos rojos –no es tiempo ahora de cosecha– tu imaginación puede volar a donde quiera; desde el cafetal, a 1.750 metros de altitud, hasta el confortable salón de tu casa en el que degustas, con la imaginación desbordada, la preciada infusión aromática.

              Sobre el origen del café –las primeras noticias llegaron de Etiopía, en el siglo XI– y sobre cómo se planta, se cultiva, cosecha, etcétera, hay mil tratados escritos y toda una cultura, sabiduría y experiencia acumuladas a lo largo de los siglos que no cabe desglosarlas aquí –para eso están los libros–, aunque, como dato curioso, puedo decir que cada año se cosechan en el mundo 167 millones de sacos de café, de 60 kilogramos cada uno, siendo Brasil, Vietnam y Colombia, por este orden, los principales países productores de esta preciada infusión, con el 43, el 28 y el 14% del total de la producción mundial.

Está claro, ¿no? En Colombia aún se educa./ Foto JM
Está claro, ¿no? En Colombia aún se educa./ Foto JM

              Hay más de 6.000 especies de café en el planeta, aunque son dos variedades las que acaparan, prácticamente, el 100% del mercado mundial: la arábiga (dulce) el 70% y la robusta (amarga) el otro 30%.

              Nuestra guía, la desenvuelta y sonriente Julieta, decidida a conseguir que el encuentro cultural con nosotros sea una aventura, hace sonar la campana para que regresemos del cafetal y entreguemos el café recogido. Recibe los granos que cada uno aporta, sonríe, y los vierte en la tolva de un molinillo que, al giro de una manivela, despoja los granos de su piel. A partir de aquí, continúa explicándonos, empieza el proceso de lavado, fermentaciones y secado, tras el cual, según las condiciones climáticas y ambientales, además de otras mil sutilezas y detalles, precisa Julieta, se obtendrá una cosecha de café de más o menos calidad.

 

Un solo camino y dos mundos en la selva./ Foto JM
Un solo camino y dos mundos en la selva./ Foto JM

              Al final, antes de pasar a la tiende de venta de café, recuerdos y regalos, asistimos al rito de la preparación de una cafetera, que, lógicamente, degustamos. Solo el Conseguidor no quiere probarlo porque, según cuenta siempre, ya se bebió, en su juventud, todo el café que le correspondía en vida. Acertada decisión, a mi entender, pues no hay por qué obedecer a las modas y tomar café si uno no quiere y, en ningún caso, creerse, además, que con su consumo ligas más o te conviertes en un sofisticado George Clooney que siempre aparece tomando café al borde de un lago con una o dos damas de ensueño a las que parece haber conquistado con la chorrada del anuncio. No, no es necesario tomar café para vivir. Porque el café, como tantas y tantas otras cosas, ha sido encumbrado al Olimpo por el poder del dinero, que nos hace creer, con su agresiva publicidad, que casi, casi, es imprescindible para triunfar. Da la impresión, ¿verdad?, de que si no eres adicto a este aditivo producto no eres feliz. Mi padre, que vivió 93 años intensos, jamás tomó una taza de café.

Tienda de sombreros en Finlandia./ Foto JM
Tienda de sombreros en Finlandia./ Foto JM

              Dejamos la finca El Ocaso y regresamos al pueblo en otro Willys. Lógicamente, volvemos cafeinados a tope y más contentos que unas pascuas por haber asistido a una lección magistral sobre las mil sutilezas e historias que encierra un simple gramo de café. No dudo de que gran parte del mérito de nuestro estado emocional y éxito del evento le corresponde a la maga Julieta, que con sus gorjeos y voz melosa ha conseguido embaucarnos. Pero ya estamos de vuelta en Salento y ahora toca a celebrar la experiencia vivida en la finca cafetal degustando una Bandeja paisa o una lechona. Aunque lo que la mayoría preferimos es una trucha dorada gratinada, especie endémica del río Quindío y especialidad culinaria de estas tierras; acompañada, eso sí, de un crujiente patacón y ensalada abundante. El restaurante elegido para tal bacanal es El palacio de la trucha. Allá vamos.

              Memorable es la comida y más memorable es aún la tromba de agua que nos cae cuando algunos impacientes por llegar al hotel, abandonamos el restaurante pensando que solo van a caer unas gotas. ¡Pero nunca he visto caer tanta agua junta! Como si los dioses hubieran abierto las compuertas del cielo y todos los ríos y océanos del universo coincidieran desembocando en Salento.

Finlandia (Colombia)./ Foto JM
Finlandia (Colombia)./ Foto JM

              De qué van las tormentas tropicales en esta época del año lo saben muy bien los de aquí, porque somos los únicos que estamos en la calle en ese momento. Menos mal que no hace frío. Por eso aceptamos –y hasta celebramos– ¡riéndonos! la gran mojadura. Y, ya que tenemos la ropa “ablandada”, aprovechamos la ocasión para ir a la lavandería. Que llevamos ya tiempo, aventuras suficientes y caminos recorridos como para una gran colada.

              Para celebrar el acontecimiento de la lluvia nos vamos Alfonso, África y yo a la fábrica de chocolate (Olivier chocolat) a saborear una taza caliente con su correspondiente ración de pasteles. ¡Qué delicia! Luego, aprovechando el hueco de tiempo que nos deja la tarde, el Conseguidor nos anuncia que ha negociado, a buen precio, una vista a Finlandia. Y allá que nos vamos.

              Finlandia dista 20 kilómetros de Salento y en nada difiere de otros pueblos, gratamente recordados, como Leyva o Barichara. Son pueblos coloniales, que, al abrigo de la arquitectura y sabor de la época, los han convertido en parques temáticos al servicio del turismo. Llegamos justo entre dos luces. El colorido de las casas pintadas y la luz de la plaza principal nos envuelven; una postal más para nuestro álbum de recuerdos de Colombia.

              La calle del tiempo detenido es toda ella un comercio corrido donde abundan las tiendas elegantes, los restaurantes, las boutiques del café o de ropa, las sombrererías y otras más específicas con la artesanía original del lugar. Luego están esas pulperías o bazares, con tintes de almacén, franquicias y chiringos a rebosar de abalorios, que nos ofrecen lo mismo que en cualquier otra parte del mundo, con montañas enormes de “pongos” inútiles, pero que a más de uno, en un afán de “llevarse algo de recuerdo” del viaje, le sacan de un apuro.

Bosque de palma de ./ Foto JM
Bosque de palma de cera camino del volcán Machín./ Foto JM

              Estamos en lo que en Colombia denominan el eje cafetero. La estrella, por tanto, en todos estos pueblos es el café. El café presentado en todas las formas y envases imaginables. Cajitas como si en lugar de café contuviesen bombones, perfumes o misteriosos licores. Hay caramelos y toda clase de dulces de café, pasteles variados, tartas, panes o alimentos que no sólo nutren, sino que además estimulan por la dosis de café que contienen.

              Paseamos sin prisa, entramos y salimos de las tiendas, miramos y observamos, hacemos alguna foto para el álbum de recuerdos, nos tomamos un jugo con leche (zumo) y regresamos.

              Ya he contado en alguna otra crónica que una gran parte del tiempo lo pasamos dudando, averiguando, discutiendo sobre cómo trasladarnos de un lugar a otro, dónde dormir, qué visitar o dónde comer. Es nuestro ADN, y es ejercicio que practicamos a diario. ¡Ave a los que tanto esfuerzo dedican para que las cosas avancen!

              Estos días, no sé si por culpa de la humedad y el calor, nos dejamos llevar más de la cuenta por la indolencia y la holganza. Algunos estamos pensando en ir al volcán Machín, pero está “en-ca-Dios”, que alguno diría. Estudiamos el mapa, investigamos… Y al fin, el Wikipedia, el Conseguidor, el Azogue, el Impasible, la Feliz Mariposa y un servidor, seis, nos decidimos a correr la aventura.  Calculamos entre 4 y 5 horas de ida y otras tantas de vuelta por un camino de tierra, apenas trazado según muestra el mapa. Siempre en alta montaña, donde hemos de pasar un puerto, el Alto de Toche, a más de 3.400 metros de altura. Contratamos un Willys dispuesto a llevarnos. Salimos temprano. El Conseguidor se sienta al lado del chofer, don Porfirio, que, amable en el trato es, sin embargo, parco en palabras. Pone música de los años setenta. ¿Nos habrá visto la cara?

              El camino, en general, no está en mal estado, aunque se suceden los baches y las regateras. Esto provoca que el Willys pegue saltos todo el tiempo como si fuera una cabra. Atrás vamos cinco. Nos sentamos en unas banquetas forradas de escay y reviejas; muy castigadas por el uso. Alternamos ir de pie con sentarnos; cambiamos de sitio, nos retorcemos. El viaje es incómodo y se está haciendo demasiado largo… Pero es lo que hemos elegido. Yo prefiero ir de pie; me siento más libre en medio de la selva.

              Avanzamos por un mundo virgen, agreste y solitario. Las montañas se hunden buscando el fondo de la tierra o se pierden entre madejas de nubes. Los bosques no se acaban nunca, los árboles son gigantes. Los valles son tan profundos que no se alcanza a ver el final. Aquí y allá, en los claros que se abren en medio de una vegetación exuberante, descubrimos una casita con cercas y cultivos en su entorno, corrales y otros acomodos. Un trozo de tierra sembrado de maíz; señales de vida…

              La pista serpentea siempre hacia arriba; sube, se retuerce, atraviesa barrancos… Nos vemos a nadie; solo después de hora y media de marcha nos cruzamos con un campesino que, como si fuera un fantasma, aparece a la vuelta de una curva arreando unas vacas que… ¡qué casualidad!, en ese momento nos alcanza y nos pasa una furgoneta cargada de bicicletas. El campesino nos saluda con media sonrisa mientras se toca el sombrero. Le devolvemos el gesto desde lo alto del Willys. Y otra vez solos con el ronco estallido del motor que, viejo y muy castigado, ruge como un moribundo.

              No sé la distancia, porque ni siquiera aparece en Google maps esta ruta, pero después de dos horas aún seguimos subiendo, subiendo y subiendo. La humedad es intensa y la brisa muy fría. Aunque está despejado y luce el sol, la velocidad a la que vamos y el hecho de ir descubiertos, nos obliga a abrigarnos.

              Al fin llegamos el Alto de Toche. Aquí están los turistas que han transportado sus bicis en la furgoneta que vimos cuando nos cruzamos con las vacas. Su plan, nos comenta Porfirio, es descender por la misma dirección que nosotros llevamos hasta la ciudad Cajamarca, en Tolima.

              A medida que nos alejamos del paso montañoso, el paisaje pasa a ser árido y seco; muta hasta el punto de que avanzamos entre nubes de polvo, como si fuéramos molineros en plena faena. La vegetación también cambia y ahora son las palmas de cera las que conforman el paisaje. ¡Un espectáculo! ¡Impresionantes!

Antes de empezar a subir al volcán Machín./ Foto JM
Antes de empezar a subir al volcán Machín./ Foto JM

              Tras cuatro horas y media de traqueteo y polvareda, llegamos a las inmediaciones del volcán Machín. Porfirio señala hacia un punto, a la derecha, pues él cree que se sube “por ahí”; lo dice, comenta, porque ha traído ya a otras personas para hacer esta misma subida. Pero nosotros tenemos un track que señala que el inicio del sendero que queremos seguir está más adelante, unos kilómetros más lejos.

              Nos detenemos frente a una pradera, ahora verde, aunque en la estación de las lluvias es una laguna; tiene toda la pinta. Bajamos del Willys, atravesamos andando la explanada y comenzamos a subir por una senda, bastante transitada en apariencia, aunque resulta difícil por su verticalidad. La vegetación es muy densa; raíces, lianas, montones de ramas y hojas muertas, fango… Todo son obstáculos hasta llegar a la cumbre, donde las fumarolas, que expulsan hilos de humo blanquecino, acotan un entorno calcinado donde la vida de las plantas se antoja difícil. Huele intensamente a azufre. El volcán está vivo y el suelo, caliente. Nos entretenemos observando el fenómeno y recuperando el resuello, pues hemos subido muy deprisa; apenas hemos tardado una hora.

              Mientras hacemos las fotos de rigor, barajamos la posibilidad de buscar una senda alternativa para no tener que regresar por el mismo camino de subida. La idea nos tienta, aunque vemos la vegetación tan espesa que se nos antoja impenetrable e imposible. Vamos a intentarlo. Lentamente, con algún que otro arañazo avanzamos. Parece que podemos pasar. Intuimos que tiene que haber un sendero; vemos huellas… ¿No serán de animales? ¿O es la locura que engendra el deseo, la que hace que veamos lo que no existe? Avanzamos. Ahora estamos descendiendo a una hoya, algo así como a un cráter. Esto no entraba en los planes. Como tampoco entra que un cuarto de hora después el terreno nos obligue a subir. ¿Subir a dónde? ¿No estábamos ya en la cumbre?

En la cumbre del volcán Machín buscando el camino./ Foto JM
En la cumbre del volcán Machín buscando el camino./ Foto JM

              La luz se filtra a retazos y rota; escasa, aunque es mediodía y el sol está en lo más alto. Tanta belleza subyuga…  Aparecen, sobre hojas gigantes de anturios, aráceas y filodendros, trazos brillantes de intensos colores; aquí y allá se cuelan rayos quebrados por el movimiento de las copas de los árboles, pintando en los troncos, en el suelo o en los conglomerados de enredaderas, figuras y manchas con matices de arco iris. ¡Cuánta belleza! Seguimos subiendo. Esto nos mosquea. ¿Subir? ¿No estábamos ya en la cumbre del volcán?, nos martillea en el cerebro. Surgen las dudas. ¿Miedo? El sendero, que, más que existir, intuimos, tiene ahora un desnivel apreciable; nos descoloca. ¡Y la subida no acaba! Más dudas. Consultamos el mapa otra vez. “Teóricamente…”, decimos. Ay, ay, pero… ¿Y si nos hemos perdido? Tenemos experiencia, me digo. El Conseguidor va el primero. Y se le ve muy tranquilo. Yo le sigo. Estoy convencido de que la orientación que llevamos es la correcta; seguro que vamos por el buen camino. Seguimos avanzando, la cumbre está cerca, se huele.

              Llegamos a lo alto, ¡por fin!, y a nuestros pies aparece otro campo de vegetación achicharrada, más fumarolas. Junto a ellas, aparatos de medición. Sismógrafos, medidores de gases, de viento y de temperatura.

              Buscamos la senda que intuimos que existe. ¡Aquí está! Sonreímos. Sin duda, este es el camino que nos proponía Porfirio. En muchos momentos el descenso es casi vertical. La aventura es perfecta. El bosque está tan tupido que solo se ve el “agujero” por el que vamos bajando; apenas hay luz. Silencio. Solo extraños sonidos propios de la selva; el canto de las aves. “Pues en esta parte de la selva hay jaguares; lo digo en serio. Lo he leído”, nos anima en nuestra turbación, el inquieto Wikipedia. ¡Hum, qué miedo! La Feliz Mariposa vuelve la vista y solicita en voz alta que esperemos; asegura haber percibido ruidos sospechosos y movimientos de ramas a su espalda. La esperamos. ¡Joder, qué paranoia!  Bajamos, bajamos… Pero esto no acaba. ¡Estamos abajo! ¡Por fin!

Todo controlado... ¡Parece que estamos perdidos! Saliendo de la cumbre del volcán Machín./ Foto JM
Todo controlado… ¡Parece que estamos perdidos! Saliendo del volcán Machín./ Foto JM

              Hemos llegado al carril que, calculamos, está a tres o cuatro kilómetros de donde nos aguarda Porfirio. Aunque estamos dentro del tiempo previsto, imaginamos a nuestro conductor preocupado y nervioso. Lo llamamos por teléfono, pero no hay cobertura. Pues nada, a caminar a su encuentro. Pero, un campesino que pasa en una moto y se para a saludarnos, se ofrece a ir a avisarle después de explicarle el problema. ¡Perfecto! Mas tarda en volver. O sea, que la distancia es mayor de lo que pensábamos. Al fin aparece Porfirio, sonríe, le contamos la aventura, nos mira y dice no dar crédito. “Esta gente, ustedes a su edad, quién les mandará…”, seguro que piensa. Pero nosotros nos sentimos tan vivos que repetiríamos otra vez. Ahora toca celebrarlo. Nos vamos al pueblito de Toche a almorzar.

              El pueblo está junto a un río en medio de la nada, en un mundo perdido. El Mirador es una construcción muy precaria, con materiales escasos y pobres. Sus carencias se ven a la legua: puertas y ventanas endebles o paredes y techos desnivelados o abombados. Pero es el gran local multiusos del pueblo: bar-restaurante, salón de baile, centro de reuniones para el vecindario, sala de televisión…  Somos los únicos clientes. Nelly es la dueña y nos canta el menú: sopa y pollo, no hay más. Bueno, pues eso. La televisión, encendida, es, en este momento de paz absoluta, el hilo ruidoso que nos conecta con el mundo y su realidad. La presentadora, sofisticada y redicha, se afana, cual loro parlante, en hacernos partícipes de las desgracias que enumera. Pero aquí, en la selva, su pasión perturba y nos hiere. Entusiasmada y entregada al relato, no para de contar historias truculentas de sucesos diversos. Por favor, ¿puede bajarle usted el volumen?, solicitamos a Nelly. Y Nelly, muy amable, apaga la caja tonta. ¡Cómo se agradece el silencio!

              Almorzamos muy bien. La sopa de pócima, como me he acostumbrado a llamarla, contiene lentejas, distintas verduras, patata, trozos de carne, algún hueso de cerdo, cilantro, especias… ¡Hum, tiene un sabor delicioso! Y el cuenco es tan enorme que ya bastaría para comer. Pero Nelly nos trae el pollo en su salsa. Que está aún más sabroso que la sopa. ¡Pollo de corral, vive Dios! Celebramos con placer y cerveza tan sabroso yantar, pagamos (unos 6 € al cambio) más la generosa propina que damos con gusto. En Colombia, la propina aparece reflejada en la cuenta (entre un 10-15%); y, aunque no se está obligado, todo el mundo la da.

              No alargamos mucho la sobremesa, que tenemos aún cuatro horas por delante de viaje a Salento. Reemprendemos la marcha. A las afueras del pueblo adelantamos a un niño que camina ligero con la mochila escolar a la espalda. Le invitamos a subir ¡y acepta! Viaja con nosotros unos cinco kilómetros hasta donde nos dice que paremos, se baja y se pierde por una senda en el bosque. Porfirio comenta que así desaparecen con frecuencia en Colombia los niños. El comentario y la experiencia me retrae a la infancia; un buen puñado de niños y niñas, entonces, venían de las fincas cada día a la escuela unitaria de Perniculás. También entonces se hablaba de que tuviésemos cuidado, que “robaban” niños.

              Pasamos el Alto de Touche poniéndose el sol. Paramos a hacer una foto al ocaso. Ahora el camino se hunde curva tras curva. Nos quedamos sin luz. Porfirio nos pone la música que nos evoca y retrae a los años 70 (¡medio siglo hace ya!) mientras le rogamos que le dé gas a tope para poder cantarla a capela en la parte de atrás. Algunas canciones sabemos. ¡Y nos ponemos a cantar mientras el Willys desciende pista abajo dando botes como cáscara de nuez en una corriente de agua! Se me ocurre pensar… ¿Qué estarán pensando las hadas del bosque sobre estos cinco aventureros desatados? Sí, regresamos contentos, celebramos el día de aventura. ¡Todo va bien! Llegamos de noche sin más contratiempo. Mañana nos vamos de aquí.

 

(Continuará)

 

 

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