Colombia, entre la realidad y la aventura
6. Del silencio de Guane al peligro en Boyacá

El séptimo día de viaje amanece luminoso. Cantan los pájaros, mugen las vacas en los prados de al lado y en el gallinero, detrás del hostal, los gallos se yerguen pomposos y pavonean delante de las gallinas que, indiferentes, se alejan. A los lugareños, madrugadores, les vemos ir de acá para allá… Nosotros, hoy, tenemos in mente ir andando a Villanueva y de ahí bajar al pueblecito de Guane, un enclave que, por lo que hemos leído, es un reducto tranquilo de los tiempos de la conquista.

              Como la distancia se nos antoja excesiva para un solo día de camino, don Antonio nos acerca por un vial bastante intrincado a la subida a Villanueva. Comenzamos a andar bajo el sol, pero muy pronto, acosados por el bochorno y la humedad, una parte del grupo flaquea en la cuesta, y, de mutuo acuerdo, decidimos darnos la vuelta y regresar por el sendero real, otra vez, a Barichara y, desde aquí, continuar hasta Guane. Y no es mala idea, porque esa bajada disfrutamos de vistas increíbles y del viejo camino, jalonado de huellas aquilatadas por el paso del tiempo.

Camino de Guane./ Foto JM
Camino de Guane./ Foto JM

              Ya en Barichara, en una de sus plazas, nos encontramos con un mercadillo en el que se vende de todo lo vendible en el mundo, aunque también hay ungüentos locales, así como artesanía y licores autóctonos elaborados por los campesinos de la zona. Buscamos en el perfil de la roca, sobre la que el pueblo se asoma al abismo por el norte, y, siempre con nuestro GPS conectado, localizamos el sendero que nos lleve hasta Guane. Las piedras gastadas por el mucho pisar de reatas y arrieros nos cuentan historias de aquellos españoles pioneros… El Estoico, Pipicalzaslargas y un servidor metemos la directa y no paramos hasta llegar al destino. Es mediodía y ¡cómo aprieta el calor!

              Guane es tan pequeño que ni siquiera es aldea. Orientados por la torre de la iglesia llegamos a la plaza principal; una más, como las que ya hemos visto en otros enclaves de origen colonial. En el centro hay una estatua dedicada a un cura bienhechor de la localidad y un monolito levantado con argamasa y rocas del entorno, dedicado “al cacique Guanenta y sus gentes que fecundaron esta tierra con su sangre”, que está rodeado, a su vez, por un jardincillo entre parterres y árboles.

              No se ve un alma; el silencio es total. Ni una brizna de aire corre. Nada. Por los carteles que abundan (parece un pueblo turístico) localizamos el único restaurante que hay abierto y hacia él nos dirigimos, pues, aunque traemos bocadillos, nos tienta descubrir qué se come por aquí, en este rincón tan perdido. El restaurante, o lo que sea, tiene por nombre Las brisas… Pero de brisa nada de nada; más bien lo que uno siente al traspasar el umbral es la bofetada que da un horno al abrirlo. A la entrada del rudimentario chamizo, colgando de un palo, hay un panel con los platos que ofrece la carta. Aparte de la consabida cazuela de sopa o la mojarra, hay “cabrón con pepitoria, carne oreada o fresca, pierna pernil, pechuga y jugos”.

En algún lugar del camino./ Foto JM
En algún lugar del camino./ Foto JM

              Poco a poco va llegando todo el grupo. Quien más quien menos aborrajado, todos deseosos de sumergirse en un pilón de agua helada. Pero eso aquí no es posible. Almorzamos deprisa y Pipi y yo nos acercamos a una tienda en la plaza en la que luce un cartel con el rótulo de “dulces caseros”. Nos atiende una anciana, que además vende “obleas” (que en nada se parecen a las que se hacen en mi pueblo) y unos pastelitos elaborados a base de leche de cabra y azúcar. Aunque lo que me atrae son las obleas… ¡Obleas! Que es como si de pronto me hubiese colado por un agujero hasta caer en la infancia y, al fondo del fondo, estuviese mi abuela haciéndolas.

Detalle de un bosque de cañas./ Foto JM
Detalle de un bosque de cañas./ Foto JM

              Completamos la excursión y la tarde callejeando y visitando la iglesia (muy modesta y austera), para acabar en un mirador, en el que hay un bar. Unos toman un refresco y otros un helado. El horizonte se abre hacia el río Suárez sobre un manto verde de selva infinita; toda una masa forestal, inabarcable, coronada por la cordillera Central, muriendo entre nubes.

              Nos recoge don Antonio y regresamos a nuestro refugio campestre, el hostal San Rafael, en Barichara para luego subir a la plaza principal (que es vienes) y tomar en una terraza unos bocadillos gigantes de pollo y aguacate, sumamente sabrosos.

              Hay ambiente de fiesta en el pueblo, pero nosotros somos más de silencios y de recogernos pronto; así que, en varios mototaxis regresamos al albergue porque mañana tenemos un viaje largo; muy largo.

 

Tras mucho discutir en los últimos días y no teniendo claro qué o cómo hacer, valorando pros y contras, al fin renunciamos al traslado en avión a Salento a cambio de dos días enteros de viaje metidos en una furgoneta; eso sí, con la tranquilidad y la sabia conducción que don Antonio nos brinda. Son más de 700 kilómetros por montañas y valles, en un sube y baja continuo, rodeados de camiones pesados, atascos, obras, derrumbes… Eso es lo que nos espera hasta llegar al destino. Pero pensamos que es también una forma estupenda de hacernos una idea del país que estamos visitando, conocer su geografía, y, como no tenemos prisa, podremos parar a hacer fotos, mirar, quedarnos donde queramos…

              Nos levantamos temprano y cargamos los bártulos. Como estamos obligados a pasar por San Gil, alguien propone acercarnos al hotel en el que África dejó olvidadas sus zapatillas fantásticas de siete leguas. “¡Ahí van a estar…!” “¿Y por qué no?” “Puede que las hayan guardado por si, cuando se reencarne nuestra grácil mariposa, se le ocurra aparecer por aquí, revoloteando, desde el más allá y preguntando por ellas”, comentó alguien, intentando hacerse el gracioso. En estas tonterías estamos, cuando don Antonio se detiene a la puerta del hotel. África sale volando a por sus tenis y el Wikipedia, a por los calcetines. Pero vuelven enseguida, y con las manos vacías. Eso sí, sus ojos brillan satisfechos por haber hecho feliz a una limpiadora, que podrá disfrutar de calcetines y calzado español.

              Sin más dilaciones, continuamos el viaje y siempre fintando a kamikazes y curvas, avanzamos por una carretera que no tiene ni cien metros rectos, que tan pronto se encarama por encima de 3.000 metros como baja al infierno.  A veces nos hundimos, literalmente, en un cañón y después remontamos hasta viajar entre nubes. Cruzamos ríos caudalosos, faldeamos por laderas de montañas que no tienen fin, nos atascamos con el tráfico denso al atravesar por los pueblos. ¡Es nuestro viaje! Pasamos por lugares como Floridablanca, Girón, Lebrija… Precisamente en Lebrija, en un “restaurante” de carretera, nos detenemos a almorzar lo de siempre. Como hace calor, nos guarecemos bajo un techo de lona. Pero, antes de elegir una mesa, observamos el aire –a ver de dónde viene– pues hay una nata blanquecina flotando con aroma de asado y carbón que envenena a  cualquiera.

              El almuerzo está bien. Sopa en cazuela gigante y asado pantagruélico. Como siempre. Y reemprendimos la marcha con la tontuna y el sueño que la digestión nos provoca, mientras don Antonio gestiona con sapiencia la conducción del furgón.

En Puerto Boyacá, donde soñamos con encontrar un gran puerto. Al fondo el río Magdalena./ Foto JM
En Puerto Boyacá, donde pensamos que habría un gran puerto. Al fondo, el Magdalena./ Foto JM

              A media tarde abandonamos, por fin, las montañas –hemos salido de la cordillera Central– y llegamos al valle del mítico río Magdalena, donde el paisaje cambia de forma radical. Ahora la planicie se extiende infinita, mucho más lejos de donde alcanza la vista. Atravesamos praderas en las que pace ganado vacuno o extensas plantaciones con palmas de aceite. Las rectas se suceden por kilómetros. Atravesamos por zonas en las que abundan las lagunas y las tierras pantanosas. También observamos que hay pozos de petróleo…

              Llevábamos viajando todo el día y no hemos hecho ni la mitad del camino. Estamos cansados, necesitamos parar. Pero nos gustaría hacerlo junto al mítico río Magdalena y cenar esta noche en algún restaurante a su orilla. ¡Pescado fresco del lugar! Así que acordamos parar y quedarnos a dormir en Puerto Boyacá.

              Dejamos a la izquierda la nacional 45 y nos adentramos en dirección a la orilla del río por un arrabal –la de “un arrabal” es la primera impresión que tenemos de esta ciudad de 50.000 habitantes–, con la esperanza de encontrar un hotel enseguida. Aunque la tarde agoniza el bochorno no remite. Avanzamos por la carrera 5, la principal avenida de la ciudad, rodeados de un enjambre de motos que se cruzan y adelantan unas a otras como manada en estampida. Detenemos el coche junto al hotel Kariary. El edificio aparenta ser nuevo, aunque da la impresión de estar cerrado. María Dolores, Encarna y África descienden del coche, se acercan al hotel y auscultan puerta y ventanas… ¡Está abierto! Solo que la recepcionista tiene echado el cerrojo. Nos sorprende. Ponemos pie en tierra y una ola pastosa de calor nos golpea en la cara. La riada de motos pasando a nuestro lado genera un ruido infernal; la música que sale de las tiendas y locales de ocio nos atruena. ¡Qué lugar más extraño!, pensamos. Tenemos la impresión de haber ido a caer en el rincón más “auténtico” de la vieja Colombia.

El perro guardián de los pájaros en los arenales del río Magdalena./ Foto JM
El perro guardián de los pájaros en los arenales del río Magdalena./ Foto JM

              Mientras las compañeras resuelven el tema del alojamiento, los que esperamos en la calle observamos el desfile de gente y cacharros motorizados sin comprender el fenómeno. ¿A dónde irán a estas horas? ¿De dónde vienen? Decenas, cientos de motocicletas con el tubo de escape trucado, tocando el claxon o haciendo chirriar su chatarra con ruedas, se desplazan en ambos sentidos sin que el atronador ajetreo cese un momento. Dos, tres y hasta cuatro personas cabalgan sobre las endebles armaduras rodantes… Matrimonios con niño, parejas, hombres o mujeres solas a su aire… Todos pitando, acelerando, esquivándose unos a otros. Es sábado y vendrán de la playa… Esta es su fiesta, imagino. Es la forma que tienen, supongo, de huir de la angustia y miseria cotidianas. ¡Estamos en Puerto Boyacá!

              Una vez ubicados –algunos del grupo se bañan en la piscina, otros tomamos una ducha para liberarnos del pringue que el cuerpo destila sin cesar, debido a la humedad y el calor–, salimos en busca de ese restaurante soñado al lado del río. Pero ha oscurecido… Y entonces descubrimos que ya no hay tumulto; apenas quedan motos o gente en la calle. Sí continua la música a todo volumen en alguna tienda aún abierta y en los locales de ocio. Ya se sabe que el crepúsculo es breve en el trópico; en apenas en unos minutos se pasa de la luminaria del sol a la oscuridad de la noche, que, en Puerto Boyacá, me da esa impresión, tiene efecto es inmediato. ¡La gente se esconde!

              Caminamos por una de las calles en dirección al río donde, imaginamos, habrá restaurantes, alegría y luces; fiesta… Pero apenas hemos avanzado un par de manzanas cuando un grupo de mujeres mayores –cinco negras luminosas que juegan al bingo en el porche siguiendo la voz de un altavoz que les canta los números– nos preguntan, mientras ponen cara de pícaras, que a dónde vamos… Y después de explicarles, nos dicen: “Mejor no sigan ustedes por ahí, pues seguro que les atracan”.

              Es escuchar la sentencia y pararnos en seco. Charlamos con ellas un rato. Se ríen, celebran la vida. Se les nota contentas. Les preguntamos dónde cenar. No saben. Los restaurantes que conocen están ya cerrados.

              Un rudimentario artilugio electrónico les canta por un altavoz el azar de su juego… ¡Bingo! No, todavía no… Que ahora lo han detenido para seguir explicándonos… Pero parecen tener más ganas de seguir con su juego que departir con nosotros. Otra vez, entre risas y tragos de chicha, retoman su quehacer y… si el número que canta máquina coincide con el que tienen impreso el cartón… lo tachan ¡Un borrón con un lapicero!

Una foto de recuerdo, para despedirnos del río./ Foto JM
Una foto de recuerdo, para despedirnos del río./ Foto JM

              Nos damos la vuelta y en cinco minutos confirmamos lo que ya nos temíamos: que no hay en el centro de esta extraña ciudad un lugar en el que tomar una cena decente después de irse el sol. “No hay nada abierto ya”, nos confirma un señor, muy amable, cuando nos ve mirar para uno y otro lado. Improvisamos. En una cafetería, donde todo está excesivamente dulce, logramos una mezcla aceptable de bollería, empanadas y pizza que, al menos, servirá para que el estómago no se nos queje demasiado. Y nos retiramos al hotel que mañana será otro día largo; por delante tenemos una dura jornada de coche hasta llegar a Salento, en el valle del Cocora.

              Desayunamos temprano, cargamos y nos ponemos en marcha. Pero, antes de abandonar Puerto Boyacá, queremos saber si es verdad que hay esa inseguridad junto al río, sobre la que nos alertaron anoche las abuelas que jugaban al bingo. Siguiendo la misma avenida por la que nos atronó al llegar la riada de de las motos –ahora completamente desierta– llegamos a la orilla del río Magdalena y, efectivamente, no lejos de donde nos vemos obligados a girar a la izquierda, junto a unos árboles, observamos a un grupo de hombres en corro, alguno de ellos inyectándose droga. ¡Son las ocho de la mañana! También hay cuerpos tendidos, aquí y allá, en las aceras…  Sobre la arena… (el agua está un centenar de metros más lejos) algunas barcas dispersas y una bandada de pájaros negros, más grandes que los cuervos, picotean en el suelo y comparten basura con un grupo de perros.

              El ambiente no puede ser más triste. Es verdad que es domingo y temprano… Pero nada de lo que me había imaginado existe aquí. Nos hacemos las fotos de recuerdo con el río de fondo, casi perdido en el horizonte, y nos vamos. La sensación de haber estado en un lugar misterioso persiste. Comienza a llover.

              Ya en ruta otra vez, en la nacional 45, me pongo a buscar en Internet referencias sobre Puerto Boyacá. He aquí algunos porqués de la singularidad del lugar:

              El primer asentamiento data de 1957, cuando la Texas Petroleum Company, cede el terreno para construir un poblado. Es decir, todo empieza con la explotación petrolera en la zona y lo que eso conllevaba: emigración a oleadas, aventureros, buscavidas… Por esto, quizá, Puerto Boyacá ha estado siempre inmerso en experiencias violentas y vivido las vicisitudes más complejas que uno pueda imaginarse. Primero fue la guerrilla (FARC) la que sentó en la región sus reales; luego vendrían los paramilitares, los grupos de autodefensa y, finalmente, los cárteles de la droga. Entre tanto, ahí sigue la ciudad malviviendo en su particular lodazal y sin salir del asombro.

              Según leo en Wikipedia, ante la implantación de la guerrilla en los años 70 y 80 del siglo pasado en el pueblo, a la que se le atribuyeron entonces toda clase de excesos y extorsiones, además de que los boyacenses empatizan mayoritariamente con ellos, los ganaderos y terratenientes reaccionan, se unen y deciden defenderse. ¿Cómo? Financiando a grupos paramilitares.

              Así, en medio del fuego guerrillero, paramilitar y el del propio ejército, muchos campesinos y vecinos de la ciudad, que no han hecho nada, son estigmatizados como colaboradores de la guerrilla, ejecutados, torturados o desaparecidos, en una campaña de exterminio y barbarie hasta el punto de considerar a Puerto Boyacá, en la década de los noventa, como la “capital antisubversiva de Colombia”. En este contexto, como proyecto piloto “exitoso”, surgen, poco después, las Autodefensas de Puerto Boyacá, una forma de legitimar a sicarios y a autores de múltiples asesinatos. Esta nueva fórmula de defensa de los más poderosos es financiada por narcotraficantes y ganaderos, y tiene tanto éxito que termina “exportándose” a todo el país.

              La guinda, en esta ciudad ya sin ley, la ponen los Grupos de Autodefensa cuando tienen que enfrentarse al Cartel de Medellín que busca el control de la zona y del río Magdalena para seguridad de su creciente negocio de la droga. Las Autodefensas se ven abocadas a tener que combatir a los mismos que hasta ese momento les financiaban. Y surgen las fracciones, las rupturas, divisiones… que terminan por acabar con los Autodefensa, aunque, da esa impresión, en Puerto Boyacá todavía perdura la huella de la dramática experiencia.

              Huella que bien puede servir para identificar con la historia de Puerto Boyacá la historia más reciente de Colombia en la que la violencia desatada por distintos actores ha campeado durante demasiado tiempo a sus anchas, siendo la represión y la violencia el sostén del orden estatal.

              En fin, concretando: hemos pasado una noche, por azar, en el corazón del más antiguo y grande avispero, que, aunque ahora esté apaciguado, no cabe duda de que aún conserva rescoldos, costumbres y hábitos alimentados por el miedo y la represión. Los boyacenses, sin duda, deben tener todavía secuelas en su inconsciente de tiempos pretéritos. Así se comprende que la gente en cuanto desaparece el último rayo de sol se encierre en sus casas.

(Continuará)

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