Colombia, entre la realidad y la aventura
5. Barichara, el tiempo detenido y los tahúres

Hoy pensamos ir andando desde San Gil a Barichara. Son 22,5 kilómetros en coche, pero nuestra idea es hacer a pie la ruta por el camino real. Cuando estamos a punto de arrancar, una nube negra, traicionera, descarga un violento chaparrón que hace que desistamos; sin duda, una disculpa estupenda para meternos en el coche y acompañar a don Antonio, que sigue sonriendo y sorprendido por nuestro comportamiento. Iremos por carretera como hace todo el mundo…

              África, la Feliz Mariposa, siempre dispuesta y alegre, revolotea dentro del coche mientras fuera llueve a cántaros, busca y rebusca en la mochila y descubre –lo temía–  que ha olvidado sus tenis en el hotel… Ay, ay, el psicópata con el que soñaba yo anoche… ¿No habrá sido él?

              Estamos a tiempo de volver, le digo. Todavía no hemos salido de San Gil… No hay problema en dar la vuelta. Pero África acepta la pérdida sin darle importancia y otorga que no volvamos a atrás, dando por amortizadas las zapatillas color malva, con chip incorporado para marcar las calorías que gasta al día, y una voz en off, al estilo de la Siri de Google, que la reprende cuando vaguea y no camina… ¡Postureo!, me digo. ¡Cuánta tontería puede acumularse en unas zapatillas!

              Como parece no tener demasiado interés en volver –será porque está harta de que la Siri de sus tenis le riña– le hacemos caso y seguimos adelante por el laberinto tortuoso de San Gil, con sus calles estrechas y empinadas, giros imposibles, mientras nos comenta, supongo que para desahogarse, que no tiene problema –incluso le place, afirma– que sus maravillosas tenis le den una alegría a quien las encuentre.

              Pero, en el revoloteo y perturbación que este hecho provoca, Alfonso, nuestro entrañable y querido Wikipedia –compañero de África, en este viaje, de habitación– repasa mentalmente sus actos matinales y recuerda ¡y nos confiesa! que él, también, ha olvidado no sé cuántos pares de calcetines… ¡Por unos calcetines sí que no damos la vuelta!, le decimos. ¡Pero coño!, ¿qué sucedió anoche?

              Salimos de San Gil y tomamos la carretera local 7A que curvea siempre hacia arriba. Mientras nos alejamos entre nubes de la extraña población, pensamos en lo agradable que es subir en coche y no penando por senderos impracticables… La verdad es que, según gatea la Benz, nos sentimos aliviados. ¡A santo de qué esa obligación de ir andando a Barichara!

Puede más el deseo de aventura que la lluvia./Foto JM
Pueden más el deseo de caminar y la aventura que la lluvia./ Foto JM

               Mas sale el sol y el cielo se despeja. La lluvia cesa e igual que vino se va. Desaparecen, prácticamente, las nubes y emerge un cielo azul. El Conseguidor le pide a don Antonio que pare; aun caen algunas gotas ¿Quién se viene a pie?, pregunta. Quien más, quien menos, parecemos reacios…  Pero el deseo de tener una aventura puede más que el confort que ofrece un simple coche. Nos bajamos todos, desplegamos los paraguas, sacamos las mochilas, nos pertrechamos bien, y nos echamos al camino. Le hemos quitado unos kilómetros a la ruta, pero, aun así, nos quedan veinte.

              Enseguida la experiencia se nos antoja gozosa; recuperamos las ganas de andar. Sonreímos. La senda es empinada pero fácil; nos gusta. La vegetación, bañada por la lluvia, reluce bajo el sol dibujando extraños rayos y colores… La luz se descompone en un arcoíris. El camino está gastado, tiene siglos. Siguiendo su curso descubrimos cafetales, campos de piñas, bosques de pinos, plataneras, olivos, mandarinos… Todo un mundo rural, verde y frondoso, en un subir constante que, a ratos, se nos antoja fatigoso, pues el grado de humedad es alto y otra vez aprieta el sol. Tras cuatro horas de marcha, resolver no pocas dudas en los cruces de senderos y soportar algún que otro chubasco que nos alivia del sofoco, llegamos a las cercanías de Barichara.

Campo de piñas camino de Barichara./ Foto JM
Campo de piñas, camino de Barichara./ Foto JM

              Ahí está el pueblo recostado en una ladera, buscando la cumbre de la colina. Por la forma de sus casas y tejados, podría ser cualquier pueblo de España.

              No hemos alcanzado aún el primer arrabal y aparece ante nosotros un cartel que indica que, a la derecha, hay un hostal. Hostal San Rafael. Una especie de refugio en un prado ajardinado. Preguntamos por los precios y llegamos a un acuerdo; pasaremos dos noches aquí. No es lujoso, pero nos resulta suficiente; reúne lo que siempre deseamos: una cama limpia y un baño con ducha accesible; y, si está en la habitación, mejor. Nos repartimos como siempre, sin problemas, y salimos a la busca de un restaurante, donde darle gusto al cuerpo después de tan largo marchar.

              Para llegar al centro del pueblo tenemos que subir una gran cuesta. Es mediodía y hace calor. Almorzamos en el restaurante El balcón de mi pueblo, en un jardín tranquilo situado en la parte de atrás. En el menú: sopas variadas, distintos tipos de carne, trucha, mojarra, ceviche… Y esas recetas locales o específicas de la provincia de Santander, como el sancocho, la carne oreada, el mute, caldo de huevo, arepa amarilla, masato, guarapo, aguapanela, tamal y las exóticas hormigas culonas… Tras la sobremesa salimos a la calle, hacemos una pequeña compra en un supermercado y nos retiramos a descansar. Hay quien toma un mototaxi para bajar al hostal, que es un transporte barato y, a primera vista, exótico, con capacidad para cuatro personas; ideal en un pueblo de montaña como este, donde las pendientes se suceden de colina a colina, por las que no resulta fácil caminar.

Un vigilante en el camino./ Foto JM
Un vigilante en el camino./ Foto JM

              Barichara es muy turístico; ronda los 8.000 habitantes. Pero, como ahora es temporada baja, hay poca gente y resulta muy agradable pasear por sus calles. Me recuerda a Villa de Leyva, cómo no. Son lugares anclados en el tiempo, con un callejero semejante, arquitectura colonial e inevitables reminiscencias alusivas a cuando los españoles anduvieron por aquí.

              En la plaza principal, en una de sus esquinas, se encuentra El Aljibe, una librería entrañable y singular. Nada más traspasar el umbral, la vista te pone ante un cuadro desbordado de matices y armonía, provocando al resto de los sentidos. ¡Cuánto libro! El local es extrañamente alto y espacioso, y las estanterías, repletas de volúmenes, llegan hasta el techo. Se respira paz. También se puede tomar café o, si se desea, sentarse tranquilamente a leer. O ascender por una escalera a la vista que conduce a una renacentista galería ubicada en la fachada de la plaza. La galería está tallada en madera. Subes, te asomas y te dejas llevar… Y… Quizá, si te lo propones, puedas tener una visión. Porque si uno se recuesta en el alféizar de esa balconada antigua… Ay, sí, sí… Puede que la imaginación se agite tanto que por el oído te lleguen relinchos de caballos o el repiqueteo de sus cascos en el empedrado; historias de conquistadores y monjes extraños, de pusilánimes caballeros expulsados de la Corte o de buscadores de fortuna. Aunque lo inmediato, lo real, es ese paisaje de arboleda y fuente, bancos para sentarse y la mucha vida que la plaza tiene todo el día.

La vaca nos saluda./ Foto JM
El saludo de una vaca./ Foto JM

              No, no van a volver aquellos tiempos de caballeros andantes con lanza en ristre. Ahora, en este instante en el que llega el crepúsculo, las luces led lo colonizan todo. Los coches aparcados o esos que circulan impiden cualquier posibilidad de echarle imaginación a la experiencia. Enfrente de la librería, al otro lado de la plaza, una hilera ordenada de mototaxis aguarda.

              Coincidiendo con el cierre del día, decidimos retirarnos al albergue pues mañana tenemos previsto explorar una ruta que, pensamos, va a ser muy interesante. Y hay que descansar.

              En el albergue se está bien; rodeados de naturaleza apuramos las últimas horas del día mientras cada uno o en grupo prepara su cena. Pero, como es demasiado pronto aún para atender a los ruegos de Morfeo, el grupo de tahúres, una noche más, decide jugar a las cartas. Si en el viaje a Sudáfrica me apunté a tal ejercicio, en éste, como no me atraen demasiado los naipes, y, además, en esta ocasión no soy necesario para formar equipo, me desentiendo del juego. Pero ellas y ellos no. Los miembros del Club de los Tahúres son más constantes y entusiastas del juego que lo son los almonteños de la Virgen del Rocío. De los componentes de este club admiro su disponibilidad en todo momento a practicar lo que les gusta y su tesón; ese empeño que ponen cada noche, estén donde estén, en cultivar el ocio y practicar el sortilegio. Siempre que haya un tiempo de espera por medio, ya sea en un aeropuerto, en una estación de autobuses, en un bar, allí estarán nuestros queridos tahúres dispuestos a buscar un rincón con una mesa para encerrarse en la burbuja de su invento.  Ellas y ellos, los cinco que habitualmente juegan en este viaje, pueden enfrascarse cada día en su sano vicio, a cualquier hora, aunque, como el resto, estén también cansados de las marchas que hacemos caminando. Siempre se les ve dispuestos y disponibles a pasar un buen rato deshojando el azar y el misterio de las cartas. Ellos y ellas son: Antonio, el Conseguidor; Adolfo, el Impasible, África, la Feliz Mariposa, Encarna, la Crupier Alegre y María Dolores, la Riñona a quien propuse cambiarle el nombre porque en todo el viaje no nos ha reñido ni una vez, además de haber sido ella, principalmente, la que, con dedicación y entrega, nos ha guiado en Colombia y resuelto los inconvenientes y problemas de intendencia que iban surgiendo. Pero, consultado el Consejo de Ancianos Sabios (CAS o cascarrabias, según se mire) de esta noble cofradía, sobre la posibilidad de cambiarle el apodo por otro más dulce, el CAS opinó, mayoritariamente, y aconsejó a este fedatario que, “por una sola vez que se porte bien”, así dijeron, no cabe cambiar de criterio, pues conociéndola tan bien como la conocen (repiten) habrá que esperar al menos “otra docena de viajes” para “confirmar” el cambio de talante que, en Colombia, ha experimentado nuestra querida MD. Porque cierto es –así lo ha constatado este relator de los hechos– que su comportamiento ha sido excelso, generoso, impecable… Todos los halagos son pocos. Por eso es mi deseo que conste en acta, que, en esta ocasión, un servidor disiente abiertamente de la opinión de los carcas del CAS o cascarrabias. Quede constancia, pues, de ello en esta página, al tiempo que aprovecho para recalcar que durante las tres semanas largas que hemos compartido tiempo y viaje con ella nunca le ha reñido a nadie; al contrario, nos ha cuidado como a sus propios hijos. Queda dicho.

Puerta en armonía con los recursos./ Foto JM
Puerta en armonía con los recursos./ Foto JM

              Pero a lo que iba, os estaba comentando que Los del vicio, no desaprovechan ocasión para poner en práctica su sapiencia y artimañas de tahúres. Prefieren enfrascarse en la marabunta de los naipes que manejan, al tiempo que celebran sus triunfos mientras se ríen, con gran alboroto, de los fracasos ajenos. ¡Menudos son! Pero se llevan bien y no se hacen trampas… O eso dicen. Y, para el resto, su entrega a tan sano vicio, nos supone una liberación porque así podemos dedicarnos a lo que más nos plazca. El Wikipedia, a estudiar todo lo que es susceptible de ser estudiado y a aprendérselo para comunicárnoslo luego, cuando proceda o en alguna larga discusión, muy habituales entre nosotros. El Azogue, a practicar lo que le gusta por encima de cualquier otra cosa en esta vida: hablar con su amada, santa y adorada Blancaflor (nombre supuesto) a la que sigue en la distancia, minuto a minuto, por tierra mar y aire, estén ella o él donde estén, aunque sea en las antípodas; incluso seguiría siguiéndola –con más razón, aún, me explicaría– si ella estuviese en un viaje interestelar camino de Marte. A el Estoico le vienen bien estos asuetos para sumergirse en sus meditaciones, quedarse en ellas quieto y estancado como el agua en una esponja, en permanente equilibro, como si nada mutase. Pipi Calzaslargas se enreda en sus lecturas o haciendo viajes mentales por inalcanzables montañas, a las que tanto ama. Finalmente, un servidor aprovecha ese tiempo para tomar y ordenar notas, desarrollar un párrafo o alimentar con algún episodio del viaje, real o inventado, las redes sociales, además de que, de vez en cuando, suelo acercarme a ver cómo les va en a los tahúres en sus pasiones y enredos.

              Y por hoy es todo. Mañana más, caminantes.

(Continuará)

 

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