Colombia, entre la realidad y la aventura
1. Una foto fija con ‘leggins’

Como diría Mafalda, detrás del miedo está el mundo. De modo que si queremos descubrir las maravillas que guarda, no nos queda más remedio que superar ese miedo, salir de la zona de confort y emprender el viaje. Un viaje que en esta ocasión nos lleva a Colombia con nuestros sueños, mochila en ristre y la reserva para un par de noches en Casa Candilejas, un hotelito modesto situado en La Candelaria, el barrio fundacional, en 1538, de la ciudad de Bogotá.

            Para llegar al aeropuerto de Madrid sin agobios, y no tener que andar preocupados por el vuelo (13,35 horas), cogemos el primer tren del día que sale de Sevilla a las 5,43 de la mañana. Refiero este hecho porque, cuando se han cumplido años, hay que estar muy convencido de hacer un viaje así, echarse a la espalda una mochila y otra más pequeña por delante, salir a la calle y ponerse en camino rumbo a lo desconocido.

       Mas, contrariamente a lo que pudiera pensarse, la experiencia de caminar a horas tan intempestivas es una inyección de energía. Uno camina ligero, feliz, emocionado por poder hacer tales cosas.

            Pienso en la suerte que tengo… La vida, me digo, es esa senda por la que uno transita y en el que no han de faltar emociones; sí, vivir es la aventura cotidiana que aceptamos con gusto y gozamos. Luego basta con comprender que todas las experiencias que el viaje depare no son más que eso… ¡El latido de vivir!

            La ciudad se despereza desierta; silenciosa. Callejeo por Ave María, Azafrán, Leoncillos, Diego de Merlo y Doña Berenguela… Todavía no me he cruzado con nadie, pero al llegar a Puerta Osario, Sevilla se expande quebrando el silencio, como el día que se anuncia por el este. Pasan varios coches por María Auxiliadora… Los primeros autobuses se adentran ya hacia el centro; me cruzo con algunos viandantes que, enredados en sus sueños, me miran sorprendidos. Yo, en cambio, sonrío; no siento el peso que llevo. Camino ligero asido a ese hilo invisible que me llevará al Nuevo Mundo, al otro lado del Atlántico. Los 24 días que pasearemos en Colombia no serán cualquier cosa. ¡Otro regalo que la vida me hace!

            En la estación de Santa Justa nos reunimos seis de los diez que conformamos el grupo. Alfonso, Pepe, África, Antonio, Encarna y yo. Antonio Berenguer y Eva se unirán a nosotros en Córdoba. Y por Madrid andan ya María Dolores y Adolfo, con los que nos encontraremos en el mostrador de facturación.

            El reencuentro siempre es alegre; algunos llevamos sin vernos desde que anduvimos el año pasado por Sudáfrica, pero no importa; es como si nos hubiéramos reunido poco antes. Llegamos cargados de energía, expectantes… Se nota que estamos a punto de emprender otro gran viaje. Bromeamos.

            Antes de volar, los prolegómenos son siempre prolijos; sabemos que nos ocuparán varias horas. Desde que parte el tren de Sevilla, hasta que uno se ubica en el asiento del avión en Madrid, es como participar en una yincana. Cambio de andenes y trenes; escaleras, pasillos que no acaban nunca, colas, tiempo de espera… Preguntas, dudas, interrogantes; siempre hay cuestiones que resolver. Luego están los exhaustivos controles para acceder a la zona de embarque… Pero, insisto, aceptamos cualquier contratiempo como algo necesario y normal. Disfrutamos de estas peripecias también, pues forman parte, ya, del viaje. No somos de los que se incomodan o se quejan. Como viajeros, sabemos que una actitud negativa intoxica la aventura; y solo servirá para tener más problemas. Viajar es un placer. Y nosotros tenemos claro que todo lo que ocurra a partir de este momento forma parte del viaje. ¡Reímos!

            La primera foto fija de un vuelo a otro continente es la que muestra la sala de embarque. Aquí se contextualiza, en cierto modo, la aventura que uno va a emprender. El viajero, observador, empeza a familiarizase con el país que va a visitar mirando al paisanaje que tiene delante mientras deja volar la imaginación y especula sobre quiénes son sus compañeros de vuelo. Obviamente, no es lo mismo viajar a Sudáfrica que hacerlo a Colombia. Nada que ver aquellos negros gigantes, embutidos en trajes de paños relucientes, o aquellas matronas de atuendos coloridos, vaporosos y holgados, con los cuerpos achaparrados y rechonchos de muchas de las féminas colombianas con las que compartiremos el vuelo trasatlántico, que, además, maravillan cuando a su esqueleto escapista, abundante de carnes y rodrigones, lo encierran en los leggings, por los que parecen sentir verdadera pasión¿En su afán de resaltar la figura, tal vez? Misterio.

            Pero también es verdad que estas desinhibidas latinas se distinguen de las sudafricanas por tener un rostro más dulce, luminoso y alegre, una mirada cálida y, sobre todo, por esa voz suave y líquida que destila, con tanta armonía y encanto, el español que practican. Unas palabras que llegan al oído como pompas de espuma, tan acariciadoras como un roce de labios en el juego de los besos.

            Mientras miro, escucho y observo a mi alrededor, intuyo y me digo que estas jóvenes féminas –la gran mayoría de ellas solas; algunas con niños– emprenden este viaje, seguramente, con el deseo y el orgullo de mostrarle a los suyos lo que han conseguido en España.

            Efectivamente, el azar ha querido que lo que fue una intuición en la sala de embarque lo corroboren los hechos en el avión. A mi lado se sienta Teresa, una mujer que ya ha superado los cuarenta, natural de la región cafetera de Manizales, y que, gracias a sus ganas de hablar y mucho desparpajo, me desgrana su vida a lo largo del vuelo.

            Durante las diez horas largas de avión, casi no paramos de conversar. Me cuenta que no era feliz con el hombre con el que compartía su vida. “No paraba de engañarme con otras”, resume. Ambos tenían una buena posición; ella, administrativa en una empresa y él, ingeniero en el ayuntamiento. Tienen dos hijos en común, casa propia, coche…. “Pero yo no era feliz. Me sentía vacía”, rememora esta colombiana que de nada conozco, pero que con su bonhomía hace que la sienta cercana, como de la familia.

            Un día, continua con su relato, toma la determinación de dejarlo todo y venirse a Europa. Pero, consciente de la trascendencia del hecho, decide esperar cinco años, justo lo que ella calcula que sus hijos tardarán en concluir los estudios superiores y poder ser autónomos económicamente. Cuando llega, al fin, ese día, los reúne, les cuenta sus planes, y saca un billete de avión a París. “Francia, París… ¡Mi sueño!”, dice sonriendo. “Un viaje sin billete de vuelta”, precisa. Pero, en París, lo que imaginaba una luna de miel se torna enseguida en un carrusel de amarguras. Incomprensión, desprecio, ninguna empatía por parte del pueblo francés. No entiende qué ocurre ni comprende a los parisinos. Percibe enseguida el chovinismo de los galos, que, asegura, no aguanta. Y lo más importante: intuye que le va a ser difícil encontrar un trabajo. Cuando se harta de llorar –no ha pasado ni una semana siquiera– se pone a contactar con los conocidos que tiene en España. Hay quien la escucha, pero no le hace caso; otros ni siquiera la tienen en cuenta; va de decepción en decepción. Hasta que Julia, de la que solo tiene referencias de oídas, le propone venirse a Jerez de la Frontera y, mientras busca trabajo, le ofrece compartir su habitación con ella. “Para cuidar a personas mayores creo que no vas a tener problemas”, la anima. Teresa recala en Jerez, donde vive actualmente y desde donde hace este viaje para compartir vacaciones, morriña y recuerdos con sus hijos y nieto.

            Teresa lleva en España ocho años, continúa contándome. Años difíciles, en los que se mezclan momentos de gozo y amarguras; interminables aventuras sobre las que no me escatima detalles. Todo muy distinto de lo que un día imaginó.

            Pero no es el momento de contároslo aquí; sería añadirle un rodeo, excesivamente largo, a mi crónica del viaje a Colombia, prolija ya de por sí. Y el objeto no es otro que nuestro viaje al país caribeño. No obstante, cabe decir que la lección de vida de Teresa y su franqueza, merecen, sin duda, un epílogo.

            Teresa trabaja en un restaurante, tiene un amor andaluz y asegura que le ha perdido el miedo a la vida. “Sé lo que quiero y no acepto imposiciones de nadie. Me siento libre y feliz. Libre sobre todo… Y no me arrepiento de la decisión que tomé. En Colombia vivía como muerta, sin ganas; tenía que cambiar, hacer algo”, concluye.

            Miro por la ventanilla, a mi izquierda, y observo que volamos ya sobre tierra firme; el mar… el perfil zigzagueante de la costa refulge a lo lejos. Hacia el interior, cumbres nevadas y manchas de un intenso verde oscuro que, imagino, son la superficie arbórea de la selva. Por delante, unos minutos más de vuelo y… ¡Bogotá!

                                                                                                                             (Continuará)

 

Vista general de Bogota desde el monasterio de Montserrate./ Foto JM
Vista general de Bogotá desde el monasterio de Monserrate./ Foto JM

 

5 comentarios Añade el tuyo
  1. Joaquín, me gustan tus relatos viajeros, cierto que cada viaje es una aventura maravillosa ,
    Gracias por publicarlos

  2. En 2015 estuve en Colombia.Y en Quibdó ,el 93 por ciento es población negra, ví a los negros y negras más grandes, que nunca había visto

  3. Gracias viajero impenitente y feliz. Gracias por «el latido de vivir», por la historia de Teresa… Cada texto nuevo es un latido que se acompasa a los de tus lectores. Seguiré con atención el relato de vuestro viaje. ¡¡Qué buena compañía!!

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