En un día de invierno

Llovía a cántaros. Mi padre me había llevado con él para que le hiciese caraba mientras cuidaba las vacas. Entonces no había alambradas por todas partes como ahora; solo los terratenientes podían permitirse cerrar sus fincas con tapias de piedra.
Llovía a cántaros. La tarde moría y nosotros estábamos en el valle que hay al lado de la estación arrimados a un roble. Yo tiritaba de frío, casi empapado ya.
Tampoco había entonces impermeables ni nada que se le pareciese. Solo con prendas de lana podía uno aislarse del frío aunque no de la lluvia. De modo que la chaqueta de pana que me cubría la camisa de franela, y la manta que nos cubría a los dos, no eran suficientes para mantenernos secos. El agua empapaba la manta, el pelo, me resbalaba por el rostro, mojaba la chaqueta, bajaba por el pantalón corto (también de pana) y se deslizaba por mis muslos de niño –no tendría más de seis o siete años entonces– hasta los calcetines por los que penetraba en las botas de goma donde se almacenaba en el fondo, formando dos charcos.
Mi padre decidió de improviso dejar el amparo del roble; aquel no era el lugar adecuado para guarecerse de la lluvia. Nos pusimos en marcha. Los pies, al caminar –chafp, chafp, chafp–, marchaban quejosos emitiendo extraños sonidos.
Ahora iba detrás de mi padre agarrado a la manta y, a ratos, también a su mano de hierro. Le seguía con dificultad, tortoleando y cayéndome, volando sobre maleza que él aplastaba con sus pies de gigante; trotaba tras él escuchando la música que el chapoteo de los pies con el agua y los calcetines mojados emitía desde el fondo de las botas; era un sonido de frío y de tristeza. Una melodía que, cuando se tienen los pies ateridos, te hiere hasta el punto de quitarte las ganas de vivir. O eso es lo que yo sentí aquel día.
Llovía a cántaros.
Mi padre decidió que podíamos refugiarnos en la estación de tren de Villares aún a costa de que las vacas se escapasen. Y allá que nos fuimos. Llegamos y empujamos la puerta…
Todavía hoy recuerdo, con absoluta nitidez, más de medio siglo después, aquella sensación de confort y de alivio que experimenté al entrar en la Sala de Espera. Ardía la estufa. Crepitaban los troncos. Una nube rojiza de vaho y calor envolvió todo mi cuerpo enseguida y puso como ascuas mis ojos.
El jefe de estación, el guarda agujas (de los que no recuerdo ni el rostro ni el nombre) y quizás, también, algunos viajeros, aunque tampoco podría decir cuántos eran, sonrieron al verme y me agasajaron con palabras de ánimo, ternura y alguna carantoña revolviéndome el pelo. “Vaya el chaval… ¡Parece un patito saliendo de la charca!” “Acércate, niño; acércate a la estufa…Verás que calor da.” “¿Qué, tienes frío?” “El rapaz está empapado!”, oí que decían varias voces a la vez mientras yo tiritaba encogido, pegándome al fuego.
Mi padre se deshizo de la manta, entre tanto. La colgó en un perchero y protestó por el tiempo (“¡cabrón!”) que hacía. Él también se acercó a la estufa y extendió sobre ella las manos… Dos manos grandes, sarmentosas, que me parecieron las manos más poderosas del mundo.
Alguien empujó la puerta con prisas. Dos cazadores azorados, penetraron quejosos, despotricando contra el día de perros que hacía, contra el viento y la lluvia. Traían la escopeta en bandolera, la canana ceñida, el morral de la merienda por delante… Saludaron y se sacudieron el agua del cuerpo como esos animales que, al raso, aguantan estoicamente el chaparrón, hasta que, de pronto, un escalofrío les recorre por dentro e inician un temblor que les sacude como un terremoto desde el belfo hasta el rabo.
Los cazadores saludaron amistosos y pidieron periódicos.
El jefe de estación les trajo varios ejemplares del semanario taurino “Dígame”, creo recordar (o tal vez me lo estoy inventando); ejemplares del “Ya” también… Y ellos comenzaron a deshacerse de su indumentaria de hombres cazadores hasta quedarse en camisa.
Tomaron entones las hojas taurinas y, una por una, fueron colocándoselas, engurruminadas, por el pecho y la espalda hasta acabar envueltos en ellas como dos monigotes ¿o eran tres? Y así los recuerdo: como unos estrafalarios arlequines parecidos a esos tirinenes que anuncian los neumáticos Michelín.
Y no me acuerdo de más; supongo que poco después llegó el tren. Llovía a cántaros.

3 comentarios Añade el tuyo
  1. Maravilloso tu relato.Es verdad que la antigua niñez deja huella de tantas cosas que pasamos,pero nos enriqueció para apreciar lo que hoy tenemos y que no nos damos cuenta del valor que tiene.

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