Del bosque encantado al pico del Aljibe

Habitualmente atrapados en el ruido, en la selva del asfalto y en la contaminación, resulta difícil imaginarse otras formas de vida. Quiénes apreciamos la naturaleza y entendemos que formamos parte de ella nos organizamos para ir de vez en cuando a su encuentro.
El sábado fue uno de esos días que, al adentrarnos en el bosque, nos sentimos especialmente contentos. Fuertes. Felices. Tan emocionados estábamos, que, al principio, nada más comenzar a avanzar por la maraña de espesura subtropical (sí, subtropical), nuestro nivel de endorfinas se disparó y algunos comenzaron a cantar… Cantaron tanto, incluso, que los mirlos y jilgueros que revoleteaban por allí les hacían coro.

En el bosque encantado (P N De los Alcornocales)./ Foto Joaquín Mayordomo.
En el bosque encantado (P N De los Alcornocales)./ Foto Joaquín Mayordomo.

Se había decidido ir a ver los rododendros florecidos del Parque Natural de los Alcornocales. Hacía varias semanas que en el club se debatía sobre este tema, sin llegar a un acuerdo concreto ni precisar la fecha en la que estos arbustos florecen. Pero… ¡Cómo nos recibieron! Avisados de nuestra llegada por los duendes, los rododendros lucieron para nosotros.

Rododendros en flor./ Foto J.M.
Rododendros en flor./ Foto J.M.

Nada más empezar la marcha hacia la cumbre del pico del Aljibe (1.091 metros) nos envolvió una eclosión de colores. Estábamos trepando por uno de los bosques más hermosos y antiguos de Europa, una de las áreas de arbolado más extensas de España; 267.767 hectáreas repartidas entre 17 municipios de las provincias de Cádiz y Málaga. Alcornoques gigantescos con formas increíbles. Quejigos y laurel; alisos y avellanos, acebo… Líquenes, helechos, musgo. Bejucos y lianas en una laurisilva que asombra si se piensa que está al borde del mar Mediterráneo. Todo se mezclaba en un calidoscopio de figuras y luz, configurando extrañas formas en un juego de espejos que, heridos por los rayos de sol que de tanto en tanto dejaban ver las nubes, nos deslumbraban. Y siempre ese paisaje alrededor, brumoso, envuelto en un manto espeso de verde.

En el refugio del druída, atendiendo explicaciones./ Foto J.M.
En el refugio del druída, atendiendo explicaciones./ Foto J.M.

Caminar por un bosque milenario genera sensaciones encontradas; extrañas. La imaginación se nos desborda, y uno empieza a ver en los huecos de los árboles, en los pliegues de las rocas, en las cuevas, huellas de seres misteriosos y a pensar en leyendas que no fueron escritas; por todas partes parecen asomarse, entre la tupida maleza y los troncos extraños, individuos que nos hablan.
A veces, detrás de unas retamas o entre un grupo de espinos, en la cavidad profunda de un regato, entre los zarzales… se mueve una figura misteriosa que huye dejando un reguero de olor indescriptible y un ruido sordo, como un trueno. Podría haber sido un gnomo, un elfo… o vete tú a saber. Hay quien asegura haber visto hadas, también, por aquí. En cualquier caso, adentrarse en el entorno de La Sauceda por sus bosques es disponerse a vivir el dulce sobresalto que provoca el encuentro literario con seres imaginarios.
Subíamos despacio, ¿quién no se detiene a contemplar de vez en cuando un paisaje tan idílico? Aquí el rododendro a reventar de flores púrpura; allá, la aliaga vestida de amarillo, luciendo sus mejores galas. En otro rincón, los lirios; orquídeas por todas partes, las jaras florecidas con esa flor blanca, blanca; margaritas… Huíamos del sendero, como es lo habitual en este grupo, para penetrar en la montaña más si cabe, más profundamente; siempre improvisando. De ahí que cada paso sea siempre una aventura.

Alcornoque jugando a ladearse./ Foto J.M.
Alcornoque jugando a ladearse./ Foto J.M.

La troupe, 26 en total, marchaba distendida; celebrando cada encuentro con ese libro gordo de la vida que es la Naturaleza. Hasta que, llegados al puerto del Roble y celebrada “la ceremonia de la fruta”, un par de efectivos nos dejaron. Un poco más arriba, en el collado, el grupo se detuvo nuevamente a parlamentar y, ahora sí, se escindió… igual que ocurre habitualmente: unos enfilaron hacia la cumbre de El Aljibe, a la derecha, y la mayoría decidió bajar de frente por un sendero agreste, serpenteante, a ver una recóndita cascada en el río del Montero. Si la bajada fue sencilla (es un decir), remontar para llegar a la cumbre del pico fue tan bello como heroico y fatigoso. ¿Mas que importa el camino cuando el viajero va feliz, flotando en una nube de silencio, avanzando a través de un vergel, en un bosque de ensueño? El último tramo de subida –una vez hecha la parada del almuerzo con su siesta correspondiente– duró escasamente una hora pero sirvió para ponerle la guinda al día. ¡Y la guinda fue picante, ya lo creo! Porque romper campo a través hacia la cumbre conllevó pelearse ¡y mucho! con la foresta impenetrable. Así que los osados montañeros tuvieron que negociar con las carrascas y el enebro, las rocas y el lentisco enmarañado, el falso suelo sembrado de agujeros y de trampas… Y también con pequeños incidentes –lógico–; leves percances que ralentizaron la marcha en algún tramo, donde el paisaje resultó ser más agreste.

Trepa que te trepa./ Foto J.M.
Trepa que trepa./ Foto J.M.

En la cumbre del Aljibe nos reagrupamos otra vez -no con el grupo que había subido primero- e hicimos algunas fotos. Unos cuantos decidieron descender por el camino más corto, el sendero que baja hasta el lugar desde el que habíamos partido, en la carretera CA-3331. Otros –los que siempre están dispuestos a beberse hasta la última gota de placer que se destila en la montaña– acordaron dar un pequeño rodeo y acercarse a ver la laguna del Moral.
El día no daba para más. En el regreso hasta los coches el sol, a nuestra espalda, nos pintaba en alargadas siluetas sobre los troncos desnudos de los alcornoques. El espectáculo de luz y color que habíamos vivido durante todo el día se acrecentaba ahora más, a cada instante, con esa luz lechosa, cenicienta, que vierte el atardecer. Los rododendros, motivo principal de nuestra cita montañera esta jornada, seguían engalanados haciéndonos los honores… –“El Rhododendron ponticum baeticum, un arbusto que puede alcanzar hasta siete metros de altura, está en clara regresión en sus hábitats naturales de las sierras de Monchique (Portugal) y Los Alcornocales (Cádiz y Málaga)”, escribía en El País, Tereixa Constenla, en marzo de 2007, cuando la sequía parecía dispuesta a acabar con esta planta–. Menos mal que no se ha cumplido el augurio; desde aquí puedo dar fe que estos arbusto gozan todavía de muy buena salud.

Al atardecer, el juego de las sombras./ Foto J.M.
Al atardecer, el juego de las sombras./ Foto J.M.

En el reencuentro del anecdotario del día, celebrado en el punto de partida, a nuestro regreso, se da el parte de guerra: un inoportuno pinchazo en la vena de una pierna que provoca un escandaloso río de sangre; una torcedura, una muñeca que se apoya por error y ha de ser vendada… Cientos de arañazos y algunas uñas rotas conforman la lista de incidencias. Todo normal y en orden. No se puede pretender subir a la gloria y salir indemne.

Verde que te quiero verde. En el camino de regreso. / Foto J.M.
Verde, así se hace el camino. / Foto J.M.
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