Marx, Engels, el móvil y el futuro

Anoche fui al cine a ver la película El joven Karl Marx. Cuatro personas en la sala (dos parejas). A la salida, pensando en lo que había visto y escuchado, mis ojos chocaron frontalmente con la fiesta de la realidad de la noche. La panorámica que ofrecían las terrazas, a rebosar de gente celebrando la vida, allí, a la salida de los cines Alameda (Sevilla), me impactó. Aquello parecía ser… Era, sí, ¡la vida! ¡El mundo parecía tan feliz!
Salía de ver la explotación y el dolor en las fábricas en los albores de la revolución industrial; de ver a un Karl Marx exprimiendo, literalmente, su cerebro para encontrar soluciones de justicia; intentando hallar una fórmula que posibilitase corregir la explotación de unos seres humanos por otros y…
Hoy, ya ven, de todos aquellos esfuerzo, luchas y revoluciones, apenas quedan noticias; cabos sueltos, páginas de su memoria en la historia.
Sin embargo, ¡qué paradoja! todavía hoy, como entonces –el pasado día 21 de febrero se cumplió el 170 aniversario de la publicación del Manifiesto Comunista– miles de mujeres y hombres hablan de explotación y de abusos en la relación entre empleador y empleado; de la degradación laboral, de la pérdida de derechos…
Se habla de que estamos volviendo a una esclavitud solapada bajo el envoltorio del consumo, difuminada por la manipulación emocional que el poder económico y mediático impone al utilizar, de forma abusiva y totalitaria, ese falso dios que es el totem de la publicidad. Publicidad y consumo, consumo y publicidad; he aquí la fórmula mágica, perversa y perfecta, que el Poder ha encontrado para adormecer a la gente.
¿Qué fue de aquellas propuestas de cambio? Siendo generosos, yo diría que no importa ya tanto qué pasó entonces, en aquellos años 30, 40, 50… del siglo XIX, con el caldero hirviendo, rebosante de ideas; ideas que, a la postre, parece que no van a servir para librarnos del abismo al que nos abocamos otra vez.
Tampoco parece que interese demasiado detenerse a pensar en el recorrido que la humanidad ha hecho desde entonces; ni siquiera importa dónde estamos ahora… ¡Con tal de que la fiesta prosiga! Lo que, a mi entender, importaría de verdad es reflexionar, ¡pensar y repensar!, sobre qué pasará en el futuro con las perspectivas que hoy se presentan… ¿Hacia dónde vamos? ¿Cuál será el porvenir?
¿Qué reflexiones, ahora, harían Karl Marx, Engels, Proudhon…?, por citar solo a tres de los personajes históricos que se asoman por la citada película; película que, por cierto, no me pareció nada buena, aunque si me interesó el contenido.
Obviamente, a estas alturas, no voy a reivindicar aquella confrontación radical entre clases (proletariado versus burguesía) porque ya hemos aprendido que si gana el proletariado, como ocurrió en la Revolución Rusa, también puede terminar sucumbiendo a la tentación del oropel, la gloria, el dinero, el Poder… ¿Cómo ha terminado la extinta URSS? Vaya usted a Rusia o a China (yo estuve por allí el pasado verano) y verá qué queda de aquella «sociedad socialista» que pretendía ser más justa y de la praxis proletaria. El capitalismo salvaje ha vuelto, y con fuerza.

Atrapados ya en el futuro, ¿qué hacer con la realidad? Instantánea tomada en la Ciudad Prohibida (Pekin)./ Foto J. Mayordomo
Atrapados ya en el futuro, ¿qué hacer con la realidad? Instantánea tomada en la Ciudad Prohibida (Pekin)./ Foto J. Mayordomo

De vuelta a casa

Mas no era mi intención enredarme en asuntos del pensar; lo que en realidad pretendía era contar, sencillamente, lo que vi en mi vuelta hacia casa a las 11,30 de la noche, al salir del cine. Aparte de las terrazas y bares que seguían celebrando la vida, ¡bendita celebración!, en las calles peatonales, en las aceras, decenas de individuos se dejaban las pestañas escrutando a esa luciérnaga que es el móvil encendido. Intuí que solo a «un bicho raro» podía ocurrírsele mirar por dónde iba o a su alrededor. La guinda a esta postal o fenómeno nocturno la puso un grupo de adolescentes, entre 30 y 40 chicas y chicos, que coincidió a mi lado, caminando en la misma dirección. En una mano sujetaban el móvil con el que hacían fotos al azar y ponían música, en la otra llevaban un vaso con licor; algunos, bolsas de plástico con las consabidas botellas de bebida. Caminaban y cantaban. Gritaban. Bebían y volvían a hacer fotos. Así durante los doscientos metros en los que compartimos espacio en el mismo cuadro surrealista.
Y fue entonces cuando recordé que hace unos días un amigo me contaba que ahora hay trabajos que consisten en estar pegado a un ordenador en tu casa, sin un horario concreto pero siempre disponible, introduciendo información o revisándola para un gran servidor (por ejemplo, para Google) en el que tu jefe es una máquina. ¡Un robot! Es un robot, me decía este amigo, el que te manda, el que vigila si haces bien el trabajo, el que revisa si cumples o no con los estándares de rendimiento y calidad que te exigen. Por supuesto, ¿derechos? ninguno y el salario… ¡Mísero!

Dejé a los jóvenes distraídos con sus cosas, el móvil y el alcohol, y al alejarme de la plaza en la que se habían detenido, y envolverme de nuevo en el silencio de la noche, comprendí que, como ocurre con la vida –que ya se sabe que esta es un círculo que se cierra en el que uno termina siendo niño otra vez–, la burguesía, el capital, o como usted quiera llamar a quien ostenta el poder, siempre le dará tantas vueltas al mundo como sea necesario para que la relación empleador/empleado vuelva al sitio que a ellos le conviene.
De aquellas fábricas de la revolución industrial, en las que Marx y Engels constataron que no había personas trabajando sino esclavos, parece que el salto al presente trae un hecho asombroso, por nuevo: los humanos que en el futuro trabajen lo harán para los robots.

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