Elegía del guerrero
(En la muerte del padre)

Viento, fuego, fuerza de la naturaleza…
Así era él.
Un hombre solo, que buscaba caraba enseguida cuando, a la hora del almuerzo, dejaba la yunta de bueyes en la punta de la besana y se apresuraba a ir a almorzar con los demás labradores que, como él, estaban arando la tierras.
Luego volvía a la tarea en silencio y, en la inmensidad de la dehesa, trazaba los surcos animando a las bestias a no perder ritmo. Porque tenía que hacerlo.
Porque era lo que le habían enseñado de niño; esto, después de que alguien le propusiera estudiar y él dijera que no, que prefería el tonteo adolescente de los enamoramientos.

Y ese miedo… El miedo que siempre le atenazó sin saberlo.
Miedo a lo desconocido, a abandonar la jaula rural que era su pueblo. Miedo a emigrar a Brasil cuando el azar le propuso regalarle una hermosa aventura: marcharse a Sao Paulo… ¡Ay! Y en el último instante, con el tren ya en marcha, se bajó del vagón (con la esposa y dos niños pequeños) y siguió encadenado a su tierra…
Encadenado a una vida que nunca acabaría de hacerle feliz.

Su pueblo./ Foto J.M.
Su pueblo./ Foto J.M.

Porque era un guerrero. Y el miedo de siempre…
Miedo a emprender y a explorar,
a desarrollar otra industria en novedosos negocios agrarios cuando España dio el salto a la Unión Europea y parecía que el mundo se estaba ensanchado para las gentes del campo.

Es en esa besana que con tenacidad él rotura, donde ensimismado recuerda…
Desgrana la vida; una vida que tuvo su hito en la mili, allá en Gijón, donde ejerciera de cabo con responsabilidades de mando. Fue allí, también, ¡seguro!, la única vez en toda su existencia que aceptó obedecer.

Gijón… Gijón fue para él como si hubiese viajado a la luna. Toda una vida resumida en tres años de servicio a la Patria. ¿Qué patria?
¡La patria, menuda engañifa!, seguro, pensaba.
La Patria… algo que le dio siempre igual, aunque llegara a ser juez en su pueblo que era como ser casi nada.
¡Juez de paz!, se decía.

La mirada./ Foto J.M.
La mirada./ Foto J.M.

El guerrero regresó a su terruño…
“Hubiera podido quedarme en el ejército”, especulaba siempre que surgía el tema del servicio militar. “Y no me hubiera ido mal, no…”, dejaba caer, resignado, misterioso.

Archivada la experiencia asturiana en el baúl del recuerdo, se casó y tuvo cuatro hijos porque lo natural es tenerlos. Porque, para él, lo que de verdad importaba y le absorbía por completo eran la tierra y la guerra que se traía con la vida.
Guerra consigo mismo o cuando cavaba en las huertas, trabajando de sol a sol.
Guerra en los campos de labor preparando el barbecho, aricando, segando, hacinando los haces. Guerra acarreando la mies hasta amontonarla en la parva, trillando en la era, aventando los muelos, recogiendo en costales el grano, la paja.
Guerra para poder sobrevivir al agudo dolor que sentía por aquella injusticia que suponía repartir por igual los sacos de trigo entre el señorito atildado, el terrateniente, y su casa.

Con el hijo./ Foto Ch. Macias
Con el hijo./ Foto Ch. Macias

Guerra contra aquel mundo inhóspito y cada día más extraño, sorprendido un domingo por la aparición de un tractor que llegó en el tren-mercancías, reluciente, pintado de rojo y azul. Guerra… sí, también, por la máquina que de pronto segaba y ataba los haces con un nudo mágico, pero que se rompía cada dos por tres porque había más rocas y obstáculos que bálago.
Y guerra… aunque menos, cuando la cosechadora –aquel artilugio gigante de boca de acero– apareció aquella tarde por la carretera de Boada  –sin que él y otros muchos hubieran tenido aún tiempo de asimilar lo que estaba ocurriendo– dispuesta a acabar con las tareas y los oficios del campo asociados a la recolección, rubricando la muerte inminente del  agricultor minifundista.
Aquel mundo mágico, que, amurallado en lo rural, resistía, inició aquella misma tarde un viaje preñado de malos augurios hacia su desaparición.

Se acabó la tarea de sembrar para tener pan después, en invierno. Ahora todo se compraba en las tiendas.

Y nació el hombre ganadero.
Donde el arado dejó de horadar surgieron carrascas, malas hierbas, zarzales y retamas que, en un visto y no visto, invadieron los campos de labranza.

Y él de acá para allá…

Con su pareja de mulos, sus vacas, sus novillos, sus cerdos… Él observaba confuso cómo en su pueblo se ahogaba el siglo XX en un laberinto de envoltorios, de embalajes relucientes, de comida prefabricada y veloces automóviles que lo ponían todo cerca… Él, confundido en medio de aquel guirigay de artilugios que comunicaban, a la velocidad de la luz, con la otra parte del mundo y traían novedades desde sus confines, protestaba y protestaba, asombrado por el embeleso en el que había caído el mundo, especialmente los jóvenes, a los que “solo se les oye protestar”, rezongaba, mientras observaba, incrédulo, como hacían las maletas para huir de todo lo que oliese a rural.

Se marchó todo el mundo.

La fuerza.../ Foto J.M.
La fuerza./ Foto J.M.

Poco tenía que hacer ya el guerrero.
Percibía lo extraño y ajeno que le era todo, sí, pero no cedía un palmo. No cejaba. A su manera, seguía con su guerra…  Cuidaba sus árboles y su ganado. Miraba a esas encinas, ¡sus encinas!, y hablaba con ellas y de ellas, como si se tratara de algún ser querido. Una a una, un par de miles, recibieron de sus manos, periódicamente, el agasajo y el don del cuidado: olivo, desmoche…
¡Lucían frondosas!
Y a cambio les rogaba que dieran bellotas.
Así año tras año sumando, década a década; y siempre en estado de alerta y dispuesto a guerrear con el tiempo. Si hacía sol porque hacía sol, y si llovía porque llovía…

Hasta que llegó el armisticio cuando le “cogió”, como él decía, la jubilación.
Para entonces ya no tenía demasiado sentido pelear; aunque, es verdad, nunca cedía de entrada
“Cuando yo estaba en la vida”, explicaba, refiriéndose a su actividad de labrador-ganadero, “no estaba esto como está… ¡Qué da pena verlo! Todo abandonado… ¡No sé dónde vamos a ir a parar!”
Y es que la vida le resultaba cada día más extraña; tan ajena era para él que no la entendía.
Todos los oficios que le ocuparan un día, habían desaparecido; hasta el paisaje de su entorno era otro. El cinturón verde de las huertas que ceñían a su pueblo ahora era un campo yermo, marrón, enterrado en matorrales.
Seguía enfadado con el mundo… ¡Qué hombre! ¡Qué energía!
Y aunque gozó hasta el último instante de relativa buena salud, no disfrutó demasiado de ella ni del entorno confortable que tuvo pues, los miedos, ¡siempre los miedos!, le podían.
¿Por qué ese aferrarse a lo peor de la vida? ¿Por qué ese discurso negativo?
¿Es este el sino del ser castellano?
¿Será que esta tierra tan dura, con raíces ancladas en el fatalismo cristiano, hace a los hombres así?
¿Por qué estaba permanentemente enfadado y cuando hablaba parecía que reñía?

Lector./ Foto J.M.
Lector./ Foto J.M.

Como era un solitario impaciente, que añoraba estar con la gente, se aficionó a leer periódicos y a ver la televisión; a mirar por la ventana y a subir hasta el alto de las escuelas, donde se reunía con algunos amigos, a los que abandonaba enseguida para volver a estar solo.
Ni renunció a quejarse ni dejó un solo día de lamentar el abandono en el que había caído su pueblo.
“¡Qué pena da todo…! ¡Esto no puede traer nada bueno”, repetía.
Así hasta que se marchó al país de la nada, hace veinte días.
Las últimas frases que dijo, ¡cómo no!, fueron para reivindicar su territorio, su guerra particular con la vida, su guerra con todos y contra todo:
“¡Bueno, voy hasta el baño, vuelvo, y me voy a la cama! Vosotros haced lo que queráis. ¡Yo me voy a dormir que no aguanto más!”, fue la respuesta a la sugerencia que todas noches le hacíamos para que diese un paseo antes de acostarse.
“Lo ha dicho la médica”, le decíamos, para convencerle.

Pero a él le daba igual.

En su hábitat./ Foto J.M.
En su hábitat./ Foto J.M.

Y se fue dormir…  Por la mañana lo descubrimos acurrucado, entregado ya al viaje del que nunca hay retorno. Tenía 92 años de guerras y quejas. Una lástima, porque era un hombre bueno que si hubiese sabido gestionar la emoción, los sentimientos, la vida le hubiese regalado más fiestas y él, reído mucho más.

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Nota.- Joaquín Mayordomo Sánchez (1925 – 2018) falleció mientras dormía en su cama una noche de enero, como era su deseo. Así que hay que celebrarlo.
El día anterior había leído el periódico como era su costumbre, protestado por todo como hacía habitualmente, merendado una magdalena, visto su programa favorito en la televisión (Pasapalabra, que le fascinaba, no se sabe por qué) y protestado varias veces más, antes y después de cenar… Todo dentro de ese orden que guarda la vida, inmersa siempre en un mar de contradicciones.

28 comentarios Añade el tuyo
  1. Bonita elegía para un hombre del Abadengo… Xq El Abadengo, esa tierra olvidada, hace a los hombres así…
    Un fuerte abrazo, amigo.

  2. El hombre-montaña. El hombre-encina, pegado a las raíces e inamovible pero fuerte. Tú lo dices, hay que celebrarlo…porque da envidia también saber vivir en la sencillez de lo cotidiano. Preciosas palabras. Abrazos

  3. Joaquín un abrazo y mi más sentido pésame por lo irreversible de esta marcha.
    Es un muy hermoso texto, buena expresión de esta dificultad castellana de manejar con sensibilidad los sentimientos y convertirlos en hechos.
    Me ha entusiasmado el texto y el homenaje.

  4. Enhorabuena Joaquin. Qué bien retratas a mi tocayo. Un hombre bueno pero siempre critico con todo y con todos. Feliz viaje para él
    El campo charro, sus encinas, la tierra parda, los mulos, los bueyes pero sobre todo su mujer, sus hijos y sus paisanos lp valoran en su justa dimensión de castellano viejo. Un abrazo.

  5. Muy emotivo y muy logrado el retrato que haces de tu padre. Digno de Delibes. Yo le conocí cuando ya tenía en sus manos la hoja roja del «librillo » de la vida, y su rostro, sus gestos y sus expresiones quedan muy bien reflejados en tus palabras.

  6. Preciosa la imagen en la que está sentado sobre el árbol viejo caído.
    Me quedo y comparto esa última frase:
    era un hombre bueno que si hubiese sabido gestionar la emoción, los sentimientos, la vida le hubiese regalado más fiestas y él, reído mucho más.
    Se lo merecía. Al menos le ha tocado la mejor forma de irse

  7. Joaquin, así eran los viejos guerreros,sencillos, adustos, aferrados a su terruño al que amaban y con una vida interior envidible. Que la paz esté con el allá donde este. Un abrazo y mi pésame

  8. Bonito homenaje a las raíces, demuestra que a pesar de las costras contaminadas del momento, a pesar de muchos y antinaturales nubarrones y ventarrones , a pesar de todo hay árboles vivos que mantienen sus fuentes. Un abrazo Joaquin.
    José Luis desde Tánger.

  9. Joaquín me ha emocionado y me ha recordado muchas cosas de mi vida. Así exactamente era uno de mis abuelos, al que yo veía afanarrse en la huerta en los veraneos de mi infancia en un pequeño pueblo castellano. Y lo siento por ese hueco que te deja. Un abrazo

  10. Joaquín, he revivido mis tiempos en Villares leyendo tu hermosa elegia. Muy emotiva.. Siento no haberme enterado. Hubiera asistido al entierro. Recuerdo cómo se emocionó la última vez que me vio hace un par de años. Un gran hombre. Un abrazo

  11. Gracias a Joaquín, que no logró someter sus furias ni sus fuerzas, hemos tenido a Joaquín, que lleva una vida estudiando como contenerlas. Joaquín padre nos impresionó. A Joaquín hijo le queremos.
    Un adiós poético para un hombre épico.
    Todos los abrazos que pueda dar.

  12. Qué precioso relato/recuerdo/homenaje, Joaquín.
    Me ha deslumbrado su frase: «Cuando yo estaba en la vida»; sabiduría profunda de los hombres pegados a la tierra.

  13. Joaquin, mi sentido pésame. Qué bien lo has dibujado. Veo reflejado, en muchos aspectos a mi padre. Nacieron para trabajar y sufrir. No sabían ver la vida de otra manera. Qué bien que estuvieras a su lado en la despedida. Su familia era su vida, aunque no sabían expresar, en la mayoria de los casos, los sentimientos. Un abrazo

    1. A Joaquín Mayordomo de Hipólito Velasco:
      A pesar de ser diez años más joven que Joaquín, padre, alternamos en nuestra juventud primera. Corrían tiempos de privación; pero nos divertíamos y fuimos razonablemente felices.
      Emigrar de los pueblos a la ciudad fue la solución; hoy, la solución para algunos, es lo inverso, si se respeta y fomentan las posibilidades que ofrecen los pueblos.
      A los veintidós años me trasladé a Madrid, impulsado por un irresistible deseo de crecer. La emigración empezó después.
      La cosa salio bien. Coincidió con una sociedad que de estática se convertía progresivamente en dinámica. Emigrar conllevaba riesgo y en aquel tiempo asustaba.
      Joaquín optó por permanecer en su pueblo, Villares, donde forjó su carácter. Hombre que no hizo dejación de su «libertad interior», una de las más preciadas virtudes y fecundo valor. Persona con sustancia, lejos del «hombre líquido» actual, manejado a capricho por insaciables poderosos y reducido a mero objeto de producción y de consumo.
      Joaquín, en su pueblo, cumplió dignamente su fundamental misión exiistencial: Configurar su personalidad, realizando el «yo» de la sustantividad personal, que inicialnente recibió y que nuestra misma ralidad nos impele a completar a cada uno con el propio «yo» único e intrasferible.
      Y, tal vez, «cansado de tanto bregar», como Don Miguel de Unamuno decia de si, en silencio y personalísima soledad, se fue. ¿Partió hacia la nada? o ¿Se le abrió la puerta, por la que, transfigurado, contemplará definitivamente la LUZ Y VIVIRÁ LA VERDADERA VIDA?.
      Le deseamos lo mejor. Y a Joaquín, su hijo, esperanza y el justo sentimiento de orgullo por haber recibido, como dote, en el origen de su existencia, un padre «íntegro y profundamente sensible».

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